» 30-01-2020

Cuentos 1. La novia del abuelo.

-Pero papá… tenías que enredarte con una de 23 años. ¡Tienes 73, joder! No me dirás que lo haces para “sucar el melindro”. ¡Entre vosotros no hay una generación, hay casi dos!

 

El padre (por no llamarle el abuelo) bajaba la cabeza y no contestaba. Era evidente que no quería enfrentarse a su hija. Ella, para sus adentros, recelaba  que la herencia de sus hijos (y suya) peligraba con esta “cana al aire” (que amenazaba con ser perpetua) de su padre. Era evidente que no podía plantearse otro panorama, que no fuera que  la chica era una lagarta y que lo único que quería era proteger a su hijo bastardo (que en principio no era suyo). Él, por su parte, Comprendía que les estaba complicando la vida a todos, pero también era verdad que a nadie le preocupó -cuando hubieron enderezado sus vidas- que coño hiciera con el resto de su vida. Seis celebraciones al año y ¡por hay te pudras!

 

Vivía solo y la vecinita era encantadora, no solo por joven, sino por naturaleza propia. Era inculta y malhablada hasta decir basta (en este caso con toda la razón)… sin necesidad de decir ningún taco. Como ella misma decía: cuando empiezas a trabajar en las cocinas a los catorce años no te queda tiempo para mucho. Según decía trató de salir del lúmpen (intelectual) pero no lo consiguió. El hijo que apareció cuando no tenía veinte años, zanjó la situación. Sería cocinera y punto. Pero era encantadora. Alegre y llana, optimista y hedonista. No había nada que no se arreglara con una buena comida (y bebida) que ella siempre estaba dispuesta a cocinar. Era tan inocente que resultaba perversa. Y era tan trasparente que hacía difícil el reproche. Y allí quedó atrapado, como si el mundo fuera capaz de darle lo que nunca le había dado.

 

Mientras su hija lo abroncaba, pensaba en todas estas cosas… y en otras menos confesables. Fue ella quien le besó y quien se lo folló, si se le puede llamar follar a lo que hace un setentón. Y lo hizo con una naturalidad que daba la impresión de que las cosas no podían ser de otra manera. Por una parte parecía que se compadecía de que estuviera solo, pero por otro lo trataba con una naturalidad y un desparpajo que no usaba con su propio padre -que todo sea dicho- parecía mayor que él. ¿Quien se resiste al amor, incluso al amor interesado? Cuando estás desahuciado del amor, cuando todo el mundo espera que tu amor sea para las generaciones emergentes, querer a lo que sea y como sea -que no sea de la familia-  es una traición.

 

Todo eso estaba en su cabeza mientras la hija seguía desgranando toda aquella retahíla de agravios a la familia, al mundo y a la memoria de la madre. Siempre había pensado que aquella hija se le parecía, pero ahora veía que era igual que su madre. Quizás las mujeres tienen un gen de la reconvención que las hace especialmente dotadas para reñir, para defender el “estatu quo”. Y lo del gen no era casual. Lo llevan en la sangre. Sí. Se le parecía, pero en ese momento no estaba dispuesto a admitirlo. Los hijos, los jóvenes en general,  tienden a pensar que el dinero de sus padres es suyo y que si está en manos de sus padres es como un fideicomiso. Quizás son los propios padres los que les dicen: “todo esto será tuyo algún día”. Quizás se les olvida  añadir -como en la Biblia- “si postrándote ante mí me adoras” (es decir: me cuidas). Ahora mismo le importaba una mierda el futuro de sus hijos (que había sido luz y guía de toda su vida laboral). Le importaba quien le quería y quien le cuidaba. Es muy duro que te arrinconen y que te consideren una caja de ahorros. Seis celebraciones al año y la pregunta del millón: ¿que tal estás. Puedes vivir solo? La antesala de la residencia (bello nombre. Lo de asilo sonaba fatal). Es duro pensar que solo puedes optar a la soledad o al asilo.

 

No quería discutir con su hija. La quería demasiado. Buscó (le pareció que su hija exigía una repuesta, probablemente desistitiva) la manera de no ofenderla y de no renunciar a esa parcela de felicidad que le había caído del cielo cuando ya no la esperaba. Tenía que ser algo que la dejara atónita. Todo lo otro sería  encender la hoguera y su hija era como los perros de presa, cuando cogía un buen bocado no lo soltaba. Y entonces se le ocurrió.

 

-Ella me admira.

 

El silencio fue sepulcral. Probablemente ella no estaba preparada para algo como aquello. Sabía, porque lo había visto en su madre y porque le había pasado a ella misma que, para una mujer, cuando se acaba la admiración se acaba el amor. Se acercó a su padre al que besó cariñosamente en la cara por dos veces con los ojos empañados.

 

-Yo te admiro aunque sé que no te lo demuestro. Pero te comprendo… papá.

 

Solo era el primer asalto, pero había ganado.

 

El desgarrado. Enero 2020.




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