En episodios anteriores: “En otras ocasiones -en este mismo foro- he escudriñado las peculiaridades del pueblo judío: su condición de pueblo elegido por Dios; su difícil territorialidad, su inseparación Iglesia-Estado, su ancestralidad militante, su iconoclastia, su escasa popularidad en el concierto mundial -achacable a algo más que a la envidia por su talento y su riqueza-, incluso ese victimismo militante que convirtió el horror nazi en simpatía por las víctimas y que no solo es victimismo, sino deuda universal esgrimida contra todo y contra todos. El pueblo judío no hizo la transición del mito a la razón. El peso de la Biblia (¡ahí es nada ser el sujeto de la historia sagrada!) le ancló en una ancestralidad, en un todo revuelto: etnia, religión, nación, en una singularidad de pueblo elegido por Dios, en una indivisión Iglesia/Estado, en un “Malestar de la cultura” (Freud) que ha dado unos frutos no queridos: los genios, los traidores al espíritu de la turba, de la masa, del anonimato, y un amor desmedido por la imagen cinematográfica, compensación deslumbrante de su iconoclasia. Milner tenía razón cuando afirmó que la presencia de los judíos era insoportable para los europeos. Era la imagen del pasado continental que Europa quiere olvidar a toda costa: del patriarcalismo, las guerras de religión, el oscurantismo, el fanatismo y la inquisición, la intolerancia. Todo eso los judíos lo esgrimen con orgullo cuando los europeos solo quieren olvidarlo y por eso contemplamos impávidos el holocausto: porque la desaparición de los judíos era la manera de borrar un pasado que ellos reivindicaban como presente. Pasar página era pasar del holocausto y de los judíos y eso no era lo que querían. Querían la presencia del horror histórico reivindicada como sustancia del pueblo de Dios. Y por eso no han dudado en repetirlo”