» 31-01-2020 |
Madre e hija, 47/23, tomando un café y hablando de operaciones de estética. Lo más normal del mundo.
-Perdonen que las interrumpa pero no he podido evitar oirías desde la mesa de al lado -aquí ya irrumpía lo anormal, lo inesperado- Pero permítanme que me presente. Soy especialista y creo tener la solución a su problema. He estudiado su cara y con muy poco esfuerzo podríamos convertirla en la cara de una modelo o una actriz. Su estructura ósea es perfecta. Pequeñas desviaciones de los cánones hacen que lo que podría ser de una belleza deslumbrante se convierta en una cara vulgar. Para decirlo mal y pronto usted -mira con atención a la hija e incluso toma su barbilla entre los dedos y la levanta escrutando con atención- su cara es sosa no por falta de elementos que la podría convertir es esplendorosa sino por que no están bien compuestos.
Siguió hablando con una berborrea imparable mientras la hija se ilusionaba con un futuro mejor. Era cierto que tenía una cara sosa. Lo sabía y también era cierto que sus rasgos, uno por uno, eran agraciados. Pero quizás nunca nadie se lo había dicho tan claro. Las palabras “vulgar” y “sosa” -tomadas habitualmente como ofensivas- resonaban en sus oídos como habían resonado en su cabeza durante años, pero por la razón que fuera en aquella ocasión cobraban una nueva dimensión, se convertían en una promesa de futuro. Podía ser un charlatán pero hablaba con una seguridad y una firmeza que desvelaba a un cirujano seguro de sí mismo e interesado en todo lo relativo a su profesión a la que era evidente que amaba sobre todas las cosas.
La madre desconfiaba más, como correspondía a su edad y condición de guardiana de los designios de su hija, pero no le había pasado desapercibido el arrebol de su hija ante las palabras del desconocido. ¡Incluso estaba más guapa! Porque mira que era desgraciada la niña, con aquella cara que le recordaba a la novia de Sheldon Cooper. Con los ojos iluminados y una leve sonrisa estaba muchísimo más mona. Quizás la solución a su “desarreglo” no consistía en la cirugía sino en un aceptarse e ilusionarse. La cuestión es que con los años se había ido hundiendo en una apatía que retroalimentaba su “desarreglo” agravándolo. Abandonó sus recelos y agradeció a aquel feriante vendedor de crecepelos y de remedios-milagro que hubiera ilusionado a su hija hasta el punto de ponerla al borde de la intervención salvadora.
-… sus pómulos son bellísimos -continuaba impertérrito el charlatán- y su nariz es chiquita y de forma perfecta, lo que es una suerte porque quedan descartadas las intervenciones más dolorosas que son las que afectan a los huesos. En su caso una hipotética intervención consistiría en una recomposición de las partes blandas de la cara mediante el implante de hilos de oro pero me da la impresión de que será innecesaria. Probablemente lo único que necesita es confianza en sí misma y algo de humor. Cuando sonríe su cara se recompone. Quizás lo único que necesita es ser feliz para que le cambie la cara en vez de cambiarse la cara para ser feliz. Pero estas cuestiones, como le he dicho, se retroalimentan: se es fea porque se es infeliz y se es infeliz porque se es fea. Hay que romper ese círculo vicioso.
La niña había cambiado completamente. Sonreía y le brillaban los ojos, como hacía años que no le ocurría. La madre empezó a pensar que aquello era un milagro y continuó por sopesar cuanto le costaría que su querida hija se subiera al tren de la felicidad. Seguía sin descartar que fuera un timador pero los resultados que estaba consiguiendo en pocos minutos eran sorprendentes. ¿Para que estaba el dinero si no? y lo que era más ¿Que más daba entregarle el dinero a un timador que a un genio de la cirugía? Su decisión estaba tomada: fuera lo que fuera su designio estaba ganado. Claro que estaba el efecto desilusión. Si la ponía en manos de un charlatán y todo fallaba la niña se hundiría en un pozo de la que ya nunca la podría sacar. Aquello se complicaba…
-… definitivamente creo que no debemos intervenir -continuaba el titiritero- Todo lo más un poco de Botox por aquí y por allá bastarán para que esa maravillosa cara se reordene en una cara de estrella -volvió a tocarle la cara pellizcándola como quien coge sal de cocina y deformando levemente las porciones blandas- Sí, así lo haremos, asintió complacido. La sangre no llegará al río. Cuatro pinchazos y ¡ale!, a triunfar. Va a ser usted la cenicienta de la fiesta. Y quizás si mucho me apuran no haga falta ni el Botox. No me extrañaría que si deformamos los grupos lípidos y los músculos en un orden agraciado, los propios tejidos se dispondrán de la forma que más felicidad proporcione a su patrona. Unos masajes y un poco de estimulación eléctrica será suficiente, y en una sola sesión. Esa carita suya está deseando irrumpir en sociedad sorprendiendo y acaramelando a quien se acerque. ¡Esto va a ser épico!
¡Dios mío. Me ha convencido! Se decía para sí la niña mientras sonreía radiante. ¡Y encima sin cirugía y sin Botox! Estaba sorprendida y extasiada, tanto que ni siquiera leyó la tarjeta que le había depositado en la mano antes de despedirse con la prosopopeya que había caracterizado toda su aparición. Pasarón unos minutos en que ambas permanecieron hechizadas sin mover un músculo. Poco a poco recobraron la cordura y entonces echaron una mirada a la tarjeta que rezaba: “Roberto. Mago ilusionista. Bautizos comuniones, cumpleaños”. Se miraron en silencio hasta que estallaron en una risa incontenible. La niña estaba radiante. Los transeuntes que pasaban se fijaban en su rara belleza y en su franca risa con admiración. No todo se arregla en medicina con el bisturí. A veces hace falta magia, ilusionismo.
El desgarrado. Enero 2020.