» 10-12-2023 |
Abandoné el tema del relato en este blog, porque me pareció que no tenía más que decir. Pero los acontecimientos actuales parece que no están de acuerdo con mi parecer. El relato político se ha generalizado, no como argumentario, panfleto, cortina de humo, plan de futuro o descripción de una serie de hechos, si no como verdad. Repito como VERDAD. Con una vocación de verdad que ya adornaba a la clase política, pero mucho más novelada. Me refiero a la presunción de veracidad de los políticos por causa de su autoridad. Otras veces he hablado de ello, pero la actual proliferación e intensidad de estos relatos requiere, a mi parecer, retomar el tema. La presunción de veracidad se compone de dos actores: un ciudadano crédulo que no pone en duda lo que dice alguien emperifollado con la autoridad, honorabilidad, posición preeminente, cargo, etc. y un político corrupto que miente interesadamente prevaliéndose de su presunción de veracidad y haciendo del relato la prueba de sus valores personales, partidarios y suprapartidarios (salvaespañas o socialrredentor). Insisto, el relato es la prueba (contiene toda la verdad) que avala su representación de la ciudadanía y la confianza que ésta le deposita.
Las razones para que el relato haya adquirido semejante importancia son varias. En primer lugar la búsqueda incesante de la irresponsabilidad propia y la responsabilidad ajena. Parece que, cuestión tan principal debería requerir argumentos contundentes y pruebas fehacientes. No es así. Se miente sobre la bondad propia y sobre la maldad ajena. La inocencia suprema autoproclamada se enfrenta a la culpabilidad ajena cuya única prueba es el relato acusador , insultador o calumniador. Una vez establecidos dos bandos: el de los buenos (benefactores) y el de los malos (malhechores) ya no cabe nada más, pues el relato ha adquirido presunción de veracidad y valor de prueba. Como se decía antes: l¡o dijo Blas: punto redondo! Y como lo que debería ser eficacia y eficiencia se ha convertido en palabrería, ya se puede proceder a recoger los frutos de semejante dechado de ingenio: los votos. Porque los políticos son cazavotos, poltronistas, irresponsables. Y ahora cuentacuentos, juglares, trovadores, aunque no hablen de amor sino de odio.
¿Qué subyace a este proceder? Es, evidentemente, una posición moralizante, heredera de aquellos sermones con los que los ministros del Señor bombardeaban a sus fieles con el primer mandamiento: ¡no tendrás a otro Dios más, que a mi! Traducido a: ¡no votarás a otro candidato que a mi”. El clero también disfrutaba de presunción de veracidad y, de esta manera, los políticos añaden a su presunción, por su autoridad, su cargo y su presunto honor, la presunción propia de los ministros del Señor. Pero no para aquí la búsqueda de verdad. La TV también tiene presunción de veracidad, así que hay que salir en la TV a todas horas y por cualquier motivo. Cualquier excusa es buena para dar una rueda de prensa o encabezar una manifestación. Ya no se llevan los besabebés y los felicitadeportistas. No se podía proveer de suficientes bebés, ni había tantos éxitos deportivos como hacía falta.
Se acabaron aquellos tiempos en que eran los abogados los dueños del relato, que utilizaban como vehículo para suscitar dudas razonables. Nunca se habían vendido tantas novelas en un país que no lee libros pero que devora best seller. Nunca había habido tantos canales de TV vomitando series y películas. Nunca había habido tantos relatores en las tertulias: de guerra, de política, de delincuencia y de chismes. Los periodistas dejan los datos para internarse en las opiniones, y como no, son portavoces de sus amos políticos. Las redes sociales son un autorrelato de egos miserables en busca de reconocimiento. Todo el mundo está a un clic de tener un millón de seguidores o de “I like”s. El relato se ha convertido en la nueva propaganda. Hasta la propaganda narra historias que no caben en su nicho publicitario y que se continuan en internet. Antes se trataba de discursos. Ahora son relatos, formales, sin ninguna base ni justificación. ¡Por que yo lo valgo!
Vivimos en un mundo de cuento pero en el que el final feliz es imposible porque el cometido del cuento -al contrario que los de siempre- es engañar, disfrazar, enmascarar. Cada relato acaba en otro relato, en una historia interminable en donde la tensión del cable es la posibilidad de existencia del funambulista. Es el relato de la crispación que desciende desde las capas superiores de la sociedad hasta permearla en su totalidad, como la dictadura permeo la sociedad de su tiempo hasta alcanzar la familia y los juegos de niños. Las tertulias son cada vez más broncas, la violencia de género asciende, tanto como la futbolera. Hasta los niños están crispados acosándose y abusándose como nunca. Ya no existe conversación amable, todo son broncas. Solo el fentanilo reparte un poco de paz, la del electroencefalograma plano. ¡Algo es algo!
¿Por qué este auge del relato? Probaré con una hipótesis arriesgada. El relato era la forma de pensamiento del mundo mítico, cuando no existía la racionalidad que aportarían los griegos en el SV AC. Después fue sustituido por el logos (la razón) y se arrinconó en el espectáculo y en el arte. Pero en tiempos de deconstrucción, pensamiento débil, inteligencia informática (de prueba y error) y tiempos líquidos, la razón se ha vuelto volátil y el personal ha recurrido a desenterrar el relato como forma de pensamiento. Los políticos (que no tienen formación como para destacar en el uso del logos, que son demasiado vagos como para urdir argumentos, que han decidido hablar en vez de actuar) han encontrado la solución de todos sus males. El relato les permite un teatrillo que enmascara su desidia, su incompetencia y su holgazanería intelectual que les permite aparentar que trabajan para los ciudadanos, enzarzados en la bronca verbal perpetua. Los políticos han hecho su agosto particular usando lo que mejor saben hacer: ¡largar!: la parte irresponsable de la ecuación. Y enmascarar lo que peor se les da: pensar y actuar…
Parecidos argumentos se pueden aplicar a los ciudadanos enfrascados en este rapto por el relato. La cultura del logos se acaba a manos de la cultura de la imagen. Han muerto las cartas (epístolas), la filosofía, los ensayos, y los libros (excepto los best sellers, que no son libros, sino espectáculos escritos, y eso, porque el papel tiene glamour. Ha muerto también la conversación telefónica, ahogada por los watsapp y por los muros de las redes sociales… aunque se le siga llamando teléfono al ordenador de bolsillo + navaja suiza. Solo los ejecutivos y los políticos se llevan el teléfono a la oreja. Los jóvenes lo llevan en la punta de los pulgares. El relato vive una tercera vida… volviendo a la primera a ser la forma de pensar privilegiada, por simple e incompleta que resulte. O quizás por eso.
El desgarrado. Dicembre 2023.