» 05-02-2020 |
Retomo aquí un blog de 2018 sobre H. Arendt y la trascendencia: “Urbanismo 11. La inmortalidad en A. Arendt “Entre el pasado y el futuro””. De nuevo pienso que estas reflexiones sobre la trascendencia son pertinentes para desentrañar la estética. Lo reproduzco tal cual.
Seguimos con el tema de la trascendencia. La trascendencia física nos ha llevado al concepto de viaje. Pero la trascendencia no para ahí. Anna Arendt en su libro “entre el pasado y el futuro” en el capítulo 2º: “el concepto de historia antiguo y moderno” nos propone otra forma de trascendencia que es la inmortalidad. La inmortalidad no se buscó -en los orígenes- como trascendencia espiritual, sino como trascendencia física. La inmortalidad pretendía ser la prolongación infinita de la vida física (¡qué menos!). Es pues otro intento de trascendencia física que se aviene a nuestro enfoque.
El objetivo de Arendt difiere del nuestro pero sus reflexiones nos convienen. Investiga los orígenes de la historia y empieza por Herodoto que reconoce que su objetivo es “preservar lo que nació por obra de los hombres, para que el tiempo no lo borrara y para otorgar a las hazañas gloriosas de los griegos y los bárbaros las alabanzas suficientes que asegurase que la posteridad habría de recordarlas, y así mantendría impoluta esa gloria a través de los siglos”. Su concepción de la tarea de la historia -salvar las hazañas humanas de la trivialidad que se deriva del olvido- estaba enraizada en el concepto y experiencia que de la naturaleza tenían los griegos y que abarcaba todas las cosa existentes por sí mismas, sin ayuda de los hombres ni de los dioses, y que por tanto son inmortales.
Las cosas de la naturaleza son inmortales porque no necesitan del recuerdo humano. En la medida en que un ser es natural posee la inmortalidad. Pero eso no convierte a los hombres en inmortales, por el contrario el carácter de mortal se convirtió en el sello distintivo de la existencia humana. La mortalidad es un movimiento biológico. Es necesario romper, con hazañas, situaciones y acontecimientos singulares, el movimiento biológico de la vida. Y así empieza a construirse el movimiento histórico, movimiento que imita el movimiento biológico pero se aleja de él. Pero todas las cosas que deben su existencia a los hombres, como los trabajos, las proezas, las palabras, son perecederas, están infectadas por el carácter mortal de sus autores. Aún más, si los mortales consiguen dotar a sus trabajos, sus proezas y palabras de cierto grado de permanencia y detener su carácter perecedero, estas cosas, al menos, en cierta medida, integran el mundo de lo perdurable y dentro de él ocupan un puesto propio, y los mortales mismos encontrarían su puesto en el cosmos, donde todo es inmortal a excepción del hombre. La capacidad humana que permite lograr esto es la memoria.
Con Herodoto, palabras, proezas y acontecimientos se convirtieron en el tema de la historia. La tarea del poeta y del historiador (a quienes Aristóteles pone dentro de la misma categoría porque el tema de ambos es la praxis) consiste en hacer algo que sea digno de recuerdo. Lo hace traduciendo praxis y lexis (acción y palabra) en este tipo de poiesis (fabricación) que por último se convierte en palabra escrita. La historia es anterior a la palabra escrita. Se remonta a cuando Ulises escucha el relato de sus propias hazañas, algo exterior a él mismo. Lo que había sido suceso se convierte en historia. Pero esa transformación de hechos singulares en historia es la misma “imitación de acción” (mimesis) hecha con palabras que más tarde se empleó en la tragedia griega. Se encierra aquí una paradoja: por un lado todo se ve desde el lado de las cosas que son para siempre mientras que por otro los griegos entendían que la grandeza humana residía en las proezas y en las palabras (Aquiles: el de los grandes hechos y las grandes palabras). La paradoja es evidente pues la grandeza humana (que debería ser permanencia) se expresaba en las actitudes más fútiles y menos duraderas como los hechos y las palabras. La solución fue poética: la fama imperecedera, el deseo de hacerse famoso. Se oponen así dos tipos de inmortalidad: la biológica, a través de los hijos (la de la especie) la de Parménides y Platón y por otra parte la de la fama y el nombre de Heráclito.
La inmortalidad fue en los orígenes un impulso de trascendencia física. La Biblia no habla de patriarcas que alcanzan los mil años. Nos habla de una aspiración generalizada. Cuando se vio que la tecnología (la magia) no era capaz de lograrlo (o simplemente la eventualidad de la desaparición prematura) hubo que recurrir a otros medios de trascender, como la fama, las proezas, las palabras. Se trataba de edificar algo sólido que resistiera el paso del tiempo y ¿qué mejor que la arquitectura? Aparecen así los reyes constructores pero también los particulares constructores. No se trata de vivir sino de perdurar, de trascender y la solidez de la arquitectura es perfecta. Aún hoy en día una vivienda es para siempre (para horror de la industria). Es la segunda vez que nos topamos con la tecnología. No es de extrañar que la tecnología haya tenido el impulso que la llevará hasta su increíble desarrollo de hoy.
Es evidente que el impulso de trascender, de ser especial, de alcanzar la fama es hoy fortísimo. Los minutos de fama que propuso Warhol son más tentadores que muchas otras recompensas mucho más seguras. Las redes sociales nos dan muestras sin fin: descerebrados que se automutilan o ponen en riesgo sus vidas con tal de alcanzar esos minutos de fama en YouTube, coleccionistas de seguidores en Facebok, energúmenos desaforados fuera de la ley en twiter, exhibicionistas en Instagram, todos persiguen lo mismo: unos segundos de fama, de gloria, de trascendencia. La inmortalidad está ahí. Pero todo eso no hace palidecer los programas que como ¿Quien vive ahí? nos muestra la trascendencia a través de la vivienda. La arquitectura es el número uno de los automomumentos que los humanos nos podemos erigir. Y los yates y los yets privados no dejan de ser viviendas navegantes. El desgarrado Septiembre 2018.
El desgarrado. Febrero 2020