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» 05-02-2020 |
La transcendencia metafísica (como su nombre indica) ya no es física. La metafísica es un nuevo paradigma cognitivo que durará 24 siglos. Amortizado el periodo de la transcendencia física el nuevo paradigma es superar lo material para alcanzar lo espiritual… en lo mental. La metafísica nos propone pares de oposiciones entre las que se debate. Apariencia/realidad, forma/materia, actividad/pasividad, entendimiento/sensibilidad. Las citadas, son formas ordinarias de la experiencia sensible que atañen especialmente al arte pero el esquema es el mismo para todo par de experiencias opuestas. Un sujeto separado de un mundo al que puede comprender, la reducción de lo que hay a una ontología en la que el ser (estático) es muy superior al devenir (dinámico), unos conceptos estáticos de espacio y tiempo. El mundo se para para poder ser observado, estudiado, diseccionado. El arte metafísico es un arte representativo (apariencia/realidad), mimético (imitativo), enraizado en la destreza, colgado de la observación.
La trascendencia consiste ahora en sobrepasar la materialidad hacia una espiritualidad que, de hecho, es de este mundo: el éxtasis, el arrobo, la experiencia sensible suprema. Un estado superior del alma. Ya no se cifra la espiritualidad en un cambio de sustancia sino en un perfeccionamiento, en acceder a una sensibilidad que está ahí, pero que necesita ser manifestada. Y quien realiza esa transmutación (insisto, terrenal) es el genio: la especificidad distintiva del artista. La facultad que nos aproxima a esa sensibilidad especial es el gusto. El gusto nos hace transcender de lo material a lo espiritual (terreno). El gusto es el trasunto del genio, en el espectador. El gusto es la genialidad del voyeur, del aficionado, del hombre (y mujer) cultivado. La cultura se convierte en “la trascendencia” del hombre (y la mujer) de mundo. Tanto el genio como el gusto son tratados como virtudes sobrenaturales (aunque no lo son) y ahí reside su enorme transcendencia. El arte se convierte en el cielo en la tierra.
A simple vista puede parecer que el arte representativo, mimético, imitativo de la realidad podría ser un mero calco de ésta. No es así. A lo largo de 24 siglos se produce primero una construcción: composición (equilibrio de los volúmenes), perspectiva (geométrica o colorística-esfumada), punto de vista (ventana), fondo/figura (jerarquización), claro/oscuro (focalización), colores complementarios (contraste), efecto de apariencia (trampantojo), etc. y deconstrucción de todo lo anteriormente construido y mucho más: materiales nobles, objeto, contexto, colores antinaturales, hasta llegar al genio, último escalón de esa deconstrucción. Primero las vanguardias (sobre 1900) y después los años sesenta suponen una revolución en arte que acaba en la suspensión de la metafísica, a la que se puede llamar posmodernidad, o como se quiera, pero que supone la desaparición de aquella. Podemos pensar que este es el arte más natural: la imitación, incluso la mejora de esa realidad a partir de un modelo. No es así. Simplemente es el arte metafísico: el que se desarrolla entre pares de oposiciones (binarias) como la apariencia y la realidad, pero no solo. También la materia y la forma y el entendimiento frente a la sensibilidad. Porque el arte es pura sensibilidad-como diría Kant- sin aparato de intelectualidad, incluso sin interés.
Rancière llama a esta etapa arte representativo y lo caracteriza como la imposición de una forma a una materia. Mediante el establecimiento de unas convenciones expresivas que determinan, cómo una destreza, dándole forma a la materia bruta, coincide con la capacidad del artista para dar a las obras las formas expresivas convenientes (Rancière 2011. 39). No traeremos aquí todas las figuraciones que del arte representativo se han hecho -que son innumerables- pero sí insistiremos en lo que lo caracteriza como metafísico. El método metafísico de la cognitividad es el sistema de la abstracción-universalización-ley. Todas las interpretaciones han pasado por este esquema. Todos los autores han tratado de que el arte encajara en él. Todos y todas han tratado de que el arte fuera necesario, universal, una abstracción del proceso humano. Nunca nadie lo consiguió. Porque era imposible. El problema no estaba en el arte sino en el sistema metafísico.
Veremos en otro capítulo como el arte extrametafísico (posmoderno) puede darnos otras claves. Pero no me resisto a comentar el intento titánico de Kant de universalizar el arte. Tras expulsarlo de la inteligibilidad y condenarlo a la sensibilidad, Tras negarle la teleología (la intencionalidad) y tras caracterizarlo como displicencia (desinterés), cuando parecía que todo estaba perdido, en una pirueta digna de un mago le concede la universalidad a través del gusto. El argumento es confuso pero es sintomático de cómo el ate no entraba en el esquema metafísico. La crítica de la facultad de juzgar es uno de los grandes libros de Kant y está dedicado al arte y a la teleología. Su apreciación de que la cosa en sí no puede ser alcanzada, es un punto y aparte en la filosofía. Sin embargo trata de salvar al arte de la localidad “inventando” un argumento que lo universalice. No se puede reconocer al arte desde la metafísica que lo convierte en pura mimesis, copia de la realidad, imitación.
Metafísica y arte son incompatibles porque la transcendencia que pretende la metafísica es la transcendencia de la prevalencia de uno de los dos pares de la oposición, lo que la convierte en un corsé demasiado rígido. El mundo no se desenvuelve en pares de oposiciones por más que a nuestro cerebro le convenga. No podemos confundir la facilidad para entender el mundo con el mundo tal como es (en sí, o sea inalcanzable). Nadie podía alcanzar una teoría del arte, una estética (como rama de la filosofía) mientras estuviéramos inmersos en la metafísica. Y a eso nos dirigimos. A ver como puede entenderse esa estética desde fuera, desde la posmodernidad, desde el paradigma que empezó en los años setenta del siglo pasado… llámese como se le llame.
El desgarrado. Febrero 2020.