» 18-09-2022

Igualdad 1. Un viaje en avión: ¡Igualdad o muerte!

Tomo el vuelo de Ibiza a Barcelona. Como cualquier vuelo de low cost va hasta los topes. A parte de los retrasos “ajenos a la voluntad de la empresa y de la tripulación” el vuelo transcurre dentro de lo normal, es decir, con las incomodides derivadas de unos espacios tan exiguos para los pasajeros que solo pueden ser tildados de tortura. La reglamentación es estricta: equipaje tasado, asientos jerarquizados por precios, embarque normalizado, mascarilla obligatoria, etc. Cuando nos aproximamos al aeropuerto de destino se nos dan las instrucciones habituales. Por culpa del Covid se ha añadido el desembarque paulatino por filas para lo que se pide a los pasajeros que permanezcan en sus asientos hasta que lo permita la tripulación. El anuncio se repite hasta cuatro veces dado que los pasajeros, haciendo caso omiso, se agolpan en el pasillo tratando de desembarcar los primeros. Tras un forcejeo dialéctico los pasajeros retoman sus asientos no sin antes haber tomado ventaja recogiendo su equipaje de los arcones superiores. Pero inmediatamente la anarquía se restablece e innumerables pasajeros tratan de obtener ventajas ajenas a sus asientos asignados.

 

Estamos ante la nueva desigualdad: cada cual procura obtener ventaja sobre los demás utilizando cualquier medio. Se puede entender que es consecuencia del ideario capitalista que promete a cada ciudadano la posibilidad de llegar a lo más alto (o de situarse el primero). La solidaridad social se desmorona y aparece una individualidad feroz que procura la ventaja a cualquier precio. La igualdad es una norma de convivencia social. Evidentemente la dominación ha existido siempre, pues siempre ha habido unas clases (los viejos, los nobles, los fuertes, los listos, etc.) que se han impuesto al resto de los normales. La democracia nació para evitar esos abusos pero pronto se convirtió en algo nominal que constitucionaliza la desigualdad. Pero estamos ante una nueva situación. No son unas clases determinadas las que ejercen la desigualdad sino que -cansados de una democracia inexistente- son los ciudadanos los que han entrado en la liza por las ventajas distintivas (Riessman, Veblen). No son ajenos a esta situación los políticos que han desencantado una y otra vez a los ciudadanos con sus corrupciones, corruptelas, abusos, mentiras y trapacerías.

 

Muchos pensadores (Rousseau, Hegel, Marx, el pensamiento feminista) pensaron que lejos de la analítica que descompone lo complejo en lo simple (y lo social en lo individual) se impone la sintética (la holística) que en vez de descomponer construye. Desde este punto de vista la solidaridad, el altruismo, la generosidad, la empatía serían virtudes sociales independientes de la individualidad primordial y originaria. No es el caso del capitalismo que apuesta por una individualidad a ultranza. Las virtudes sociales son de gran interés para los dominadores (los que apuestan por la desigualdad) puesto que la paz social más simple se construye con dominadores individuales y dominados sociales. Convencer a los ciudadanos de que la ética o la moral están en la naturaleza de los seres humanos es dejar el terreno libre para que los dirigentes (sociales, políticos, religiosos) puedan dominar a su antojo. Aún así, determinadas escuelas filosóficas (y religiosas) defendieron las virtudes sociales tratando de coartar el individualismo desigual. El cristianismo sería un claro ejemplo, pero también la ilustración, la democracia, el feminismo, etc. Pero el capitalismo (y el fin de la historia que protagoniza con la caída del comunismo) ha empujado con fuerza hacía una desigualdad cada vez más intensa. Y como consecuencia, el impulso desigualitario ha alcanzado a los ciudadanos y a un movimiento anárquico de ¡sálvese quien pueda!

 

Las peores profecías (distopías) anárquicas son ahora posibles y, da la impresión, de que el orden social no podrá sustentarse sobre una desigualdad generalizada y feroz. La guerra (económica, atómica y amoral) de Ukrania, las pandemias, el cambio climático, la globalización en fin, que aúna en un solo nicho ecológico lo que antaño fue diversidad, la corrupción política, la cultura del pelotazo (individualista donde las haya), el egoísmo individualista acérrimo han convertido nuestra sociedad en una guerra de todos contra todos en la que las adhesiones incondicionales son la única posibilidad de formar grupos (bandas, crimen organizado, sectas…) antaño sociales. Cuando el deshielo inunde las ciudades costeras, el 70% de la población mundial desaparecerá puesto que el otro 30% no permitirá que se produzca un flujo hacia los territorios (ahora) vaciados. La próxima guerra mundial será por la supervivencia. Un poco de desigualdad es mucho y en un proceso de retroalimentación positiva (amplificador) las pequeñas desigualdades se convertirán en sucesos irreversibles. El mundo (el de los seres humanos. La tierra no desaparecerá, porque un grupo sea insensato) se acaba Y los seres humanos henchidos de desigualdad y soberbia no harán nada por evitarlo incapaces de renunciar a sus ventajas relativas. Amén.

 

Tenemos que acabar con la desigualdad (Steglitz) porque en ello nos va la supervivencia de la especie. No queda mucho para que alcancemos el punto de no retorno (50 años, quizás menos). El cortoplacismo político incentiva la filosofía de “detrás de mi, el diluvio” En un insensato “dilema del prisionero” todos queremos mantener ventajas aún a costa de condenar a nuestros compañeros o a nuestra especie. Esa especie humana que será la primera que desaparecerá por sus propios medios, sin ayuda externa. ¡Fue bonito mientras duró!

 

El desgarrado. Septiembre 2022.




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