» 21-02-2021

La democracia 7. La nueva revolución (urbana).

La democracia no es unitaria, no hay una única manera de concebirla, de aplicarla o de lucirla. Dice Rancière que se suele clasificar en tres aspectos: 1) un conjunto de instituciones, 2) una forma de gobierno, 3) una forma de vida. Cuando alguien dice que el vicepresidente del gobierno no puede hacer oposición desde las instituciones está aceptando la primera acepción. Piensa que la democracia son sus instituciones: el poder legislativo, ejecutivo y judicial significado en sus institutos: el Parlamento, la Moncloa o los ministerios y los juzgados. La democracia no es entonces un significado sino un significante. Por supuesto esos significantes, esas instituciones son susceptibles de adoptar cualquier significado porque son significantes vacíos. Los que piensan que es una forma de gobierno están comparando la democracia con la aristocracia, la oligocracia, la monarquía o el totalitarismo, fascista o comunista. Es un régimen de gobierno que los liberales quieren hacer suyo cuando no lo es.  La tercera interpretación se centra en los social, en una forma convivencia, de construir lo común. Para estos la política es vida frente a los que piensan que es un constructo institucional o una forma de dominación.

 

Pero Rancière entiende que la democracia no es hermenéutica, no es cómo la interpretes. La democracia, como la política, es una forma de acción de cambiar la vida. Y por tanto una forma de lucha, un litigio, incluso un error. Platon clasificó los títulos que daban acceso al poder: nacimiento, riqueza, fuerza, saber, quizás tradición o virtud. Esos son los títulos legítimos de dominación. Pero Platon añade un último título que nada tiene que ver con los anteriores: la democracia, el recurso al pueblo (los desheredados del poder por antonomasia). Él mismo se pregunta por qué lo hace Platon y desechando que lo haga por condescendencia concluye que hay dos razones para incluirlo: porque está ahí, no es un invento sino una realidad, y porque abre el futuro a otra forma de entender la política. Pero no es una forma real sino una forma retórica. El pueblo, el demos, el “barrio” de Clístenes, no es una realidad, es un recurso discursivo. Es un arma dialéctica para orador las posiciones tradicionales, legítimas de poder. Todas esas formas se habían aliado con dios lo que las hacía inexpugnables. Se necesitaba un legitimación poderosa y esa fue el pueblo. ¿Si se gobierna al pueblo, qué mejor que el pueblo para legitimar el dominio? Pero era un farol, un bluff, postureo. Nunca pensaron en que el pueblo tomaran las riendas. Todos sabían lo que el pueblo significaba: zafiedad, incultura, ineducación. Se referían a un pueblo virtual, dignificado en la abstracción, simbolizado. Pero el pueblo no lo entendió así, e hizo suya la aspiración de poder.

 

A partir de ahí se produce una lucha (otra lucha si consideramos que la democracia ya era lucha) entre los que querían la democracia con un pueblo simbólico y los que entendieron que era una propuesta realizable. Esa lucha llega hasta ahora mismo. La democracia se escinde en dos: la democracia teórica, inaplicable, utópica y la democracia pragmática de los representantes, de los compromisarios del pueblo, la democracia del pueblo pero sin el pueblo. La Constitución afirma con rotundidad la soberanía del pueblo pero eso no quiere decir que el pueblo pueda aceder a los mecanismos de la democracia. La democracia directa (al margen de la representación política partidista) no existe en absoluto (excepto en el autogobierno de la universidad y cierto autogobierno gremial), pero tan sometido a la oligocracia de los partidos que bien podemos decir que no existe en absoluto. Es sangrante que la soberanía resida en el pueblo y que se le niegue ni la más mínima posibildad de realizarla. Nuestra democracia “plena” se reduce a la rendija electoral, y ésta, profundamente mediatizada por las leyes electorales hasta reducir el voto a lo que exigen los partidos. Lo he explicado muchas veces y no lo explicaré más.

 

Siguiendo con Rancière diré que el conflicto, el disenso, la oposición de sentires se envuelve en lo que él llama el consenso: la apariencia de normalidad, la pretensión de que las cosas no se contradigan. Eso no es política y Rancière le llama policía. Policía no es el orden público, es el orden político, social, intelectual. Es el aceite sobre el agua que esconde la zozobra del agua bajo un manto de serenidad, es la clasificación de las cosas que armonizan, que no se contradicen, que dan la sensación de una falsa normalidad. Asimismo la política no es la lucha por el poder o el ejercicio del poder o la legitimación del poder. La política es el litigio, el conflicto, el error. La política es la asamblea. Si te quitan la Asamblea, te quitan la política.  Y hace tiempo que nos la han quitado. Durante siglos la justificación de la democracia representativa (otros hablan por ti) se centró en los problemas de comunicaciones o como decía Platon, de la falta de tiempo para dedicarlo a la cosa pública. Eso ya no ocurre. Internet ha convertida en obsoletas las comunicaciones y la robótica nos está dando más tiempo del que podremos gastar nunca. Ahora deberán aflorar las verdaderas explicaciones: “¡Era una broma, los de la soberanía popular era una broma!”

 

La indignación (por la manipulación a la que se nos somete) pasa a las calles. Cualquier excusa es buena, incluso que un rapero sea encarcelado, porque el recorte de los derechos individuales cada vez es más intenso. La furia  contenida cada vez es más evidente. Entre los políticos y el pueblo existía un contrato social tácito que decía que ellos podían robar moderadamente si los ciudadanos mejorábamos nuestro nivel de vida. Se ha roto. Están desmontando el estado del bienestar, la desigualdad es galopante y la robótica amenaza con acabar con todos los empleos industriales. La política cada vez es más inoperante. El contubernio entre políticos y empresario de Thatcher-Reagan se ha convertido en una mafia, en una asociación para el mal. El 25% de pobres y el 50% de jóvenes sin trabajo son normales, mientras los ricos siguen creciendo. Las crisis son momentos para regular el mercado laboral a la baja y la recuperación no es el momento para recuperar también los recortes. El sistema es perfecto pero hay quien se ha dado cuenta. Y por eso están en las calles incendiando y apedreando.

 

Mientras los periodistas defienden los intereses de los propietarios (“¡todo eso lo pagamos todos!”. “¡Son vándalos!”. “¡Antisistemas!”). Mientras entienden que existe un consenso y una democracia plena, miles de ciudadanos están desesperados y se lanzan a la calle y, sí, disfrutan con el mal ajeno, cuando pertenece a aquellos que le están jodiendo. ¡Tampoco es tan difícil de entender! Las revoluciones al estilo de los anteriores siglos ya no volverán. Nuestras revoluciones son esas que veis en la TV: las algaradas callejeras, los incendios de contenedores, los destrozos y los saqueos. Y no me digáis que, alguna vez, no habéis estado tentados de destrozar a una de esas compañías que os ha puteado aprovechándose de su posición de poder (fáctico). Pues bien, llegados a determinado grado de despotismo, algunos ciudadanos han decidido actuar. Os aseguro que si tuvieran empleo, vivienda, tranquilidad y confianza no estarían donde están. Hay antisistemas (siempre los hay) pero mayoritariamente, lo que estamos viendo es la indignación, el cabreo, la desesperación de los ciudadanos. Podéis maquillarlo tanto como queráis.

 

El desgarrado. Febrero 2021.




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