» 28-05-2024

Lecciones de política alternativa 103. Reflexiones tipográficas 395. Democracia. Genocidio palestino-Israelí 7.

Cuando Fukuyama anunció en su libro “El fin de la historia” el triunfo del liberalismo, tras la caída del muro de Berlin y la de la URSS subsiguiente, auguró un futuro de paz y de felicidad ultraliberal, ahora sí, sin competencia. Alguien no le oyó pues al poco se iniciaba un resurgir sangriento de los nacionalismo en Europa -con guerra incluida- y la aparición del integrismo islámico. Descartado que dicha aparición fuera un castigo por bocazas, resta el problema de obtener una explicación plausible. Rancière viene en nuestra ayuda con el libro “Odio a la democracia” 2012(2000) Amorrortu. Y la explicación es el título del libro. Pero para llegar a 1989 debemos construir el relato del odio a la democracia y sus nefastas consecuencias. Os remito a “reflexiones tipográficas: guerra israel.palestina” y “Lecciones de política alternativa 102: los treinta ingloriosos. Rancière” Para tener una panorámica de la guerra y de la política de Rancière.

 

El polvorín en Israel dura desde 1946 y aunque el índice de democracias de “The Economist” señala, en 2022, a Israel con un índice de 5.88: una democracia deficiente (4-6 en una clasificación de 0-10), en el puesto 29 mundial, se hace raro que esté en la media mundial cuando es un estado teocrático sin separación iglesia-estado, con textos fundacionales religiosos, famoso por intervenir las elecciones USAnas con millones de dólares, desobediente recurrente de todas las directivas de la ONU (menos la fundacional de su estado), colonizador por la fuerza de territorios palestinos, autor de una política de disgregación y amurallamiento de la población palestina, poseedor de la bomba atómica, y recientemente genocida de ese mismo pueblo. Bien podemos asimilarlo a este odio a la democracia, en su caso significado por la defensa a ultranza de la filiación sanguínea en oposición a la igualdad democrática y el respeto a los derechos individuales.

 

Los orígenes

 

La democracia nace odiada por las oligarquías puesto que cuestiona su derecho a dominar. Platon hace 25 siglos establece los títulos que habilitan para gobernar: padres a hijos, mayores a jóvenes, nobles a villanos, y amos a esclavos son los cuatro título de nacimiento (filiación). Ricos a pobres, fuertes a débiles y sabios a ignorantes son los tres títulos de naturaleza y por último el título de democracia, el de la igualdad, el antitítulo, el de los que no tienen título.  Nunca existió el gobierno del pueblo y siempre la oligarquía ¿por qué entonces lo nombra Platón, y lo practica (a su manera) la Grecia antigua? En primer lugar existe una igualdad arquetípica que une a los seres humanos y que consiste en que nadie sea más que nadie, hasta el punto de que, el que destaca debe pagar por ello sea voluntariamente Potllak o forzado por sus adláteres. El sentido de la justicia (la igualdad) es innato en los niños. El cerebro social -ya presente en alto grado en los primates- se desarrolla exponencialmente en los humanos hasta hacerse imprescindible, constitutivo. El cerebro individual egoísta, supervivencial se opone al social cooperativo, altruista, solidario, generoso y su armonización se resuelve en la igualdad. La igualdad es un recurso evolutivo. 

 

En segundo lugar el pueblo no se postula para el poder, no aspira a gobernar. No se puede confundir el gobierno del pueblo con la premisa de la igualdad. La aspiración del pueblo no es a dominar, sino a no ser dominado. Y de esta no-postulación nace su fiabilidad. Los que se postulan para gobernar (“sus señorías”) no buscan el bien común social sino el bien propio individual, transgreden la igualdad arquetípica. La simple aspiración al poder, es sospechosa. El recelo hacia el desigual, el dominador ya existe cuando Platón prescribe su fórmula. En tercer lugar es la contienda por el poder la que desarrolla -entre los aspirantes- el argumento de la legitimidad del título de los sin título, del pueblo soberano, como modo de impugnar los títulos de los contendientes, como estrategia de alcanzar el poder. Es la primera gran falsa promesa del poder, pues ni quiere cumplirla, ni cree en ella. Por último, y por otras razones (la repugnancia a la dominación, el altruismo humanista) los intelectuales se alinean con la tesis de la soberanía popular, pero como título ficticio, sin trascendencia real: un modo de desautorizar a los defensores de sus títulos de filiación sanguínea y de naturaleza. Nadie cree en el título del pueblo (es un título retórico) pero todos lo apoyan, a sabiendas de que es un título in-operante pero estratégicamente conveniente. 

 

Democracia

 

La democracia no es una forma de sociedad, ni una forma de Estado, ni una forma de gobierno, ni un título para gobernar. Es el fundamento igualitario necesario (pero olvidado) del estado oligárquico. Es una dinámica, una pugna inacabable entre los que aspiran a la igualdad y los que se inclinan por la dominación. Pero no solo se produce entre el bloque del pueblo y el de los titulados para el poder. También hay luchas intestinas: entre todos los que quieren el poder -por un lado- y entre los que  no lo quieren -por el otro-. Un cierto pragmatismo hace que una facción del pueblo prefiera la servidumbre voluntaria (la aceptación de la diferencia) que el desorden generalizado y se opondrá a los que quieren la igualdad. La dinámica genera un proceso infinito que hace a la democracia siempre cambiante. Para Rancière la política (tomada como equivalente de democracia) es ese cambio perpetuo, esas arenas movedizas opuesto a la jerarquía rígida, al reparto de papeles establecido, que pone a cada uno en su lugar, al que llama policía. La democracia no es la estabilidad sino el equilibrio dinámico.

 

Por lo general lo que se toma como criterio de democracia es la representación, política,  que es la resultante de fuerzas contrarias. Así la democracia se reduciría a una serie de reglas que cumple el criterio representativo: 1) mandatos electorales cortos, no acumulables y no renovables, 2)  monopolio de los representantes de la elaboración de las leyes, 3) prohibición a los funcionarios de ser representantes, 4) reducción al mínimo de las campañas y gastos electorales, 5) control de las injerencias de los poderes económicos en el proceso electoral. En resumen los medios para asegurar el equilibrio de poderes y diferenciar la representación de la voluntad general de la de los intereses particulares y de los ávidos de poder. Pero la realidad es otra: es un funcionamiento estatal y gubernamental exactamente contrario: 1) elegidos que se eternizan en el poder y acumulan funciones y  cargos, 2) gobiernos (ejecutivos) que legislan mediante decretos-ley, 3) funcionarios formados en escuelas de administración, 4) alternancia (puertas giratorias) entre la esfera pública y la privada. 5) financiación fraudulenta de los partidos, 6) puestos obtenidos a fuerza de dólares, 7) privatización de medios públicos (sanidad, educación, mass media…) para beneficio privado. 

 

El resultado es que no vivimos en democracia: vivimos en Estados de derecho oligárquicos, es decir, Estados donde el poder de la oligarquía está limitada por la soberanía popular y el reconocimiento de las libertades individuales. Conocemos las ventajas y los límites de esta situación: 1) las elecciones son libres, 2) la administración no es corrupta, 3) se respetan las libertades individuales gracias a las luchas sociales que los arrancaron de la oligarquía, 4) hay libertad de prensa, 5) Hay derechos de asociación, reunión y manifestación que regulan la convivencia democrática. Hay dos formas de verlo: El Estado oligárquico de derecho realiza el equilibrio de contrarios, o dicho de otra manera la oligarquía concede a la democracia suficientes espacio para existir. O bien la oligarquía reorienta la aspiración democrática hacia los placeres privados tornándola insensible al bien común. Se forma así una cultura del consenso qué 1) repudia los conflictos antiguos, 2) objetiva los problemas, 3) impone el recurso a los eruditos, y representantes sociales, para solucionar los problemas. Pero esta situación de consenso tiene su reverso: la multitud, eximida de la preocupación de gobernar, se abandona a sus pasiones privadas y egoístas. O bien se desinteresan del bien público y se abstienen en las elecciones, o bien las encaran desde el punto de vista de sus intereses/caprichos de consumidores, o bien eligen a los candidatos como quien elige artículos de consumo. Esto hace prevalecer los candidatos de protesta sobre los candidatos de gobierno. Pero este argumento del individualismo democrático no se sostiene. No es verdad que asistamos a un avance irrefrenable de la abstención, y la pasión democrática por los candidatos de protesta indica una pasión democrática. Todo ello hace que sé cuestione el equilibrio en el conflicto. 

 

Dificultades  y fracasos de la democracia y la oligarquía.

 

De acuerdo con la visión consensual, inherente a la lógica del sistema oligárquico, no hay más que una sola realidad sin alternativa de interpretación: la economía, o dicho de otra manera, lo ilimitado del poder de la riqueza, con la dificultad que esta ilimitación causa al principio de gobierno (la democracia es limitación del poder). Pero esa dificultad se puede soslayar si planteamos el movimiento de la riqueza como realidad inevitable, a la que los estados deben reaccionar permitiéndola pero sometiéndolo a los intereses de la población. Este equilibrio entre el límite y lo ilimitado es lo que llaman modernización, pero también el matrimonio del principio de la riqueza y del principio de la ciencia que fundan la legitimidad oligárquica nueva: el Estado erudito. La autoridad de nuestros gobiernos se ve encerrada entonces entre dos sistemas de razones opuestos: La elección popular legitimadora y la decisión de los expertos optimizadora. Esta situación reclama todo el poder para la alianza oligárquica entre la riqueza y la ciencia y acaba con la división del pueblo (formación de un pueblo suplementario respecto del que está inscrito en la Constitución, representado por los parlamentarios o encarnado en el Estado). 

 

“Pero expulsado de los principios, la división vuelve por todos lados. Lo hace en el avance de los partidos de extrema derecha, de los movimientos identitarios y de los integrismos religiosos, que en contra del consenso oligárquico, apelan al viejo principio del nacimiento y la afiliación, a una comunidad arraigada en el suelo, la sangre y la religión de los antepasados. Lo hace también en las múltiples luchas que rechazan la exigencia económica mundial reivindicada por el orden consensual para cuestionar los sistemas de salud y de jubilaciones o el derecho laboral. Lo hace por último, en el propio funcionamiento del sistema electoral, cuando las soluciones únicas que se imponen tanto a gobernantes como gobernados son sometidas a la decisión imprevisible de estos últimos” (Ranciére 2006, 113). Ocurrió en el reciente referéndum europeo en el que el pueblo entendió, no qué que debiera refrendar sino que debía opinar y frustró la reforma. La explicación de los expertos fue la ignorancia del pueblo atrasado, pero lo que en realidad revela es el populismo, entendido como todas las formas de cesesión respecto del consenso dominante. 

 

El populismo oculta la contradicción entre legitimidad popular y legitimidad erudita, oculta y revela a la vez la gran aspiración de la oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin política. Pero la ignorancia que se achaca al pueblo no es sino falta de fe en una ley providencial que conducirá a la humanidad a un futuro mejor. De echo la fe ha cambiado de bando y parece hoy patrimonio de los gobernantes y de sus expertos. ” Al declararse simples gerenciadores de las repercusiones locales producidas por la necesidad histórica mundial nuestros gobiernos se ocupan de expulsar el suplemento democrático, alimentar instituciones supra estatales que no son a su vez Estados, que no son relevantes para ningún pueblo, realizan el fin permanente de su práctica misma: despolitizar los asuntos políticos, llevarlos a lugares que sean no-lugares, que no dejen espacio a la invención democrática de lugares polémicos”” (Ranciére 2006, 116). “De hecho, la necesidad histórica ineludible es la conjunción de dos necesidades propias: una, el crecimiento ilimitado de la riqueza, Y la otra, el crecimiento del poder oligárquico” (Ranciére 2006, 116).

 

La guerra declarada al " estado benefactor "se le presenta como el fin de una situación de asistencia y como el retorno a la responsabilidad de los individuos y a las iniciativas de la sociedad civil. Se finge adoptar instituciones de previsiones y solidaridad nacidas de las luchas obreras y democráticas y administrados por representantes de sus afiliados y se ataca también instituciones de solidaridad no estatales que eran también los lugares de formación y ejercicio de aptitudes y capacidades indispensables para ocuparse lo común. La liquidación del Estado de bienestar no es la retirada del Estado, es la distribución de instituciones y funcionamientos que se interponían entre la lógica capitalista del seguro y la gestión estatal directa.

 

Todo ello muestra que la oligarquía y la democracia no están libres de dificultades y fracasos a los que hay que añadir la campaña que oponía el interés común al egoísmo retrógrado de corporaciones privilegiadas o la letanía republicana sobre la distinción entre lo político y lo  social, o las dificultad del combate democrático: decir que un movimiento político es un conflicto particular de intereses es decir también que vive en la amenaza de instalarse en él defendiendo simplemente los intereses de grupos particulares. Lo que se agrava cuando es la oligarquía quien tiene la iniciativa del enfrentamiento. Quienes luchan por defender un servicio público, serán siempre acusados, de librar un combate cerrado sobre el espacio nacional y fortalecedor de ese Estado -cuyo clausura declara preservar- y quiénes afirman que ahora el movimiento democrático desborda este marco, terminan militando por el establecimiento de instituciones interestatales en las que se asegura la alianza de las oligarquías estatales con las oligarquías financieras.

 

La reacción de los intelectuales: el furor antidemocrático

 

Estas complicaciones de la oligarquía y estas dificultades de la democracia permiten comprender las manifestaciones intelectuales del furor antidemocrático y más si 1) existe un cuerpo de intelectuales necesario para la interpretación de la realidad y la formación de la opinión dominante, pero sin influir sobre las decisiones de los gobernantes, como ocurre en Francia. De todos es conocida la interpretación febril efectuada del M68. Estos intelectuales contribuyen con su posición a la formación del consenso intelectual dominante. ”En efecto, el movimiento económico mundial testimonio una necesidad histórica a la cual es preciso adaptarse y que solo pueden negar los representantes de intereses arcaicos o de ideologías caducas” (Ranciére 2006, 123). Creen en el progreso tanto si conduce a la revolución socialista cómo el triunfo mundial del mercado. Y este progreso es progresista y solo los retrógrados se oponen a él. Y así se establece la denuncia de “privilegios” arcaicos (como las pensiones o el empleo indefinido). 

 

2) Otros intelectuales consideran la fe progresista demasiado ingenua y el consenso demasiado benévolo. También ellos bebieron en las fuentes marxistas, pero tomaron el camino de la crítica que revela la verdad de la estructura bajo la superficie de la ideología. Su entusiasmo se trocó resentimiento, lo que no acabó con su afán de denuncia, que gira siempre sobre los mismos temas: la mercancía, la ilimitación del capitalismo. La explicación del comportamiento de los proletarios por sometimiento a un sistema global y mendaz de dominación se invierte y ya no son las víctimas sino los responsables. Porque imponen la tiranía democrática del consumo, lo que empuja a la evolución del capitalismo. Una vez hallado un culpable (los que denuncian) no hace falta quejarse ni de las oligarquías financieras ni de las estatales. Se repite el gran argumento del M68: aquella revolución fue el movimiento de una juventud ávida de liberación sexual y de nuevas formas de vida que no sabían lo que querían ni lo que hacían y produjeron lo contrario de lo que declaraban: la renovación del capitalismo y la destrucción de todas aquellas estructuras familiares, escolares y otras, que se oponían al reino ilimitado del mercado. 

 

El hombre democrático y el holocausto

 

Queda así dibujado “el retrato robot del hombre democrático: joven consumidor imbécil, de pop corn, de realidad, de safe sex, de seguridad social, derecho a la diferencia y de ilusiones anticapitalistas o altermundialistas” (Ranciére 2006, 127). El culpable absoluto del mal irremediable. El gran culpable no solo del imperio del mercado sino de la ruina de la civilización y de la humanidad. “Se instala entonces el reino de los imprecadores que amalgaman las nuevas formas publicitarias de las mercancías con las manifestaciones de quienes se oponen a sus leyes, la tibieza del respeto de la diferencia con las nuevas formas de odio racial, el fanatismo religioso con la pérdida de lo sagrado. Cualquier cosa y su contrario” (Ranciére 2006, 127). Se recuperan los viejos mantras edificantes para dibujar a este individuo maléfico: el hombre no puede prescindir de dios, libertad no es licencia, la paz ablanda la personalidad, el propósito de justicia conduce al terror. 

Pero esto no basta para algunos imprecadores que necesitan verdaderos crímenes, o más bien sólo el crimen absoluto, una verdadera ruptura del curso de la historia: el exterminio de los judíos por los nazis. Los imprecadores quieren conectar directamente los cuatro términos siguientes: nazismo, democracia, modernidad y genocidio. El holocausto fue necesario para que la democracia reinara en Europa. Pero hacer del nazismo la realización directa de la democracia es una demostración delicada. Para que el razonamiento funcione hace falta suprimir el nazismo (que de otro modo sería el artífice de la democracia europea). Al final del proceso, éste pasa a ser la mano invisible que trabaja para el triunfo de la humanidad democrática, pues al liberarla de su enemigo íntimo: el pueblo fiel a la ley de la filiación, pasa a permitirle realizar sus sueños: la procreación artificial al servicio de una humanidad desexualizada. Recordemos que la democracia debe desligarse de la filiación de la sangre y natural (los títulos oligárquicos del poder) para triunfar y que los judíos están irremisiblemente unidos a esa filiación y que sólo podrá erradicarse la filiación sanguínea si desaparece la generación sexual.

 

Odio a la democracia

 

Y así queda establecido el odio a la democracia como una forma más de la confusión que afecta a este término. Hay que luchar contra la democracia, porque la democracia es el totalitarismo. Pero la confusión no está solo en el uso ilegítimo de la palabra, puesto que si las palabras sirven para enredar las cosas, es porque la batalla sobre ellas es indisociable de la batalla sobre las cosas. Pero la palabra democracia fue inventada como término de distinción (de insulto), a fin de afirmar que el poder de una asamblea de hombres iguales no podía ser otra cosa que la confusión de una turba informe y estrepitosa, que ese poder era el equivalente en el orden social de lo que es el caos en el orden de la naturaleza. Entender lo que significa democracia es entender la batalla que se libra en esta palabra. Si los intelectuales se indignan hoy por los estragos de la igualdad están haciendo lo que se hacía en el siglo XIX. Es el doblete de la democracia como forma de gobierno rígido y como forma de sociedad permisiva, el modo originario en el que se racionalizó con Platón el odio a la democracia. La palabra nació para conjurar una anarquía o una distinción: la del gobernante y el gobernado, que se evidencia cuando el poder natural de los mejores (o mejor nacidos) es despojado de su prestigio. La democracia es la ausencia de todo título para gobernar, condición paradójica de la política en qué se confronta la legitimidad con la ausencia de legitimidad y la contingencia igualitaria con la contingencia desigualitaria.

 

Por eso la democracia no puede cesar de generar odio y por eso también este odio se presenta siempre disfrazado de mofa. El odio tiene un objeto más serio. Apunta a la intolerable condición igualitaria de la desigualdad. El gobierno de cualquiera está condenado al odio interminable de todos aquellos que tienen que presentar títulos para gobernar a los hombres: nacimiento, riqueza o ciencia. Es abrir otro campo de batalla, es ver surgir los poderes del nacimiento y de la filiación bajo una figura nueva y radicalizada: El poder de los pueblos de Dios que se manifiesta en el terror ejercido por el islamismo radical, pero que otros identifican con la ley del pueblo informado de la palabra de dios por Moisés. “Destrucción de la democracia en nombre del Corán, expansión guerrera de la democracia identificada con la puesta en práctica del Decálogo, odio a la democracia equiparada al asesinato del pastor divino. Todas estas figuras contemporáneas tienen al menos un mérito: a través del odio que manifiestan contra la democracia o en su nombre, y a través de las amalgamas a las que someten la noción de ella, nos obligan a reencontrar la potencia singular que le es propia.

 

La democracia no es ni esa forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esa forma de sociedad regida por el poder de la mercancía. Es la acción que sin cesar arranca a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública, y a la riqueza, la omnipotencia sobre las vidas. Es la potencia que debe batirse, hoy más que nunca, contra la confusión de estos poderes en una sola misma ley de dominación.

 

El desgarrado. Mayo 2024




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