» 03-06-2024 |
Llamamos democracia a la sociedades en qué vivimos que se diferencian de las sociedades gobernadas por Estados sin ley o por la ley religiosa. ¿cómo explicarnos que en el seno de estas democracias una intelectualidad, cuya situación no es evidentemente desesperada, que no aspira a vivir bajo otras leyes, acuse día tras día, a un mal llamado democracia, de todas las desgracias humanas?
4.1. Oligarquías y democracias.
¿Qué es vivir en una democracia? No es una forma de estado. Por un lado es el fundamento igualitario necesario y olvidado del Estado oligárquico. Por otro lado, es la actividad pública que contraria la tendencia de todo Estado a acaparar la esfera común y a despolitizarla. No se puede conseguir un régimen que en algún sentido no sea una oligarquía. Las formas constitucionales y las prácticas de los gobiernos oligárquicos pueden ser llamadas, más o menos democráticas, si otorgan a la democracia más o menos espacio, y el criterio es la representación. Pero este sistema es dinámico: inestable y contradictorio. Tiende a la democracia en la medida en que se acerca al “poder de cualquiera” sin distinciones. Las reglas que definen el mínimo por el cual un sistema representativo puede declararse democrático son: 1) mandatos electorales cortos, no acumulables, no renovables; 2) monopolio de los representantes del pueblo en la elaboración de las leyes; 3) prohibición a los funcionarios del Estado de ser representantes del pueblo; 4) reducción al mínimo de las campañas y de los gastos de estas; y 5) control de la injerencia de potencias económicas en los procesos electorales. Estas reglas -nada raras- han servido para asegurar el equilibrio de poderes, diferenciar entre representación de la voluntad general así como de la representación de los intereses particulares, y evitar el gobierno de los que aman malignamente el poder.
Pero la realidad es muy otra y nuestros democracias funcionan de modo exactamente inverso: 1) los elegidos se eternizan en sus puestos o los alternan entre distintos ámbitos, 2) los gobiernos hacen las leyes ellos mismos; 3) los representantes del pueblo surgen masivamente de las escuelas de administración; 4) practican las puertas giratorias; 5) se financian ilegalmente; 6) mediatiza la elección mediante grandes sumas de dinero; 7) acaparan la cosa pública mediante imperios mediáticos. En síntesis: el acaparamiento de la cosa pública a través de la alianza entre la oligarquía estatal y la oligarquía económica. Pero si todas estas rarezas se producen, es por el insaciable apetito de poder de los oligarcas. La realidad es que no vivimos en democracias. Tampoco en campos de concentración como denuncia los agoreros. Vivimos en Estados de derecho oligárquicos, es decir, en estados donde el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y de las libertades individuales. Y conocemos sus límites: 1) las elecciones son libres, aunque permiten que reincida el mismo personal bajo etiquetas distintas, 2) la administración no es corrupta, salvo ocasiones, 3) se respetan las libertades de los individuos, salvo excepciones (fronteras, seguridad), 4) hay libertad de prensa, aunque no es fácil ejercerla, 5) se facilita la independencia de la vida democrática mediante los derechos de asociación, reunión y manifestación, aunque no fueron concedidas por los oligarcas sino ganadas y conservadas en la lucha.
4.2. Diagnóstico. Análisis de las dificultades y fracasos.
Desde el punto de vista optimista el Estado oligárquico de derecho realiza ese equilibrio de contrarios aproximándose al buen gobierno (Aristóteles). La democracia sería una puesta en escena a la que la oligocracia concede suficiente espacio. Desde el punto de vista escéptico se ve del revés. El gobierno de la oligarquía desvía e insensibiliza la causa pública hacia los placeres privados. Por un lado tenemos una Constitución que permite un buen gobierno (mayoritario, estable, operativo…). Por otra parte prima el gobierno experto sobre las pasiones de la multitud. Se forja de esta manera una cultura del consenso caracterizada por: repudiar los conflictos antiguos, desactivar los problemas a qué se enfrenta, recurrir a los expertos para solucionarlos, y la intervención de los representantes de los intereses sociales. Pero presenta un reverso: la multitud, eximida de la preocupación de gobernar se abandona a sus pasiones privadas y egoístas. Se desinteresa del bien público y se abstiene en las elecciones o vota de forma caprichosa o interesada. Defiende sus intereses privados mediante huelgas y manifestaciones, o eligen candidatos como si fueran bienes de consumo.
4.2.1 La contradicción entre soberanía popular y representación.
Son argumentos fácilmente refutables: no es verdad que asistamos a un avance irrefrenable de la abstención. Por el contrario la amplia movilización de electores, ante la escasa identidad de los elegidos, indica una admirable constancia cívica. Y los sesgos electorales no son caprichos sino deseo de una mejor democracia. Pero un argumento más fuerte es que: es el propio sistema el que tiende a paralizar la máquina oligárquica. Lo que causa esta parálisis es la contradicción entre dos principios de legitimidad: la soberanía popular (una manera de incluir el exceso democrático, de transformar en Arché el principio anárquico de la singularidad política, es decir, el gobierno de los que no tienen título para gobernar), y el sistema de la representación. Por el primero la ficción del pueblo soberano sirvió para aglutinar la lógica del gobierno (la teoría) y las prácticas políticas (la praxis), “que son siempre prácticas de división del pueblo, de formación de un pueblo suplementario respecto del que está inscrito en la Constitución, representado por los parlamentarios o encarnado en el Estado”. En el caso de la representación -su mentira- ha sido alimentada y sostenida por partidos obreros que la denunciaban; por una acción política extraparlamentaria y anti parlamentaria que convertía a la política en un ámbito de opciones contradictorias relacionadas no solo con opiniones sino también con mundos opuestos.
4.2.2. Economía: lo ilimitado del poder de la riqueza.
Hoy en día este equilibrio en el conflicto está siendo cuestionado. La degeneración y caída del sistema soviético, el debilitamiento de las luchas sociales y de los movimientos emancipatorios, han permitido que se instalara la visión consensual inherente a la lógica del sistema oligárquico. Según ella no hay más que una realidad, sin posibilidad de interpretarla (exige respuestas adaptadas, siempre las mismas, más allá de nuestras aspiraciones). Esa realidad se llama economía, o en otros términos, lo ilimitado del poder de la riqueza. Si por una parte esta ilimitación difícilmente puede proporcionar un principio de gobierno, sí puede proporcionar al gobierno oligárquico la ciencia real hasta entonces vanamente soñada. Si la ilimitación de la riqueza es planteada -a los gobiernos interesados en la gestión realista del presente y en la previsión del porvenir- como realidad inevitable, entonces les corresponde levantar el freno que las cargas, existentes en el seno de los estados nacionales, oponen a su libre despliegue. Pero inversamente, corresponde a los gobiernos de esos estados limitarlo, someter la incontrolable y ubicua potencia de la riqueza a los intereses de dichas poblaciones. “Suprimir los límites nacionales a la expansión ilimitada del capital, someter la expansión ilimitada del capital a los límites de las naciones: en la conjunción de estas dos tareas se define la figura hallada por fin de la ciencia real. Siempre será imposible encontrar la medida correcta de la igualdad y la desigualdad y, en razón de esto, siempre es imposible evitar la suplementación democrática o sea la división del pueblo. Gobernantes y expertos juzgan posible, en cambio, calcular el buen equilibrio entre el límite y lo ilimitado. Es lo que llaman modernización”.
4.2.3. La legitimación erudita.
Esto no consiste en una simple labor de adaptación de los gobiernos a las duras realidades del mundo. Es también el matrimonio del principio de la riqueza y del principio de la ciencia que fundan la legitimidad oligarquía nueva. Nuestros gobernantes se proponen administrar los efectos locales que la necesidad mundial produce sobre sus poblaciones, lo que implica que las poblaciones involucradas constituyen una totalidad. El principio de la elección popular se torna por lo tanto problemático. Aunque a la lógica consensual no le importe el resultado de la elección popular, el peligro está en que queden sometidas a esta elección soluciones que dependen exclusivamente de la ciencia de los expertos. La autoridad de nuestro gobierno se ve encerrada entonces entre dos sistemas de razones opuestos: se legitima por un lado, en virtud de la elección popular; y se legitima por el otro en virtud de su capacidad para elegir las buenas soluciones de los problemas, buenas soluciones que no tienen que ser elegidas pues son cuestiones del saber experto.
“La alianza oligarquía de la riqueza y la ciencia reclama hoy todo el poder y excluye que el pueblo pueda dividirse todavía y ramificarse. Pero, expulsada de los principios, la división vuelve por todos lados: 1) Lo hace del avance de los partidos de extrema derecha, de los movimientos identitarios, de los integrismos religiosos que, en contra del consenso oligárquico, apelan al viejo principio del nacimiento y la filiación, a una comunidad arraigada en el suelo, la sangre y la religión de los antepasados. 2) Lo hace también en las múltiples luchas que rechazan la exigencia económica mundial reivindicada por el orden consensual para cuestionar los sistemas de salud y de jubilaciones o el derecho laboral. 3) Lo hace por último en el propio funcionamiento del sistema electoral, cuando las soluciones únicas que se imponen tanto a gobernantes como gobernados son sometidas a la decisión imprevisible de estos últimos, cómo fue el caso del último referéndum europeo, en el que se evidenció la discrepancia entre la adhesión (solicitada por los gobiernos) y la decisión (entendida por los votantes) y que finalmente prevaleció.
4.2.4 La ignorancia y el populismo.
La explicación dada a este fracaso tanto por los oligarcas como por los eruditos y sus ideólogos fue la ignorancia… que es la causante de que el progreso no progrese. Y el nombre de esta explicación es “populismo”. Se sitúan bajo este término todas las formas de secesión respecto del consenso dominante, respondan a las afirmaciones democráticas o a los fanatismos raciales o religiosos. Populismo es el nombre cómodo bajo el cual se disimula la exacerbada contradicción entre legitimidad popular y legitimidad erudita, la dificultad del gobierno de la ciencia para conciliarse con las manifestaciones de la democracia y hasta con la forma mixta del sistema representativo. “El término populismo oculta y revela a la vez la gran aspiración de la oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir sin división del pueblo; gobernar sin política”. Y aquí se suscita la vieja pregunta: ¿cómo puede la ciencia gobernar a los que no la entienden? O dicho de otra manera ¿Cómo se determina exactamente esa medida, cuyo secreto el gobierno experto declara poseer, entre el bien que procura la ilimitación de la riqueza y el que procura su limitación? ¿Cómo se concreta exactamente en la ciencia real la combinación entre dos designios de liquidación de la política: el vinculado a las exigencias de la ilimitación capitalista de la riqueza y el vinculado a la gestión oligárquica de los estados-nación?
4.2.5. La globalización. La fe.
La crítica de la globalización: la resistencia a adaptar nuestros sistemas de protección y previsión sociales a sus exigencias y el rechazo de las instituciones supra-estatales, conducen al mismo punto caliente ¿Cuál es exactamente la necesidad en cuyo nombre efectúan esas transformaciones? Se admiten que el aumento del capital y los intereses de los inversores tienen leyes propias. Se admite también que estas leyes entran en contradicción con los límites planteados por los sistemas nacionales de legislación social. Pero que sean leyes históricas ineluctables, a las que es inútil oponerse y que prometen para las generaciones futuras una prosperidad digna de que se sacrifiquen esos sistemas de protección, eso ya no es cuestión de ciencias sino de fe. Es difícil demostrar que la libre circulación de capitales, con su exigencia de una rentabilidad cada vez más rápida, sea la ley providencial que conducirá a la humanidad entera a un futuro mejor. Para eso hace falta fe. La ignorancia que se reprocha al pueblo es, simplemente, su falta de fe. Porque la fe histórica ha cambiado de bando. Se halla hoy del lado de los gobernantes y de sus expertos, pues acompaña a la compulsión natural del gobierno oligárquico: desentenderse del pueblo y de la política.
Al declararse simples gerenciadores de la repercusiones locales producidas por la necesidad histórica mundial, nuestros gobiernos se ocupan de expulsar el suplemento democrático. Al inventar instituciones supra estatales que no son a su vez estados, que no son relevantes para ningún pueblo, realizan el fin infamante de su práctica misma: despolitizar los asuntos políticos. Este es, ante todo, el fin perseguido por las oligarquías estatales. De hecho la necesidad histórica ineludible es la conjunción de dos necesidades: una, el crecimiento ilimitado de la riqueza, y la otra, el crecimiento del poder oligárquico. Porque el debilitamiento de los estados-nación en el espacio europeo mundial es una falacia. El nuevo reparto de poderes entre capitalismo internacional y estados nacionales tiende mucho más a reforzar los estados que a debilitarlos. Las posibles pérdidas por la libre circulación de capitales se compensan inmediatamente con el cierre de fronteras a la libre circulación de trabajadores.
4.2.6. El Estado benefactor.
La guerra declarada al Estado benefactor confirma una ambivalencia similar. Se la presenta cómodamente como el fin de una situación de asistencia y como el retorno a la responsabilidad de los individuos y a las iniciativas de la sociedad civil. Se enmiendan las aportaciones abusivas de un Estado paternalista y tentacular mediante la adopción de instituciones de previsión y solidaridad nacidas de las luchas obreras y democráticas. Pero, en la batalla, se ataca precisamente a instituciones de solidaridad no estatales, lugares de formación y ejercicio de aptitudes y capacidades indispensables para ocuparse de lo común y del futuro común. El resultado es el robustecimiento de un Estado que pasa a ser directamente responsable de la salud y la vida de los individuos. Mientras lucha contra el Welfare State, se moviliza en favor de la preservación y conservación de la vida. La liquidación del Estado del bienestar no es sino la redistribución de instituciones y funcionamientos que se interponían entre la lógica capitalista del seguro y la gestión estatal directa. La oposición entre asistencia estatal e iniciativa individual sirve para enmascarar los dos procesos que se pretende erradicar: la existencia de formas de organización de la vida material de la sociedad que se sustraen de la lógica del lucro, y la existencia de lugares de discusión de los intereses colectivos que se sustraen del monopolio del gobierno erudito.
4.2.7. El combate democrático.
De ahí el fracaso de la campaña que oponía el interés común al egoísmo retrógrado de corporaciones privilegiadas, como también de la letanía republicana sobre la distinción entre lo político y lo social. Por qué un movimiento político es siempre un movimiento que viene a confundir la distribución dada de lo individual y lo colectivo, al igual que la frontera admitida de lo político y lo social. Pero lo que pone en aprietos a la oligarquía (empeñada en fijar la distribución de lugares e idoneidades) es la dificultad del combate democrático. Un movimiento político vive siempre bajo la amenaza de ceder a los intereses particulares. Y se agrava cuando es la oligarquía la que tiene la iniciativa del enfrentamiento, porque se escuda en la doble faz de estado soberano y de estado sin poder, habiendo puesto de su lado aquella “necesidad de la historia” que ayer otorgaba un horizonte de esperanza común a las contiendas dispersas. La legitimidad de una batalla se pierde cuando no se enlaza con la legitimidad de otros combates, cuando no se construye un espacio democrático de convergencia capaz de albergar de sentido y de acción.
4.3. Furor antidemocrático intelectual.
Estas complicaciones de la oligarquía y estas dificultades de la democracia permiten comprender las manifestaciones intelectuales del furor antidemocrático y más en Francia, donde este partido intelectual detenta un gran poder para interpretar los fenómenos contemporáneos y en la formación de la opinión dominante. Así fue cuando, tras el mayo del 68, se afanaron en encontrar interpretaciones de aquellos tiempos desconcertante nuevos. La llegada de los socialistas al poder en 1981 aumentó el peso de estos intérpretes en la formación de la opinión que se dijeron en opinión dominante y omnipresente. Y ello con dos formas de actuación: la primera se adapta a esta función suplementaria de formación de la opinión y de explicación de lo que sucede y de lo que se debe pensar, a la formación del consenso. “La idea clave del consenso es, en efecto, que el movimiento económico mundial testimonia una necesidad histórica a la cual es preciso adaptarse y que solo pueden negar los representantes de intereses arcaicos y de ideologías caducas”. Ese consenso coincide con sus ideas, pues creen en el progreso y tienen fe en el movimiento de la historia, tanto cuando conducía la revolución socialista como ahora cuando conduce al triunfo mundial del mercado. No es culpa suya si la historia se equivocó. Por eso no dudan en expulsar a los retrógrados y no cesan de denunciar los privilegios a arcaicos. El populismo, permite que a todo movimiento de lucha contra la despolitización conducido en nombre de la necesidad histórica se lo interprete como expresión de un segmento atrasado de la población o de una ideología superada.
La segunda forma de actuación considera la fe progresista demasiado ingenua y el consenso demasiado benévolo. También parten del marxismo, pero en su versión crítica, la que revela el otro lado de las cosas: la verdad de la estructura bajo la superficie de la ideología. En la práctica revela la realidad de las clases o los mundos que se oponen y el de la ruptura que corta la historia en dos. Por ello perdonan mal que el marxismo haya traicionado su expectativa, que la (mala) historia imponga su reinado, Y caen en el resentimiento. Pero no por ello renuncian a la lectura de los signos, la denuncia, y la ruptura. En otra época los comportamientos individuales se explicaban por el sistema global de la dominación. Entonces los buenos espíritus se compadecían del proletario, víctima embaucada por el sistema que lo explotaba, sin dejar de alimentar sus sueños. Pero desde que la ruptura marxista ha dejado de cumplir lo que la denuncia exigía, la posición se invierte: los individuos no son las víctimas de un sistema global de dominación, son sus responsables, al ser reinar la tiranía democrática del consumo. Las leyes de incremento del capital, el tipo de producción y circulación de mercancías regido por estas leyes, pasaron a ser simple consecuencia de los vicios de quienes las consumen, Y muy en particular de quienes cuentan con menos recursos para consumir. La ley del lucro capitalista reinaría en el mundo porque el hombre democrático es un ser desmesura, devorador insaciable de mercancías, de derechos humanos y de espectáculos televisivos.
Los nuevos profetas no se quejan ni de las oligarquías financieras ni de las oligarquías estatales si no precisamente de quiénes las denuncian. Y llevando al final este razonamiento, los más culpables son quienes quieren cambiar el sistema. No es difícil reconocer aquí el gran argumento de la reinterpretación de mayo del 68: el movimiento de una juventud vida de liberación sexual y de nuevas formas de vida. Consiguieron lo contrario de lo que perseguían: la renovación del capitalismo Y la destrucción de todas aquellas estructuras familiares, escolares u otras, que se oponían al reino ilimitado del mercado. Olvidada toda política, la palabra democracia se convierte entonces en eufemismo que designa un sistema de dominación, en el nombre del sujeto diabólico que aparece en el lugar de ese nombre borrado: un sujeto heteróclito en el que se amalgaman el individuo que padece ese sistema de dominación y el que lo denuncia. Así se confecciona el retrato robot del hombre democrático: joven consumidor imbécil de pop-corn, de realidad, de safe sex de seguridad social, de derecho a la diferencia y de ilusiones anticapitalistas o altermundialistas. Y así se construye el culpable absoluto de un mal irremediable, causante no solo del imperio del mercado, Sino de la ruina de la civilización y de la humanidad.
4.4. Los imprecadores. El holocausto
Se instala entonces el reino de los imprecadores que amalgaman las nuevas formas publicitarias de la mercancía con las manifestaciones de quienes se oponen a sus leyes, la tibieza del respeto de la diferencia con las nuevas formas de odio racial, el fanatismo religioso con la pérdida de lo sagrado. Cualquier cosa y su contrario. De este individuo maléfico se demuestra, a la vez: que conduce a la tumba la civilización de las Luces; que carece de comunidad; que ha perdido el sentido de los valores familiares y el sentido de su transgresión; el sentido de lo sagrado y el del sacrilegio. Regresan los viejos temas edificantes revestidos de infernal: el hombre no puede prescindir de dios, la libertad no es licencia, la paz la personalidad, el propósito de justicia conduce al terror. Ciertos imprecadores se contentan con esa reputación de lucidez amarga y de soledad indomeñable que se gana repitiendo a coral el estribillo del crimen diariamente cometido contra el pensamiento. Para otros no basta. Necesitan verdaderos crímenes que atribuirles, O más bien uno solo el crimen absoluto. Necesitan también una verdadera ruptura del curso de la historia.
Es así como, al producirse la caída del sistema soviético, el exterminio de los judíos de Europa ocupa el lugar de la revolución social en tanto el acontecimiento que corta la historia en dos. Para ello hace falta quitarle la responsabilidad a sus verdaderos autores: los nazis. Los imprecadores quieren conectar directamente los cuatro términos: nazismo, democracia, modernidad y genocidio. Pero hacer del nazismo la realización directa de la democracia es una demostración delicada, incluso haciendo del individualismo protestante la causa de la democracia (y por lo tanto del terrorismo totalitario), como propone el argumento contrarrevolucionario. Para que el argumento funcione es preciso llegar a una solución radical: suprimir el término que impide ajustar las piezas, o sea, lisa llanamente el nazismo, convertido en la mano invisible que trabaja para el triunfo de la humanidad democrática al liberarla de su enemigo íntimo: el pueblo fiel a la ley de la filiación, para permitirle realizar su sueño: la procreación artificial al servicio de una humanidad de sexual izada. Del exterminio de los judíos se deduce que todo lo vinculado al nombre de democracia es nada más que la continuación infinita de un solo crimen.
Pero esta denuncia de la democracia como crimen interminable contra la humanidad no tiene grandes consecuencias. Para restaurar un gobierno de élites a la sombra basta con tomar por blanco principal al hombre democrático. Por más apocalíptico que sea su discurso, los imprecadores obedecen a la lógica del orden consensual: aquella por la cual el significante de democracia constituye una noción distinta que reúne en un único todo: un tipo de órdenes estatal y una forma de vida social, un conjunto de maneras de ser y un sistema de valores. El discurso antidemocrático de los intelectuales de hoy Corona el olvido consensual de la democracia para el que laboran la oligarquía estatal y la oligarquía económica.
4.5. Odio a la democracia
Así pues el odio a la democracia duplica la confusión consensual, al hacer de la palabra “democracia” un operador ideológico que despolitiza las cuestiones de la vida pública, considerando las “fenómenos de sociedad”. Este odio oculta la dominación de las oligarquías estatales cuando identifica la democracia con una forma de sociedad, y la de las oligarquías económicas, cuando asimila su imperio exclusivamente a los apetitos de los individuos democráticos: hay que luchar contra la democracia, porque la democracia es el totalitarismo. Pero la confusión no está solamente en el uso legítimo de la palabra. La palabra democracia fue inventada como término de distinción a fin de afirmar que el poder de una asamblea de hombres iguales no podía ser otra cosa que la confusión de una turba informe y estrepitosa, que ese poder era el equivalente, en el orden social, de lo que es el caos en el orden de la naturaleza. Entender lo que quiere decir democracia es entender los deslizamientos y vuelcos de sentido que ella autoriza o que es posible autorizarse a su respecto. El momento en que nuestros intelectuales se indignan por los estragos de la igualdad, utilizan una fórmula del siglo XIX cuando ya se espantaban seriamente ante el torrente democrático que invadía la sociedad. El doblete de la democracia como forma de gobierno rígido y como forma de sociedad permisiva es el modo originario en el que se racionalizó con Platón el odio la democracia.
Esta racionalización sirve para conjurar una anarquía: la indistinción del gobernante y el gobernado que aparece cuando la evidencia del poder natural de los mejores o de los mejor nacidos, es despojado de sus prestigios. Precisamente la ausencia de todo título. Democracia es, ante todo, esa condición paradójica de la política, ese punto en el que toda legitimidad se confronta con su ausencia de legitimidad última, con la contingencia igualitaria que sostiene a la contingencia desigual igualitaria misma. Por eso la democracia no puede cesar de generar odio. Por eso, también, este odio se presenta siempre disfrazado de: la mofa, la diatriba, la réplica. Podemos estar tranquilos. La democracia no está cerca de afrontar la angustia de semejante confort. El gobierno de cualquiera está condenado al odio interminable de todos aquellos que tienen que presentar títulos para gobernar a los hombres: nacimiento, riqueza o ciencia. Condena hoy más radical que nunca, porque el poder social de la riqueza ya no tolera trabas a su crecimiento ilimitado, y porque está cada vez más articulado con el poder estatal. Poder estatal y poder de la riqueza se conjugan tendenciosamente en una sola misma gestión erudita de los flujos de dinero y de poblaciones. Juntos se afaman en reducir los espacios de la política (borrar el intolerable e indispensable fundamento de lo político en el “gobierno de cualquiera”), abrir otro campo de batalla, es ver resurgir los poderes del nacimiento y del afiliación bajo una figura nueva y radicalizada.
No el poder de las monarquías y aristocracia antiguas, sino la de los pueblos de dios, afirmados al desnudo: 1) en el terror ejercido por el islamismo radical, 2) en el Estado oligárquico en guerra contra ese terror en nombre de una democracia informada por los mandamientos de la Biblia, o 3) como la salvaguarda de un principio de filiación identificable con el pueblo judío. Destrucción de la democracia en nombre del Corán, expansión guerrera de la democracia identificada con la puesta en práctica del decálogo, odio a la democracia equiparada al asesinato del pastor divino. Todas estas figuras contemporáneas, a través del odio que manifiestan contra la democracia nos obligan a reencontrar la potencia singular que le es propia. La democracia no es ni esa forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esa forma de sociedad regida por el poder de la mercancía. Es la acción que sin cesar arranca los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública, y a la riqueza, la omnipotencia sobre las vidas. Es la potencia que debe batirse, hoy más que nunca, Contra la confusión de estos poderes en una sola misma ley de dominación.
Durante mucho tiempo la exigencia democrática fue vehiculada o recubierta por la idea de una sociedad nueva cuyos elementos se hallarían formados en el propio seno de la sociedad actual. Esto es lo que significó “socialismo”: una visión de la historia según la cual las formas capitalistas de producción e intercambio representaban ya las condiciones materiales de una sociedad igualitaria y de su expansión mundial. Esta visión sustenta todavía hoy la esperanza de un comunismo o de una democracia de multitudes que formaría una inteligencia colectiva de pensamientos, afectos y movimientos de los cuerpos, apta para hacer estallar la barrera del imperio. Comprender lo que democracia significa es renunciar a esta fe. La inteligencia colectiva producida por un sistema de dominación nunca es otra cosa que la inteligencia de este sistema.
La sociedad igual no es el conjunto de la relaciones igualitarias que se tratan aquí y ahora a través de actos singulares y precarios. La democracia está tan desnuda en su relación con el poder de la riqueza como con el poder de la filiación, que hoy viene a secundarlo o a desafiarlo. No se funda en ninguna naturaleza de las cosas ni está garantizada por ninguna forma institucional. No la acarrea ninguna necesidad histórica y ella misma no es vehículo de ninguna. Solo se confía en la constancia de sus propios actos. Hay motivos para que la cosa de miedo, y por lo tanto odio, en quienes están habituados ejercer el magisterio del pensamiento. Pero en los que saben compartir con cualquiera el poder igual de la inteligencia puede suscitar, a la inversa, coraje y, por lo tanto alegría.
El desgarrado. Junio de 2024.