» 19-08-2024 |
La desigualdad es el peor enemigo de la sociedad. Vivir en sociedad quiere decir reprimir la individualidad en beneficio de lo social, del grupo. La colaboración requiere de una exquisita ponderación de los esfuerzos aportados que deben ser iguales para que nadie se aproveche de nadie. La desigualdad consiste en transgredir este precepto de convivencia. El principio de la individualidad es el egoísmo -que en lo individual no es un defecto sino una virtud- es decir: la anteposición del yo al otro. Pero solo tienen sentido en una estructura competitiva, de confrontación, de suma cero: lo que yo gano es lo que tu pierdes. En una situación de suma no nula todos podrían ganar sin que ninguno perdiera. En una estructura colaborativa es preciso trascender ese principio de egoísmo para que el bien común se imponga al bien individual. El desigualador es un tramposo que quiere las ventajas de la sociedad sin su principal defecto (social).: el bien de la comunidad. Quiere los beneficios de la colaboración sin la aportación de nada, pero la colaboración es precisamente la comunidad de los esfuerzos, la aportación.
Porque la sociedad nace igualitaria (o esclavista). si un individuo se une a un grupo lo hace voluntariamente y si se le garanatiza que todos aportan igual, o como mínimo ponderadamente a sus capacidades. Pero esto debió darse en una situación ya consolidada. En una estructura jerárquica -única posible en una situación de colaboración en la que la especialización es inevitable- , en una situación social ordenada por cometidos, funciones, habilidades, el orden jerárquico no es el orden de la importancia, el escalafón de poder, sino el orden de la funcionalidad, del servicio a la comunidad, de la efectividad del trabajo común. Y aquí se produce la confusión: mandar no es imponer la voluntad sino ordenar los esfuerzos de la forma más eficaz posible. La misma palabra “orden” adquiere los dos significados denunciando lo antiguo de la interesada confusión. En busca de la eficacia se busca la especialización que divide la sociedad en pasrticiones pero esas particiones -jerarquizadas en un escalafón de poder, destruyen la igualdad, que resulta así, ser un equilibrio dinámico.
La confusión metafórica entre ordenar (poner orden, estructurar lo plural en escalafones de efectividad) y mandar (imponer orden, categorizar por el poder de imponer la voluntad) es ancestral. Ciertas culturas antiguas sacrificaban a quien había ejercido el mando en forma de rey o cacique “La rama dorada” J. Frazer). El poder llevaba consigo la muerte. Consideraban que quien había probado el poder ya no era reciclable, estaba perdido para la comunidad básicamente igualitaria. El mando era en estos casos un destino y no un privilegio. Muchas de nuestras costumbres recuerdan aquellas costumbres: el comandante debe ser el primero en exponerse al fuego enemigo, el capitán del barco debe ser el último en abandonarlo, a los muertos por la patria se les concede póstumamente el poder, simbolizado por la medalla: símbolo olímpico del primero, el mejor, el que encabeza la lista. El potlatch (regalo) tiene parecido sentido aunque ya ha mutado la cesión de la vida por la de los bienes terrenales. Los dirigentes -como compensación por la concesión del poder- compiten en entregar sus bienes al pueblo, en ofrecerles grandes fiestas, comilonas, hasta caer en la indigencia. El precio del poder se ha abaratado pero sigue siendo alto. Ese compromiso se ha cambiado hoy por la promesa electoral: el candidato ofrece al pueblo mejoras sin cuento a cambio de su voto… que evidentemente no cumplirá porque hay un consenso generalizado en que esas promesas son parte del folclore del juego del poder. La política (teoría y práctica del poder social) ha sido históricamente la devaluación de la compensación exigida por la sociedad a cambio del privilegio de mandar, de ordenar la vida de los ciudadanos. Al principio se trató de salvar la vida o los bienes pero en cierto momento se invirtió la cuenta de beneficios y cargas y los políticos exigieron un pago por sus “servicios” que con el tiempo se convirtió en el ab-uso de la riqueza de la sociedad: es decir la política profesional y la corrupción.
El poder aspira al poder absoluto porque el poder absoluto es irreversible, irrevocable, independiente de la voluntad de los ciudadanos. Poco importa que ese poder sea ejercido por uno (despotismo, dictadura), por pocos (dictadura grupal, oligarquía); sustentado en la fuerza o en ideas; de origen humano o divino; hereditario o electivo, de lo que se trata es de que sea omnímodo, ilimitado. Y así se crea la tensión entre los que lo ejercen y los que los sufren, tensión que se ha resuelto ancestralmente de diferentes formas. La fantasía (la historia ingenua, la fabulación) apuesta por un pacto (o una revolución) entre gobernantes y gobernados. Tal como lo describe Hobbes en “Leviatan” la anarquía fue lo que impulsó a este pacto que es un pacto diferenciador (ordenador, jerarquizador) entre el que manda y los que obedecen a cambio de la promesa de equidad y justicia por parte del poder. Anterior a este pacto está el que describe Freud en “Totem y tabú” en el que los hijos excluidos del poder y las hembras, matan al padre (y se lo comen en la comunión primigenia) y se reparten las hembras, pactando que la dictadura del padre no se repetirá, pero tampoco su muerte. También el hombre -en Luce Irigaray “En el principio era ella”- desplazó a las mujeres del poder y la sabiduría (matriarcado) mediante un pacto entre pares que instauró el género único, el logos (la razón) y el maestrazgo del hombre, dando origen a nuestra era.
Mientras fue la fuerza la que determinó el poder fueron los que por su profesión detentaban armas los que instauraron el poder de las mismas: los cazadores y los pastores (posteriormente los soldados), sin despreciar a Dios como arma, como aliado todopoderoso. Pero el sometimiento por la fuerza -que funcionó a nivel tribal, sucediendo al poder de la autoridad del padre o del consejo de ancianos (topológica)-en que el colectivo se liga por el parentesco y en el principio de la ciudad -en donde las ideas sustituyen al parentesco como vehículo de la cohesión social-, empieza a derivar hacia el contrato (voluntario) real: el intercambio de servicios. Impuestos y lealtad a cambio de protección, desplazando la agresión intergrupal a la extraespecífica, contra el otro, el distinto, el extraño, que en el límite originará la guerra. Lo que evidencian estos primeros contratos es que el pueblo debe estar engañado para que acepte un contrato desigual y eso pasa por la magnificación de los enemigos y de las prestaciones, la fusión del cacique con el sumo sacerdote en el rey, la ignorancia (el conocimiento es poder), y, por supuesto, la magia religión aliada con el poder de las armas. El cacique se convierte en rey “por la gracia de dios”. Resumamos: al poder de la autoridad, de la familia, de las armas, del contrato, del engaño, de la amenaza exterior (la seguridad) se une el poder de los representantes de Dios, de los administradores de su promesa de Paraíso en la tierra. Y cada una de esas etapas no desplaza a la otra sino que se superponen en lo que entendemos por el poder. Totum revolutum que se inicia en la sociedad arcaica (omnipotencia de las ideas), pasa por la mítica (topológica) y desemboca en el logos (la razón).
¿Ocurrió alguna vez un contrato limpio en el que el soberano cumpliera su parte y fuera amado y respetado por su pueblo en justa reciprocidad? Es lo que hoy llamaríamos el mesianismo de los dirigentes, y algo así anidó en el corazón de algunos. Pero la política es una alianza (heredada de los chimpancés), una red clientelar en la que sin múltiples apoyos el poder no se sostiene. La historia de los caballeros de la tabla redonda es una fantasía, un cuento de hadas de cuya veracidad todavía el pueblo duda y cuyo fin es engatusar a los incautos. La propaganda política debió empezar oficialmente con el Patesi Gudea o Hammurabi que inscribieron sus hazañas en piedra para asombro de sus contemporáneos y de la historia. Tal como se escenifica en el poder feudal, el rey es un noble, que nada vale sin el apoyo de sus pares y en la actualidad nada es un gobierno o un individuo sin el partido que lo apoya. Y a ese nivel no existe mesianismo posible, solamente intereses. La política está por encima de los individuos y la política es conspiración, red clientelar, corrupción. El poder absoluto solamente fluye del soberano a los ciudadanos pero no en el sentido mesiánico del poder de un solo individuo sobre todos. La soledad del poder es un mito. El poder es un entramado de intereses de los cuales el bien común es el menor de ellos, y eso por su propia constitución y generación. Es una utopía sabiamente orquestada por los que han puesto su objetivo en aprovecharse del candor del pueblo para sus fines personales. Por eso no se denuncia la corrupción por parte de los políticos que no están involucrados en ella. Porque la red de alianzas mutuas, la omertá es más fuerte que la honestidad, que exigiría su denuncia. Todos los políticos son corruptos: por acción, o por omisión de denuncia. Los que no se enteran son simplemente idiotas.
El desgarrado. Agosto 2024.