» 20-01-2020 |
Pocas cosas han cambiado tanto en los últimos años (¡lo que ya es decir!) como los vuelos. Volar era cosa de las elites y ha pasado a ser cosa de los proletarios. En consecuencia se nos trata como al culo. No es difícil que el vuelo cueste la mitad que el taxi. Pero tampoco es difícil que comprar un vuelo sea el reino del engaño, de la ambigüedad y de la trapacería más acendrada. Siempre he pensado que los aeropuertos deben ser estructuras de alta tecnología y de apariencia semirreligiosa por cuanto convencer a alguien de que un cacharro de hierro vuela, es una cuestión de fe. El aeropuerto es el catecismo de la navegación aérea: el sitio en el que te convencen de que los milagros son posibles. Pero me gustaría analizar los cambios que se ha producido en pocos años.
El precio. Tiene dos aspectos. Por un lado los vuelos han bajado de precio -¡es evidente!- por otro los precios son asombrosamente variables: dependen de la antelación de la reserva, de la fecha, del día de la semana, la hora, del número de peticiones, de que en último minuto queden plazas libres, de la competencia en la línea, etc. Hacer el mismo trayecto puede costar (en el caso de IBZ BCN) entre 10 y 400 €. No se paga, pues, el servicio sino la oportunidad. Aquel logro de la sociedad industrial que fue el “prix unic” al que se consagró una sociedad como el SEPU (sociedad española del precio único), que evitó el regateo y fomentó la seguridad en el consumo, ha desaparecido. Ya no sabemos regatear pero el precio único ha desaparecido. ¡Triste condición la de consumidor! El precio único fue democracia: pagaban lo mismo los pobres que los ricos. Aquello era una fiesta. Se ha acabado. El ultraliberalismo ha decido que el precio depende de mil variables y por tanto, no es democrático. Pero ¿qué importa?
La fragmentación del precio. Antes un vuelo costaba lo que costaba. Depende de cien variables. Ahora no. Incluso después de haberlo comprado, el precio puede variar: porque tu maleta no cabe en el gálibo y hay que facturarla o porque te ves obligado a facturar por un imponderable (con recargos de hasta el 100%). Las multas son cuestión cotidiana como recordándonos que no somos ciudadanos sino ganado sin derechos. Ryan ni siquiera te permite sacar la tarjeta de embarque en el aeropuerto. Las dos clase que antes eran las habituales: turística y de lujo, han desaparecido en cien tarifas que dependen de la situación y la comodidad del asiento o la prioridad en el embarque. Porque los asientos son de una comodidad infame. No de manera mejor que el transporte de ganado. Los asientos han sido reducidos hasta el grosor de un cartón, para poner más asientos, lo que repercute en que el peso destinado a equipaje debe también disminuir.
La atención. Antes las azafatas estaban al servicio de los pasajeros. Ya no es así. Los pasajeros estamos al servicio del servicio. En Ryan ni siquiera se visten: van en chandal (por no llamarla sudadera). Pero nada pasa de la frase: “nuestra misión es su seguridad”. ¡Atentos!, no su comodidad. La comodidad es evidente que hace años que se perdió en el fragor de la batalla comercial. Fantaseo con un accidente. Estoy seguro de que serían los pasajeros los que organizarían el salvamento. La tripulación es un conjunto de precarios cuya única satisfacción es despreciar a los pasajeros. El low cost es basura. Como pasajero solo puedes estar agradecido a una compañía que te hace volar por cuatro duros. ¿Qué más quieres?
Como vasco que soy nunca he apreciado mucho si el camarero que me sirve va de esmoquin o en camiseta. Aprecio lo que me da, y quizás la fraternidad, más que la educación. Prefiero sentirme uno de los suyos. Finalmente somos iguales pero en distintos lados del mostrador. No es así desde Despeñaperros para abajo. Los camareros son señores y los clientes parias. ¡A no ser que sean clientes conocidos! Es posible que un puesto de camarero sea mucho más honorable que un puesto de cliente. ¡Al fin y al cabo el camarero tiene trabajo! Siempre me ha sorprendido que se trate a los camareros de usted. No porque no se lo merezcan, sino por esa distancia cinematográfica que coloca a cada uno en su sitio. Siempre he pensado que es el camarero el que te sitúa a ti, como cliente, en tu sitio.
Pues bien. Pedimos una bebida durante el vuelo. Es cosa insólita porque en low cost nadie pide nada de pago. Pagamos y resulta que el precio no es el de la carta. El jovencito se pone en plan de “¿qué os pensabais, que me la ibais a colar? Es evidente que no es una estafa… económica. Es una estafa representacional. El jovencito sabe que su posición es de superioridad y no quiere ceder. Se va y requerimos a la Rotermayer de turno que se amilana y nos dice que tenemos toda la razón. Una anécdota, pero significativa. En los low cost los azafatos ya se sienten superiores a los pasajeros. ¡Mal asunto!
Siempre he pensado que los vuelos son a la vez lo más moderno y lo más antiguo. Antes de que internet evitara muchos trámites volar era el látigo de las siete colas. Cola para comprar, cola para chequear, cola para embarcar, cola para asentarte, cola para salir y cola para coger el taxi. Era difícil pensar porque lo más moderno participaba de lo más antiguo. Había otros aspectos (no los llamaré compensaciones): te daban el diario, un zumo de naranja infame, desayuno gratis si lo pedías. Pero sobretodo te hacían sentir como que lo más importante para la compañía (putadas a parte) eras tú. Y por supuesto todos los asientos valían lo mismo. Nos peleábamos por las salidas de emergencia. Ahora la cosa es distinta. Existen tarifas para cada tipo de asientos dependiendo de su tamaño, incluso si son s¡de emergencia.
Por cierto que quiero comentar una modernidad que no acabo de comprender. Los finger (el acceso directo del avión al aeropuerto) son un signo de la modernidad de los tiempos. Pero al tener que descender los trescientos pasajeros por una sola puerta significa una engorrosa cola. ¿Seguro que es una modernidad? últimamente algunos vuelos disponen de autobús en la puerta trasera para evitar el atasco. Pero no lo dicen. Como si se avergonzaran. ¿No sería lo más lógico que el desembarco fuera lo mas ligero posible? Por mucho que nos guste el aparato, estamos mejor en casa.
Comprendo que las compañías low cost velen por nuestra salud y estén dispuestas a que andemos varios kilómetros por el aeropuerto para entrar o salir de los aviones. ¿Es necesario? ¿Todavía no se han dado cuenta de que los traslados por dentro del aeropuerto deben ser mecanizados? Os propongo que por poco que os pesen las piernas, pidáis un transporte. Cuando las peticiones de transportes sean astronómicas las cosa cambiarán. ¡Os lo juro!
El desgarrado. Enero 2020.