» 28-11-2020 |
¿Hace el hábito al monje? No según el refrán, pero la historia dice lo contrario. El hábito que todos los hombres de pro (banqueros, políticos, empresarios, estafadores, etc.) utilizan es el hábito de los cuáqueros. ¿Cómo llegó una vestimenta tan sectorial -como para que no recordemos quienes eran y a qué se dedicaban- a ser la tarjeta de visita del hombre moderno? La religión de los cuáqueros les impedía mentir, engañar, manipular (y lo cumplían). A partir de ahí solo hay que utilizar la evolución darwiniana para llegar a la conclusión de que ese traje era una estrategia ganadora, si querían que la gente confiara en ellos. El hábito se convirtió en disfraz: el disfraz de la credibilidad. Ese hábito de pantalón, terno, camisa y corbata es el pasaporte para la confianza. Es austero porque así eran los cuáqueros, y si los colores tampoco son variados responde a esa austeridad religiosa. No solo el uniforme es mundialmente aceptado sino que la disidencia (como le pasó a Podemos) es contestada por los tradicionalistas como transgresión de las normas establecidas. No se si dan cuenta de que lo que están exigiendo es que el disfraz de honestidad y honradez es obligatorio.¡Claro que, los jueces siguen llevando peluca y los abogados puñetas sin que les aporte ni la más mínima dignidad ni credibilidad!
La primera norma de un estafador es ser confiable. Para ello se vestirá con el vestido de la confianza, hablará el idioma de la confianza, inspirará confianza. No quiero decir con ello que los empresarios, financieros o políticos sean estafadores, pero lo que es evidente es que ambos utilizan la misma técnica de presentación. La pregunta es ¿es solo el atuendo lo que nos introduce o utilizamos múltiples artimañas para, en definitiva, engañar? Los independentistas han utilizado siempre el emblema de “lo nuestro” para entrar en el electorado. Lo nuestro es el idioma, las costumbres, la geografía, la historia. Es una técnica antigua y no por eso carente de eficacia. Es racismo puro y duro: nosotros y aquellos. Lo mismo daría decir: nuestro color, nuestro linaje, nuestro carácter o nuestra patria. Pero esta estrategia abre las puertas al populismo. ¿Qué es el populismo? El populismo es decir a lo que los que escuchan, lo que quieren escuchar. Es poner el carro delante de los bueyes puesto que el orador está al servicio del auditorio.
Pero ningún orador haría eso si no estuviera seguro de lo que el auditorio quiere oír. Requiere pues una labor previa de aleccionar al auditorio. Como dice el adagio de los abogados de juicios: “nunca hagas una pregunta de la que no sepas la respuesta”. La manera de preparar al auditorio es la pedagogía, o todavía mejor, la intoxicación. La intoxicación, hija directa de la desinformación, trata de presentar como información la confusión, la tergiversación, la maledicencia. El mejor electorado es el confuso, el que no sabe de que se trata, el que es incapaz de orientarse en el maremagno de informaciones. Ese electorado recurrirá a los lugares comunes, a los estereotipos, a las adhesiones ancestrales, para orientar su voto. Los niños con los niños y las niñas con las niñas, o lo que es lo mismo la derecha a la derecha y la izquierda con la izquierda. Esa es la estrategia del bipartidismo: que el que se mueva no salga en la foto, que ningún voto se escape de su férula.
La confiabilidad de los políticos es fácil. Por cuestiones antropológicas difíciles de resumir los políticos tienen presunción de veracidad y la televisión como medio, también. Sin ánimo de adentrarme, la cuestión es la economía de escala: las grandes corporaciones (la TV) y los grandes hombres (los políticos) no necesitan mentir (ni robar, y así nos va). De hecho las grandes fortunas metidas a política (Trump, Berlusconi) también gozan de la presunción de que los ricos roban menos que los pobres, porque no lo necesitan, olvidando que para ser rico hay que haber robado mucho. Y obviando también que no es la necesidad lo que los lleva a ambicionar el poder. La cuestión es que tienen la presunción de veracidad (la policía también la tiene) y eso es también tener la facilidad de mentir. En una sociedad en la que nadie quiere pensar, pues disfrutar es lo esencial, -porque tras el trabajo viene necesariamente el ocio, porque el descanso del guerrero es sacrosanto-, analizar la veracidad de los voceros es imposible. No imposible, pero impensable, inaudito, intratable, es lo que nos parece.
Nuestro vicepresidente lleva moño (aunque se pone terno de cuaquéro). Algunos de sus acólitos llevan rastas. Otra de ellas amamantó en el hemiciclo. Todo lo que en la calle es visibilidad en el hemiciclo (y alrededores, no necesariamente topológicos) es propaganda (es denunciado como tal). El disfraz de cuáquero está perfectamente asentado: es lo normal. Pero la historia nos enseña que nada es normal para siempre. Hoy en día la minifalda es cosa de abuelas. En un mundo de simuladores el aspecto no es otra cosa que impostura. Nunca un estafador se nos presentará mal vestido. Confiamos en quien no debemos. Los mendigos son mendigos pero ¿que son los simil-cuáqueros? Lo decía Platon: las apariencias engañan. ¿Que es eso que hay detrás de un afeitado perfecto, un perfume caro y un disfraz de cuaquéro? ¿Es de fiar?
El desgarrado. Noviembre 2020.