» 06-02-2022

Reflexiones tipográficas 352. La sociedad viciosa 2. La envidia y la competición.

La envidia siempre ha tenido fama de tener una faceta virtuosa: la sana envidia, y es de esa faceta de la que os voy a hablar. Sin la envidia no existiría la competición y sin competición nos quedamos sin deporte y hasta sin ciencia. La competición ha alcanzado sus máximas cotas en USA en donde el destacar es una religión y todos los medios son aplicables para ello. La competición en los estudios ha generado una clasificación de las universidades que también compiten entre sí y no solo en lo académico sino también en lo deportivo. Evidentemente el sistema favorece a los ricos frente a los pobres que tienen que endeudarse hasta las cejas mediatizando su ejercicio profesional con la devolución de los prestamos. En la vida profesional la competición no es menor pues hasta los científicos compiten en publicar como si en ello les fuera la vida. Leer cualquier texto de divulgación científica es leer una lista de premios Nobel. Hablar de competición en lo deportivo es ocioso por cuanto el deporte es competición en sí mismo.

 

Cuando la competición se torna más y más dura muchos optan por las trampas. En el caso académico es difícil por cuanto son los propios alumnos los que vigilan para que ningún compañero copie. Hoy el medio más popular es el hackeo de las notas y los títulos y los curriculum falsos. Los deportistas recurren a las drogas para obtener más altos rendimientos o para evitar el dolor. Es una práctica generalizada, y puede llegar a convertirse en una cuestión de Estado. La desparecida Alemania del Este dopaba a sus deportistas en connivencia con el gobierno. Primar a otros equipos (para que ganen o para que pierdan), comprar partidos (a través de los árbitros) o agredir a los jugadores contrarios (para eliminarlos del juego) son prácticas habituales en el deporte. Entre los científicos el plagio, el espionaje, el tráfico de influencias, son las prácticas fuleras más habituales. En el colmo del dopaje, la comisión olímpica y los directivos deportivos resultan “untados” para manipular los parcticipantes, las sedes o los ingresos.

 

La competición política por las poltronas (y por tanto por los votos) es cruenta. Desde que los políticos se hicieron profesionales cada cuatro o cinco años deben revalidar su escaño. Evidentemente todo vale para desacreditar al contrario desde la intoxicación a la calumnia, pasando por la demagogia y el populismo. Pero hay mucho más que la crispación. Para funcionar los partidos necesitan dinero y como no les alcanza con lo que les da el Estado por cada escaño conseguido (lo que aportan los afiliados es el chocolate del loro), se financian ilegalmente. Ir dopado a las elecciones (lo que en buena lid debería invalidarlas) ha sido la constante del PP en España. Los grandes partidos hacen de la legislación electoral un traje a medida: las circunscripciones desiguales, las listas cerradas y bloqueadas, la ley d’Hont de proporcionalidad, los números mínimos para entrar en el Parlamento y para formar grupo parlamentario, las trabas al voto rogado. Todo favorece a los grandes en detrimento de los pequeños. Eventualmente también se amaña el censo (haciendo votar a los muertos o “matando” a los vivos, negando la legitimidad de ciertos votos o directamente el voto universal.

 

La competición entre trabajadores es el arma que utilizan los empresarios para abaratar el empleo. La precariedad, el despido libre, la escasez de empleo, la exigencia de sobrecualificación o experiencia, la movilidad, los falsos autónomos, la invalidez de los convenios laborales, todo se dirige a que los empleos se subasten a la baja, al que ofrezca más horas por menos precio. Incluso las crisis económicas son mecanismos para abaratar el empleo mediante el aumento del paro. Trabajar es una competición que los Estados y los empresarios (capitalistas) amañan para conseguir los mejores resultados (para ellos). Los Estados para congraciarse con los poderes capitalistas que les pagarán una jubilación dorada o una puerta giratoria jugosa, y los empresarios por razones obvias.

 

Los animales (fundamentalmente las mascotas) se han convertido en objetos de admiración: envidiamos su instinto certero, su fidelidad absoluta, su cariño inasequible al desaliento, su agradecimiento infinito, etc. Otras veces he hablado de la nostalgia del instinto, la envidia de una vida que no se somete a la duda sino que siempre sabe lo que tiene que hacer. De ahí arranca la servidumbre voluntaria, ese impulso que nos lleva a preferir obedecer a pensar (a decidir), pero también a magnificar las emociones sobre las tazones en una posición antimetafísica y posmoderna.  Es decir la envidia del instinto y de la emoción, y también de la animalidad (en el buen sentido de la palabra). Incluso (como National Geografic) admiramos de los animales el sexo y la violencia como ejemplos a seguir, como muestra de una racionalidad que nada que tiene que ver con su instinto. Desde mi perspectiva, negar la racionalidad a los animales es hacerles un favor.

 

Durante milenios no hubo competencia entre géneros. La superioridad del hombre, la dominación, era apabullante. El SXX trajo aires de cambio. Hoy la competencia se acrecienta entre hombres y mujeres en derechos, en lo laboral, en lo intelectual… cuando no, da ventaja a las mujeres en aspectos imprescindibles para el funcionamiento de nuestra sociedad. Pero eso ha causado una reacción de los machitos que daban por sentada su igualdad y que pretenden recuperala a través de la violencia, física o política. La cuestión es que las mujeres compiten con los hombres y, además tienen ventajas exclusivas, como la maternidad, el cuidado, la síntesis de las ideas, el uso mental del lenguaje, etc. Parece que avanzamos hacia el odio de género. ¿Existe una envidia del hombre por la mujer?

 

Ejemplos de competición (y por tanto de envidia sana o no) se pueden poner miles. No se trata de hacer un listado. De lo que se trata es de que vivimos una sociedad que está viciada de base. La “noble” competición no existe ni entre los deportistas (Armstrong), ni en ningún otro campo. Toda competición involucra, hoy, un instinto asesino. Deberíamos aprender (como Indurain)  a competir con nosotros mismos, sin efectos colaterales directos, porque el afán de ser mejores cada día es la mejor competencia posible. Pero la ética no está de moda. O mejor: está excluida de nuestras relaciones sociales, por ñoña y por estúpida. Se la enseñamos a nuestros hijos por cariño o por piedad, pero esperamos que aprendan con el tiempo que solo yendo a matar o a morir, las cosas funcionan.

 

Decía Clausewitz que uno de los dos principios de la guerra es la aniquilación del enemigo (el aprovechamiento del éxito). Hoy todo es guerra, y en todo caso esa aniquilación del enemigo es parte del éxito. Nuestra sociedad está enferma de competición. ¿Qué hay entonces de positivo en esa envidia que procede de la competición? Nada. Lo dramático es que hemos convertido un vicio en una virtud: el instinto asesino. No somos instintivos (¡espero!) y no somos asesinos, por lo menos en cuanto sociales. Pero aceptamos ese instinto asesino como si fuera una virtud. Eso nos llevará a una sociedad más eficiente pero ni más justa, ni más vivible. El pragmatismo es cosa del fascismo, no cosa de la democracia, por mucha realpolik que se nos predique. Y no estoy hablando de llevar el lirio en la mano, sino de quitarnos la daga de la boca.

 

El desgarrado. Febrero 2022.




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