» 06-06-2025 |
Estamos inmersos en una epidemia de sentido común. Todo el mundo tiene una explicación para todo: el cambio climático, la pandemia, los alienígenas, la economía, la guerra, el futuro, etc. Algunas explicaciones son conspiranoicas: existe un contubernio para apoderarse del mundo, abducirlo, destruirlo, invadirlo, exclavizar a la humanidad, etc. Y al decir conspiración se quiere decir que el primer objetivo de esta facción canalla (o coincidencia astral) es el propio narrador. Frente a ellos se sitúan los negacionistas que defienden todo lo contrario de lo que afirman los primeros: si lo dice el gobierno, la iglesia, los científicos o los medios de comunicación: es falso. Y no solo falso sino interesado. Existen incluso los conspiranoicos de género (curiosamente masculino) que perciben en el movimiento de liberación femenino una clara persecución de acoso y derribo al macho, cuyos derechos históricos son inalienables. Los conspiranoicos de clase (conservadora) han existido siempre: el pueblo es una chusma que lo único que quiere es desposeerme de mis posesiones, sea dinero, tierras, ganado, o conocimientos. Los antimarxistas son de lo más conmovedores: existe un contubernio bolivariano-cubano-chino (en definitiva: comunista) que atenta contra la sagrada propiedad privada, odio a los ciudadanos que la respetan y está dispuesto a todo por acabar con ellos. Todo youtuber aspira a cambiar el mundo (¡a mejor!) Mediante recetas insustanciales sobre cosas insustanciales. Incluso existen agencias que nos pueden encontrar la pareja perfecta.
¿Por qué relaciono la conspiranoia con el sentido común? Porque lo primero que hay que hacer para ser un buen líder es creerse las propias doctrinas. No se trata de estafadores (que también los hay, aunque están tan ocupados con estafar a los viejos y a los consumidores que no les queda tiempo para los crédulos o los buenistas) sino de gurús, de predicadores, de conversos de sus propias ensoñaciones. ¿De donde sale esa fe en el poder de una mente, por otra parte poco cultivada y menos disciplinada? Quizás precisamente de esa ignorancia pero debe haber más: el triunfo definitivo del sentido común. Recapitulemos. La inteligencia es una habilidad desarrollada en el ser humano por la evolución como arma de supervivencia. Su eficacia se basa en la super-adaptación, la plasticidad para acomodarse a cualquier lugar, clima, alimentación, recursos, etc. La plasticidad es tan enorme que hizo innecesarias las armas genéticas (cuernos, pezuñas, garras, tamaño, veneno, camuflaje, etc). La inteligencia podía, en cada caso, crear armas específicas para adaptarse a cualquier situación. A juzgar por la escalada armamentística deberíamos creer que el ambiente al que hubo que adaptarse fue la hijoputez generalizada. Lo del aprendizaje (las instituciones para desarrollo de la inteligencia) vino después. La inteligencia debía venir en un paquete básico (como las armas genéticas) disponible para cualquier individuo. Y ante la escasa aparatosidad de la inteligencia como arma (excepto para los karatekas, considerar las manos como armas requiere un cierto esfuerzo de imaginación) fue necesaria un profunda conciencia de se validez y utilidad. El ser humano no solo debía pensar (en cómo sobrevivir… esa era la cuestión principal) sino que debía estar convencido de que disponía de las condiciones para hacerlo: la inteligencia… y venía de serie.
He desligado la inteligencia del aprendizaje y eso requiere una explicación. El aprendizaje es el modo de desarrollo de la inteligencia en cuanto músculo. El modelo del aprendizaje es el de los músculos sometidos al ejercicio repetido. Y, eso, -como todos los tabletistas saben- requiere repetición y constancia lo que -a juzgar por el odio generalizado al estudio- no viene de serie con el humano. No es que el aprendizaje no sea el camino sino que es un camino duro e incómodo y por la ley de la supervivencia, que dicta que no se pueden poner todos los huevos en la misma cesta ni todos los esfuerzos sobre el mismo objetivo, el esfuerzo monotema es desaconsejable (hay que guardar fuerzas para el proceloso devenir). En resumen: inteligencia sí, pero esfuerzo: el mínimo. Obsérvese que “vago” no quiere decir estúpido (no leer bien el guión de la supervivencia), sino precavido. Lo que “a contrario” significa que la motivación es esencial para el desarrollo de la inteligencia. Los padres cumplen perfectamente su papel biológico de enseñar a sus hijos los recursos básicos de la convivencia y la supervivencia pero -en muchos casos- no están capacitados para motivar en caminos que ellos mismos no han transitado. Es la sociedad (liderada por los políticos) la directa responsable de este cometido: la motivación del aprendizaje, les corresponde íntegramente y -a juzgar por el informe Pisa- han fracasado estrepitosamente. Todos sabemos por qué: se prefiere el adoctrinamiento al conocimiento. La escuela es una institución para crear votantes y para ese cometido con la doctrina basta.
Estábamos en que la autoconciencia de la importancia del sentido común estaba en el centro de la cuestión. Los primitivos lo llamaron “omnipotencia de las ideas” y consistía en que bastaba con desear algo para obtenerlo: no había diferencia entre lo mental y lo real. Luego vinieron filósofos que entendieron que todo los inteligible es sensible (si lo … o existe en la realidad o puede existir) y así se conformó la identidad entre lo mental y lo real. El sentido común no solo es un arma sino un arma de destrucción masiva de lo real. No todos -como Aznar.- tenemos la suerte de encontrar esa arma, físicamente en lo real (el suelo irakquí) y debemos recurrir a nuestra fortaleza interior para llegar al convencimiento del sueño americano y alcanzar el poder (léase dinero) a través de nuestro instinto más básico: la supervivencia (si pensabais que es el sexo… desengañaos: el sexo solo es un camino para la supervivencia, gratificante pero no más que la vida misma). La sicología motivacional (skineriana) ha hecho el resto. ¡Tú puedes ser lo que te propongas! Solo hace falta que sustituyas “propongas” por “pienses” y habrás alcanzado la omnipotencia de las ideas. Y una vez en este estado de gracia solo resta ejercer: ¡enseñar al mundo tu inacabable conocimiento! Porque el sentido común tiene otro componente: la pasión de dar lecciones, de enseñar, de transmitir saber.
Enseñar es parte del equipo básico del que viene equipado todo humano cuando llega al mundo. Los padres nos enseñan… aunque también nos enseñan nuestros compañeros de juego, nuestros hermanos y nuestros vecinos, y -por supuesto- esa categoría de gurús que son los maestros (en el sentido de guía, norma u horma). ¿Que podría salir mal? Los padres enseñan desde la autoridad (¡y no digamos los maestros!). Todos sabemos que el argumento final de cualquier discusión padres/hijos es: ¡porque sí, porque yo lo digo, porque tú eres un ignorante! Dice Ranciére que el maestro debe ser ignorante no en el sentido de no saber sino en el sentido de aprender conjuntamente, adentrase en el saber en una aventura común. No se puede enseñar desde la autoridad porque la autoridad es dominación y esta, deja siempre un mal gusto de boca que desacredita la función de enseñar. Saber no es una jerarquía es una empresa común. Todos somos iguales en inteligencia simplemente la distribuimos de distinta manera. Siempre podemos aprender de alguien que jerárquicamente está provisionalmente debajo de nuestras posibilidades. Todo genio, muestra carencias en los campos que -evidentemente- ha descuidado en su dedicación intensa al campo de su perfección. En resumen: todo el mundo da lecciones, lo que normalmente tiene poco que ver con su solvencia y mucho que ver con la dominación… incluso inconscientemente.
Pero hay más. Antes de la era del ordenador de bolsillo (también llamado teléfono inteligente) el sentido común, la pasión por enseñarlo todo y predicar sobre todo tenía una cláusula de cierre compleja. Resolver cualquier porfía (llamarle discusión, así, en general, parece magnificarla) era cuestión de recurrir al diccionario o a la enciclopedia. Como todo el mundo pensaba que la enciclopedia era un complemento de la librería que se incluía en el precio, las porfías quedaban sin resolver a no ser que mediara una apuesta situación en la que el recurso al oráculo estaba más que justificado. Ahora cualquier porfía es resuelta por un árbitro improvisado que sentencia: “no hace falta discutir -sacando el teléfono- la respuesta es…”! .-nótese que es otra forma de enseñar-. Esta precariedad -en vez de disuadir de pontificar sobre todo- ha espoleado a los maestros vocacionales a consultar con el dispositivo antes de enunciar la verdad. O disfrazar su pontificado de consulta docta. Aunque todavía quedan los que desconfían del veredicto del teléfono: “Eso está equivocado”. No sabemos más sobre los temas que nos afectan (desde la transgenia, al láser) pero lo sabemos todo sobre las intrascendencias familiares de todos nuestros allegados o incluso desallegados pero famosos. Estamos en la cultura del fregadero, o dicho de otra manera (como nos propondría Rajoy, frunciendo los labios como para silbar): el mundo es un gran fregadero.
Juntemos todas las piezas: el saber, el conocimiento es un instinto de supervivencia y por tanto difícilmente manipulable por la razón; aprender estudiando (fortaleciendo el músculo mediante el ejercicio) es costoso y tedioso, necesitado siempre de motivación. La sicología nos ha convencido de nuestra valía (quizás solo de nuestro potencial) resumida en el sueño americano: ¡usted puede ser presidente!; la omnipotencia de las ideas es un vestigio de épocas primitivas presente y bien presente; El saber es una forma de dominación heredera de la fuerza y la brutalidad; La inteligencia tiene algo de don divino que puede anidar en mí simplemente ¡porque yo lo valgo! La conspiranoia o el “sabelotodismo” lo que encierra en definitiva es el desprecio de los sabios, de los estudiosos, de los entregados al saber. Si todos somos sabios ¿a quién podremos enseñar?
El desgarrado. Junio 2025