» 12-03-2024

Señoras y señores 102-3. Fantasías cognitivas: Trascendencia.

Entre las fantasías masculinas -y digo masculina porque es evidente que la mujer vive la trascendencia de forma absolutamente distinta- la de trascender ocupa un lugar distinguido. De alguna manera esta fantasía entronca con la de supermán y con la de epopeya-épica-héroe, pero que he decidido tratar por separado por cuanto la relación que tiene con las religiones y con la inmortalidad la hacen especial. Trascender es -en primer lugar- negar lo efímero de la vida y por tanto superar la principal limitación que niega la principalidad del hombre en la creación-evolución. En segundo lugar afecta a la inmortalidad, la no muerte -metafórica o real-, la persistencia en la memoria, en el aprecio y en la historia por nuestras grandes obras, nuestra gran personalidad o simplemente en nuestros genes (que, por supuesto consideramos los mejores, como cualquier primate). El miedo a la muerte, su irracionalidad y su inevitabilidad nos introduce en una espiral en la que la eterna juventud (ralentizar el momento de la muerte), se convierte en una prioridad. Todas las religiones nos proponen un paraíso tras la muerte a cambio de nuestra obediencia ciega a sus principios, es decir a cambio de nuestra libertad (otra fantasía).

 

La vida es un equilibrio inestable con el medio. Inestable y deficitario pues necesita que el intercambio de energía con el medio sea negativo para éste. En resumen: requiere un esfuerzo continuo para mantenerse y ese esfuerzo es el instinto o impulso de vida. Los elementos de que se compone el universo mantienen unas relaciones de afinidad que les permite establecer relaciones estables (resumidos en cuatro fuerzas: gravedad, electromagnetismo, atómica fuerte y atómica débil). La química primero, y después la física nos explican como las estructuras se pueden complejificar mediante estas atracciones entre elementos. Toda estructura tiene como primer impulso el de mantenerse (Laborit). Si introducimos un elemento extraño en nuestro organismo, éste equilibra su influjo mediante la creación de neutralizadores de ese influjo (anticuerpos). Si el influjo cesa, los anticuerpos se resisten a desaparecer y eso es la adicción: la permanente exigencia de los anticuerpos de alimento para justificar su existencia. La (adicción a la) vida sería la quinta fuerza de la naturaleza: el mantenimiento de la estructura mediante el intercambio continuo de energía (con saldo positivo) con el medio. Y esa fuerza es el impulso de vida, la imperiosa “ necesidad” de mantener su estructura. Ese impulso a complejificar la propia estructura es un medio de defensa pues cuanto más intrincada es la red de enlaces más difícil es de desbaratar.

 

La autoconciencia extrema adquirida por el ser humano le permite conocer su destino mortal y ahí se produce una paradoja mental que enfrenta a la cognición de la muerte con el impulso de vida. Para cualquier animal -desconocedor de la inevitabilidad de la muerte- los conflictos habituales de la vida: comer o ser comido, se resuelven mediante la huida o la lucha. Por su parte la evolución, mediante el mecanismo de selección natural, dispone de distintas estrategias para favorecer la subsistencia del más apto que van desde dotar de armas letales (garras, colmillos, velocidad, camuflaje, inteligencia, etc.) a la dotación de una progenie tan extensa que garantice la supervivencia de los individuos suficientes para que la especie perviva. La evolución antepone la superioridad de la supervivencia de la especie sobre la del individuo, inventa el “altruismo”. El altruismo se opone al instinto de vida (individual) al sacrificar esa vida en beneficio de la especie. 

 

Ya tenemos el panorama físico-biológico completo para entrar en tema, y el tema es la vida eterna, la superación de la efimereidad de la vida (la inmortalidad) o la trascendencia (la vida después de la muerte). La ciencia (medicina, criogenia, eugénesis, ingeniería genética…) busca la inmortalidad (vencer a la muerte) mientras la religión, el reconocimiento, la memoria, la resurrección, buscan la trascendencia, la vida después de la muerte. A todas estas estrategias se aferra el hombre para pervivir. Y como la mayoría son ficciones la apuesta por ellas es asimismo una fantasía. Si bien nunca obtendremos la inmortalidad bien es cierto que podemos alargar la vida tanto como para que sea equiparable (en el límite) a aquella. Para la medicina la muerte es innecesaria; para la evolución es absolutamente necesaria (¿que sentido tiene dejar vivos a individuos que ya han sido amortizados por la reproducción y la selección?). La inmortalidad es una cuestión síquica. Renovamos todas nuestras células entre cada 7 y 10 años. Lo que permanece tras ese lapso es nuestra consciencia pero no nuestro cuerpo. Lo que por otra parte nos sitúa ante la tesirura de que ya somos inmortales, pero inmortales recursivos parciales. Dado que la consciencia es capaz de proveerse periódicamente de otro cuerpo, la metáfora religiosa de la muerte como la separación (definitiva) del alma y el cuerpo es una buena metáfora. Si pudiéramos verter el contenido de nuestro cerebro (de nuestro organismo) en un receptáculo adecuado, ganaríamos la inmortalidad síquica pero dejaríamos de ser humanos. Aunque el ciborg es una perspectiva contemplada por algunos científicos. Debido a los implantes todos somos ya ciborgs. Pero la fantasía excluye la ciencia-ficción. Queremos la inmortalidad dentro de  los parámetros en que transcurrió nuestra vida, lo otro son apaños. 

 

Sobre la trascendencia religiosa poco hay que añadir a lo ya dicho por la historia,  aunque también presenta problemas técnicos, sobre todo en la “resurrección de la carne”. ¿Qué cuerpo retomaremos en la resurrección cuando Dios nos llame a su seno? Pero, para Dios, eso no debe ser problema… que para eso es Dios. El pervivir en la memoria, pasar a la historia, es otra forma de pervivir. Si nuestras obras perviven, pervivimos nosotros. El arte nos permite admirar a Fidias, cuando ya hemos olvidado a nuestro bisabuelo. El impulso de dejar memoria es intenso. Los políticos lo encarnan con persistencia. Los reyes-grandes-constructores de la antigüedad todavía son reconocibles en sus monumentos: las pirámides no solo son tumbas, también son memoria eterna. ¿Quien recordaría a Nefertiti o a Tutankamon? Los científicos también tienen su Parnaso, esperando a que les den el premio Nobel, o nombrando una ley de la naturaleza. Pitágoras pervive en nuestra memoria y nuestra admiración 26 siglos después. Ser grande en vida supone un pasaporte para la eternidad, y eso, también explica nuestro afán de notoriedad, y como consecuencia, el progreso exponencial de nuestra especie. Nuestra pervivencia genética es la que queda excluida de la fantasía, simplemente por que es para todos igual, al margen de la valía personal, al margen de nuestra libertad. La ingeniería genética, resolverá eso… probablemente. 

 

El desgarrado. Marzo 2024.




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