» 27-12-2023

Señoras y señores 79-1. El hecho diferencial femenino- Un poco de historia.

Es evidente que hombres y mujeres somos distintos, la pregunta es si esa diferencia llega más lejos del dimorfismo sexual, o se circunscribe a éste. En el ámbito del instinto la diferencia es pequeña, fuera de  los roles que la diferencia de sexo implica. Pero en el caso de la especie humana la cosa se complica debido al 1) pensamiento racional, 2) la autoconciencia y 3) la inevitabilidad social de la igualdad. Tres aspectos que cabe analizar con detalle. 1). El pensamiento racional supone una superación brutal del instinto determinista. El individuo amanece más allá de los papeles fijados por el determinismo del instinto: la libertad. El libre albedrío hace que cada un o de los dos miembros de la especie por razón de sexo, sean capaces de tomar decisiones personales y autónomas. No estamos hablando de actores que están siguiendo un guión, sino de de seres independiente,  libres de tomar el camino que se propongan. La simetría de tal situación conduce directamente a la igualdad. Ninguno de los papeles necesarios para el dimorfismo sexual, es superior al otro, Cualquier diferencia en este aspecto debe por fuerza haberse originado en pautas culturales. 

 

2). La autoconciencia -a pesar de no ser exclusiva de la especie humanas- supone -en el límite- una diferencia sustancial con respecto a los animales que no la tienen. La autoconciencia nos enfrenta a la realidad de la individualidad. Ya no somos una parte indisociable del mundo; se ha producido una cesura un separación fundamental que coloca al mundo y a nosotros mismos en situaciones enfrentadas. La primera consecuencia es que podemos relacionarnos con el mundo desde la perspectiva de que lo analizamos, lo entendemos y obramos en consecuencia. Esa nueva relación con el mundo es determinante: si el mundo tiene una lógica, unas reglas a las que se ciñe, la especie es capaz de descubrirlas y pasar a la acción controlándolas. En estos dos puntos: la separación del hombre del mundo y la posibilidad de que ese hombre sea capas de entender el mundo y obrar en consecuencia, en una palabra las condiciones de existencia de la metafísica, radica la autoconciencia.

 

3). La inevitabilidad social de la igualdad deviene de las sos anteriores: la libertad que implica el pensamiento racional y la individualidad que dimana de la autoconciencia. Libertad e igualdad son dos conceptos que no existen en el reino animal y que por tanto no tienen equivalente biológico. En ambos casos son rasgos específicos de la especie humana y que deben ser explicados desde sus peculiaridades como la sociología o la cultura. Sabemos las dificultades que presentan ambos conceptos pero eso no nos exime de que debamos lidiar con ello. Por encima de cualquier diferencia funcional los dos sexos en la especie humana deben ser libres e iguales y por supuesto -para alcanzar la declaración de principios de la revolución- fraternales, es decir el hecho social como determinante de las relaciones entre los sexos (hasta alcanzar la sororidad, es decir la sociedad específica del género femenino). 

 

Pero esta libertad e igualdad que en teoría son inherentes a nuestra especie no se dan en la práctica. La herencia animal impuso una fortaleza mayor para el hombre (cuyo rol sexual es proteger y alimentar) que éste aprovechó para imponer su dominio a la hembra. Lorentz había distinguido entre la agresión animal extraespecífica (sobrevivir) e intraespecífica (territorial y reproductiva). El instinto había solucionado la papeleta ritualizando las luchas por el liderato, el territorio y por las hembras, haciendo desaparecer de ese modo el riesgo de poner en peligro la persistencia de la especie. Podría ser perfectamente el primer caso de la (proto)simbolización de las relaciones entre los individuos de una especie. Dicha ritualización se asentaba enormemente en los actos de sometimiento o de apaciguamiento que acababan con el acto de agresión. El macho adopta así (excepto en el acto de escoger pareja) el dominio sobre las hembras que supone su sometimiento. A medida que la libertad y la igualdad se afianzan, esa situación se hace insostenible pero el macho no quiere ceder su privilegio y se produce el enfrentamiento: la reinvindicación de las hembras de sus derechos, en simetría con los de los hombres.

 

Durante milenios se producen una serie de conductas que suponen un avance pero también una componenda entre los derechos de ambos bandos. El amor romántico es uno de ellos. A medida que las crías nacen más inmaduras debido al mayor tamaño de la cabeza constreñido por el canal pélvico, la necesidad de la familia estable se afianza. Durante los primeros dos años de vida el niño es incapaz de valerse por sí mismo lo que implica la protección de la familia. Pero no era fácil convencer al macho de que renunciara a su promiscuidad (basada en la máxima difusión de su herencia genética), ni a su derecho (adquirido por la fuerza) de hacer su voluntad despreciando la de la hembra. El amor es una suspensión transitoria de la jerarquía, efectuada por medios hormonales, un estado transitorio de locura en el que el hombre se comporta como siempre debería haberlo hecho. Pero en cuanto pasa el efecto de las hormonas el hombre vuelve a sus privilegios., se aprovecha del instinto maternal de la madre para desentenderse del cuidado de las crías. Los papeles de protector-alimentador y cuidadora-conservadora se consolidan en la diferencia, en vez de avanzar hacia la igualdad y la libertad. Con la cultura nace el pacto metafórico en el que el hombre se compromete a desempeñar el papel exclusivo de protector-alimentador y la mujer queda liberada de aquel, dedicándose en exclusiva al de cuidadora.  Pero eso no soluciona que el ansia de igualdad y de libertad sean cada vez más fuertes. 

 

Y así nace el micropoder (Foucault) femenino como alternativa al macropoder masculino. La mujer asume la libertad de ejercer ciertos cometidos que, de algún modo la igualan con el poder del hombre… a otra escala. La tendencia natural al cuidado de la mujer se amplía, de las crías y de los mayores, al hogar, la educación de los niños, las pequeñas decisiones y paulatinamente al entorno y el medio ambiente. El hombre se reserva las grandes decisiones. Para entonces la agresión intraespecífica se ha ampliado -más allá del territorio, el liderato y la procreación- al pillaje, el sometimiento de otros pueblos, la esclavización, etc… en definitiva, la guerra. Los asentamiento se estabilizan dando lugar primero a los poblados y finalmente a las ciudades. Los graneros (el almacenamiento de excedentes) atrae a los ladrones y las ciudades se amurallan tanto exteriormente como interiormente (la ciudadela) que separa al pueblo del palacio y el templo. La mujer, poco o nada interesada en el poder (más allá de su familia), acepta el papel subalterno que se le asigna institucionalizado por la religión y la metafísica. La tendencia analítica de los hombres les conduce (a unos pocos, todo hay que decirlo) a la reflexión (conocimiento del mundo) y a la creación de instituciones sociales. La mujer acepta esas creencias y esas instituciones como parte de la civilización en la que vive, sin cuestionarse su idoneidad o conveniencia. Se produce así el desinterés de las mujeres por los asuntos de los hombres: la guerra, el macropoder, la política, la macropolítica, agravado por el interés de los hombres en tenerlas por inferiores. Su falta de interés es entendida como impotencia. El sistema social parecía así estable.

 

Pero en el SXIX -debido a la revolución industrial y laboral- las mujeres son llamadas a colaborar en el trabajo rompiéndose el pacto que las mantenía confinadas en el hogar (todo hay que decirlo, trabajando como locas). Si las mujeres colaboraban en la protección y alimentación se imponía que el hombre colaborara en el cuidado. Pero no fue así. El hombre -afianzado en sus privilegios- se niega a colaborar y se produce el movimiento feminista, sin otra pretensión que la igualdad de derechos. Los hombre lo entienden como una subversión de los valores tradicionales e inician la tarea de desacreditar al movimiento por todos los medios.  Pero el particularismo (la adhesión al círculo familiar) no favorece que las mujeres se sosoricen ni elaboren un pensamiento netamente femenino -insisto: porque no les interesa- que les facilite mostrarse como un frente común. La lucha feminista se centra en la igualdad, desoyendo las voces que denuncian que igualdad es igualdad al modelo masculino, pues no existe otro. Habrán de pasar años hasta que -con la generalización de la educación y las mujeres pensadoras- se plantee la libertad como el tema central del feminismo. 

 

La palabra “diferente” ha sido históricamente un vector de exclusión, así que es fácil entender que muchas mujeres no quieran ni oír hablas de diferencia (Rippon). Sin embargo otras (Irigaray) están convencidas que la diferencia es el tema por el que hay que luchar. Siempre que se respete la igualdad de derechos (entendida como no marginación/dominación/sojuzgación) el tema por el que luchar debería ser la diferencia. Todavía hay demasiados hombres que entienden a las mujeres como inferiores, en inteligencia, en oportunidades, en valía, en virtud. Y lo que es peor, hay demasiadas mujeres que defienden el “estatus quo” de esos hombres. No es difícil explicárselo: Tras eones de desigualdad muchas mujeres han llegado a pensar que la igualdad solo es posible pasándose al bando de los hombres. Actúan como hombres, practican la política y la economía como hombres y se plantean la maternidad como los hombres se plantean la paternidad: como un cálculo socio-económico. El hecho diferencial femenino es demasiado importante como para no tenerlo en cuenta. Es evidente que a nivel personal toda mujer ha de tomar sus propias decisiones sobre la maternidad o su papel social, pero como especie… nos estamos extinguiendo. La razón es que las mujeres piensan como los hombres (porque es el pensamiento ganador) y supeditan la maternidad (en momento y en número de hijos) a consideraciones masculinas. Y es esa intoxicación masculina del pensamiento femenino la que debe acabar. 

 

¿Pero existe un pensamiento femenino? Si tratamos de encontrarlo en el modelo masculino, la respuesta es no. Pero esa es la trampa de la igualdad en la que el hombre siempre involucra a la mujer. La igualdad se plantea como: ser igual al hombre, tomarlo como modelo. Es decir el pensamiento femenino debe ser un pensamiento sobre el modelo del pensamiento masculino (teológico-metafísico). El hecho de que nunca haya existido un pensamiento propiamente femenino (sistemático y plenamente desarrollado, al modo de la metafísica) no explica incapacidad sino indiferencia, contingencia, desinterés en un modelo de pensamiento inválido en muchos aspectos. Hoy que la metafísica ha entrado en barrena (deconstrucción) a manos de la posmodernidad, es el momento de buscarle una alternativa que bien podría ser el pensamiento femenino. O quizás el pensamiento humano. Lo que no es de recibo es el pensamiento masculino, del que la humanidad solo puede avergonzarse. Igualdad es (en una de las acepciones que maneja nuestra Constitución) tratar a los diferentes de forma diferente. Y por ello es tan importante que reconozcamos la diferencia de la mujer, su idiosincrasia. 

 

El desgarrado. Diciembre 2023.

 




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