» 25-01-2024 |
El texto del 93-2, análisis, síntesis, corresponde al publicado con el número 79-2 de la misma serie. Respecto al 93-3, el tema de la razón y la emoción lo traté por extenso en los blog: “Animales racionales” que podéis consultar. Empezamos, pues, con el 93-4: Odio/muerte-amor/cuidado.
El tema del cuidado es recurrente en la literatura feminista. Si la mujer lo lleva o no en la sangre es discutible pero lo cierto es que cuidar de la casa, de los niños, de los enfermos, de los mayores… es su destino. A lo que podríamos añadir cuidar de sí misma (la “buena presencia de los anuncios de empleo”) que se ha convertido en una exigencia social. Si bien no existe una obligación física de presentarse con el mejor aspecto posible, la imagen de la mujer responde hoy a un estereotipo del que es difícil escapar. Veblen en “La clase ociosa” lo describió certeramente: la mujer es el escaparate del poder del hombre. Si lleva taconarros, uñas largas y vestidos poco prácticos es para mostrarnos que su marido la mantiene; si su ropa es cara, se cubre de joyas y tiene un coche de lujo es para mostrarnos que su marido goza de una posición social privilegiada. Es posible que esta explicación esté trasnochada pero lo cierto es que el estereotipo poco ha cambiado. Y no acaba ahí el cuidado. El cuidado de las plantas ornamentales, de las mascotas (es decir de los otros seres vivos) se ha ampliado a la ecología y a la salvaguarda del planeta.
El pensamiento primitivo presocrático (mítico, pero no solo) suele hablarnos de matriarcado, tal como lo hace Irigaray. Quizás no fue matriarcado (dominación) pero si fue pensamiento “femenino”. Quizás no fue superior al pensamiento masculino, pero sí estuvieron fundidos, lo que resultó en paridad. Eso no quiere decir que el hombre no dominara por la fuerza (amparado por su superioridad física), sino que el pensamiento era común. Se dice siempre que eran sociedades cazadoras-recolectoras pero lo cierto es que la división del trabajo por tendencia y efectividad pronto destinó la recolección a las mujeres (más pacíficas, más observadoras) y la caza a los hombres (más agresivos, más audaces). La agricultura neolítica se produce por la confluencia del huerto femenino y la ampliación del grupo tribal -unido por lazos de sangre- al grupo extenso unido por lazos ideológicos, que le permitió acometer empresas más complejas. Porque el origen de la agricultura es femenina (el huerto) aunque no hubiera podido masificarse sin la ayuda del hombre (el arado, el acondicionamiento de los terrenos…). La domesticación de los animales también fue una empresa común (con la colaboración inapreciable de los propios animales). En definitiva: existía un pensamiento común en individuos con distintas capacidades y sesgos. Si no individualmente (la fuerza física desnivelaba la balanza), socialmente eran igualmente valiosos.
La aparición del logos, de la razón marca el fin de esa comunidad de pensamiento y de valor social. Con el logos (y la metafísica ontológica) el hombre toma las riendas e impone un nuevo orden en el que la mujer está sometida al hombre y minusvalorada. Excluida de la inteligencia, de la religión, de la vida pública, e incluso de la genealogía de la procreación (reducida a madre nutricia) es arrinconada al hogar y al cuidado. Sus valores científicos ancestrales -como la observación atenta y el sentido común atinado- son despreciados frente a una razón que se erige en dueña y señora del pensamiento masculino, hasta el punto de atreverse a descubrir el mundo al margen de la experiencia y de la observación. La metafísica crea la cláusula de cierre del sistema al nombrar a todas las características masculinas como virtudes y todas las femeninas como vicios. El pensamiento primitivo masculino-femenino fue desmantelado dejando a la mujer excluida del nuevo pensamiento masculino y la mujer se vio obligada a luchar con las armas del enemigo: el logos. De hecho la mujer siguió practicando el pensamiento primitivo de la colaboración y la relación aunque para entrar en el campo masculino se veía obligada a usar un pensamiento que le era extraño. el logos. Y así hasta hoy en que desde el SXX se discute la metafísica, cuando el capitalismo -netamente metafísico y masculino-, ya no permite cambios sustanciales. Los intentos de crear un pensamiento femenino han resultado inútiles. La mujer con el pensamiento primitivo y -eventualmente el logos, en casos puntuales- tiene suficiente para un ideal de vida de paz, colaboración, conservación, integrada en la naturaleza y en interacción continua con los otros.
La otra cara del cuidado es el amor. En la tradición metafísica de obtener un mundo “cerrado” mediante el uso de pares de oposiciones excluyentes, el amor se opone al odio. Pero como dice Irigaray hay aquí un error de cálculo: lo opuesto al amor es el desamor, el no-amor (única manera de que entre uno y su opuesto abarquen -cierren- todo el campo de existencia). Solo así puede existir el principio lógico del tercio excluso: entre el amor y el no-amor no cabe un tercero en discordia. Pero la metafísica situó ahí -espuriamente- el odio y desde entonces aplicamos el odio como lo opuesto del amor. El odio no exige la existencia previa del amor, por lo que no se le opone de forma completa. Se odia al extranjero, al raro, al distinto (en aspecto, en costumbres, en pensamiento, en afinidades). al poderoso, al molesto, etc. El amor es condición necesaria para el odio pero no es condición suficiente. El campo del odio es mucho más amplio.
El amor es el mecanismo que ingenió la naturaleza (la evolución) para crear un vínculo entre hombre y mujer lo suficientemente fuerte como para que ambos se embarcaran en la aventura de la procreación. Y no solo hizo falta la atracción sexual (que ya es mucho) sino que hubo que disponer una batería de cambios hormonales que nublaran el entendimiento de modo que la aventura pudiera ser un éxito. Disminuir la agresión (Lorentz), aumentar la afección, reducir el egoísmo, aumentar el impulso colaborador, etc. El amor sexual es amor fatí. Pero las posiciones de hombre y mujer respecto al amor no son simétricas. Para la mujer el medio se tiñe con lo deslumbrante del fin pues el vínculo que le uno con el hijo/a es descomunal. Para el hombre, todo son defectos en la procreación (excepto el placer que es descomunal) pues para esparcir la semilla lo único que hace falta es la ocasión y desaparecer. No otro sentido tiene que la mujer tenga unos pocos óvulos y el hombre millones de espermatozoides. La crianza de un hijo/a es costosísima en tiempo (el bebé no será autónomo hasta los cinco años… y no se irá de casa hasta los treinta) y en esfuerzo. Así, la naturaleza calculó que el estado de obnubilación debería durar de 5 a 7 años. Cuando la familia se convirtió en institución se evidenció que ese periodo se debía ampliar por otros medios (respeto, lealtad. compañerismo, afecto…) o por un compromiso social establecido.
En nuestra sociedad -tan escasa de recompensas- el amor se ha convertido en altamente recompensante. Aspiramos al amor como una cuota de felicidad (gozo) que estabilice nuestra deficitaria economía de placer. La sociedad lo magnifica y lo impulsa. La política -tan escueta en dar satisfacciones- lo maneja como si fuera obra suya. Durante milenios la mujer fue educada para procrear dentro de la familia y ello creó una espectativa de felicidad que se llamó romanticismo. Hoy existen destinos alternativos y el romanticismo como aspiración desaparece. El amor es -en definitiva- un entramado de pulsiones e intereses biológico-sociales difícil de evaluar. Porque la familia no solo implica el cuidado de la prole, lleva el premio añadido del cuidado de los enfermos, los mayores, el hogar, las mascotas, la pareja… la familia se ha convertido en un pack difícil de afrontar. Y cuyo peso recae mayormente sobre los hombros de las mujeres… que, además, debe cuidar de la economía familiar (antaño ocupación de los hombres) saliendo a la calle a batirse el cobre en el ámbito laboral. ¿Hay quien de más?
El desgarrado. Enero 2024.