» 14-05-2020

Reflexiones tipográficas 239. La muerte y el coranavirus.

Adoramos la uniformidad. La perfección de la previsión. Pero la uniformidad es la muerte. La nivelación termodinámica. La vida es el paso continuo de lo peor a lo mejor (haciendo un abuso de las situaciones morales). No odiamos la muerte, la anhelamos. “¡Se acabó!” “ha dejado de sufrir” “La vida es un valle de lágrimas” El saber popular (y el cultural) nos habla de la infelicidad de la vida. Damos por supuesto que la muerte es la violencia máxima. El momento en que nos arrebatan el bien más preciado. No es así. La mayoría de los mayores que se mueren, es porque deciden que no merece la pena seguir viviendo. Los duelistas, los que follan sin condón, los que practican deportes de riesgo, esos descerebrados que graban vídeos jugándose la vida, coquetean con la muerte. La eutanasia nos da la coartada para seguir pensando que la vida es infinitamente mejor que la muerte. Que la muerte es la solución a una vida infame. No es cierto. Anhelamos la muerte en cuanto descubrimos que la vida es un vaivén, un subibaja, una zozobra. Nuestro instinto de supervivencia nos protege. He dicho instinto. No es la razón la que nos protege.  La razón sabe que la felicidad es dejar de luchar, de sufrir, de angustiarnos. Allanarse.

 

Freud le llamó “instinto de muerte”, Tanatos, en su primera tópica. Luego lo enmascaró. Casi todas las religiones nos proponen un paraíso tras la muerte. Resuelven un problema socio-político con un delirio. Un mecanismo de dominación: “Tu sufrimiento en la tierra te está ganando la felicidad en el paraíso”. ¡Que gran alianza entre el poder terrenal y el poder espiritual! El truco más antiguo del mundo: “Este dolor te será compensado en placer”. Todo el placer está en la tierra. Y todo el dolor. La vida nunca es plácida: ahora es placer y ahora es dolor. Tormenta y calma. Y esa alternancia, la imposibilidad de preverla, nos consume. Porque lo nuestro es el control, saber en cada momento lo que va a ocurrir. Afortunadamente con la razón la evolución nos dotó de la pasión: la posibilidad de anular la razón en momentos puntuales, la posibilidad de enfrentarnos con la muerte de tú a tú.  No en vano el orgasmo es la pequeña muerte. El sexo es la memoria de Tanatos.

 

¿Por qué la muerte? En primer lugar es consecuencia del oxígeno. Nos oxidamos y nuestros tejidos y nuestros procesos se deterioran como un hierro se oxida con el aire (con el oxígeno). La tierra primitiva no tenía oxígeno. Tenia vida pero no oxígeno. Durante 2.000 millones de años las bacterias dominaron la tierra en un ambiente anaeróbico. Se reproducían por división y renovaban su ADN por recombinación. En un momento dado unas bacterias empezaron a emitir oxígeno como consecuencia del aprovechamiento de la energía solar (como hacen actualmente las plantas verdes). Fue una hecatombe. Las bacterias anaeróbicas murieron (o se refugiaron en ambientes protegidos) y solo sobrevivieron las que aprendieron a respirar oxígeno. Se propiciaron formas de simbiosis entre bacterias protegidas por membranas resistentes al oxígeno: las células. Los organismo iniciaban la senda de la pluricelularidad. Una forma eficiente de aprovechar la energía nos condenó a la muerte. La división y la recombinación ya no fueron suficientes para sobrevivir y la reproducción se tuvo que adaptar a sistemas más complejos. La célula fue el lugar elegido para la recombinación del ADN contenidos en los cromosomas. A partir de entonces se inventa la reproducción sexual y la distinción de géneros. La reproducción sexual es un mecanismo eficiente para la inmortalidad de la especie pero a costa de la desaparición de los individuos. No era eficiente conservar un individuo oxidado y gastado. Con conservar los genes era suficiente (Dawkins).

 

Cuando el individuo tuvo autoconciencia se preguntó por el sentido de la vida y por tanto por la inexorabilidad de la muerte. Hasta que no conoció en profundidad los mecanismos de la bioquímica no pudo darse respuestas y para entonces la cultura de la muerte ya estaba instaurada por el mito, por la religión, por la sociedad, por la filosofía y todo apuntó a que el individuo, el rey de la creación era material amortizado, abono. La paradoja es que somos individuos biológicos eficientes porque somos fungibles. En el regalo llevamos el veneno. La ciencia nos propone ahora la inmortalidad (en contra de los consejos de la propia naturaleza). De una forma pueril supone que solucionando los problemas de la oxidación (criogenizando para esperar a una ciencia mejor, clonando para volver a empezar, desoxidando para evitar el deterioro, cybogizando para reponer las piezas rotas) podremos vencer a la muerte. Sin embargo todos esos mecanismos siguen ocultándonos sus secretos.

 

La realidad es que alargamos la vida pero no alargamos la calidad de vida. La vida se debería poder alargar por la biología (invirtiendo los procesos) y no por la medicina (arreglando los desarreglos) y de eso estamos muy lejos. Ya en la actualidad tenemos un problema con el inmenso ejército de ancianos que no pueden trabajar pero viven (las más de las veces en situaciones penosas) cada vez más años. Sus pensiones, el personal y medios que necesitan para cuidarlos, se van haciendo cada vez más gravosos, amenazando ya mismo con ser insostenibles. La eutanasia, la muerte digna, es una solución a la que la religión se opone porque para la religión la vida es de Dios. La dignidad está por encima de la vida y nadie debería vivir una vida que no puede llamarse de esa manera. Ante la imposibilidad de que sea la sociedad la que tome esa decisión debería permitirse a los individuos que decidan sobre su vida digna y sobre su muerte. La medicina está profundamente imbuida por el espíritu religioso. ¡Respeta la vida a ultranza sin otra alternativa! Estudia la vida a través de la muerte (la anatomía) y la entiende como su contraria. No posee un concepto de la vida que no sea la evitación a toda costa de la muerte. Necesitamos otra medicina. Una medicina no reactiva sino proactiva.

 

Un corona virus ha tomado la responsabilidad de acabar con la vida de los ancianos con una mortalidad cercana al 80%, respetando exquisitamente a los niños. Quizás es la naturaleza la que ha tomado cartas en el asunto. Quizás no. Quizás ha sido Dios, los estraterrestres o el científico loco de turno. Toda extinción de especies ha sido siempre, por una parte una catástrofe biológica y por otra parte, una oportunidad para los sobrevivientes. Los mamíferos nunca habrían dominado la tierra ocupada por los grandes saurios sino hubiera sido por la última gran extinción. Los organismos pluricelulares con reproducción sexual nunca hubieran aparecido sin la primera gran extinción de bacterias por el oxígeno. Si estamos aquí es gracias a las seis grandes extinciones catastróficas que en el mundo han sido. El cambio climático apunta a que las muertes por cuestiones respiratorias se agravarán en breve. Los principales damnificados serán los mayores. Todo apunta a que la naturaleza no quiere saber nada con la inmortalidad. ¿O no será ella?

 

El desgarrado. mayo 2020.




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