» 27-10-2023

Animales racionales 2. El sentido común.

El sentido común es omnipresente en nuestras relaciones humanas. Sin embargo la sabiduría popular propone que “es el menos común de los sentidos”. Los políticos lo utilizan como recurso último cuando no pueden echar mano de los recursos habituales de la racionalidad: como los datos, la experiencia, la lógica formal, etc. con la fórmula: “como debe ser”, “como no puede ser de otra manera”, “Como todos los españoles saben o quieren”, “como Dios manda”, “como los países de nuestro entorno”, etc. Los humanos lo utilizamos como forma de dominación, como signo de superioridad sobre nuestros congéneres, lo que implica el recurso a la mentira, al exabrupto o a la última palabra. El sentido común desplaza al conocimiento fruto de la formación (de científicos, filósofos y maestros), considerado como incomprensible o pedante, con lo que desprecia la educación. Pero ¿Cuál es el núcleo duro de ese sentido común que parece desplazar a cualquier otro tipo de conocimiento? ¿Es racional? ¿Es científicamente (o filosóficamente) identificable? Y sobre todo ¿Cuál es su valor de verdad?

 

Fue Sócrates quien atribuyó a la discusión la posibilidad de alcanzar la verdad, normalmente por aplicación del principio de no contradicción (mayeútica). Oponía a una aserción otra que al ser desarrollada demostraba la falsedad de la primera, al modo como los abogados preguntan ¿no es más verdad que…? Dando a la verdad un grado que el sistema metafísico de pensamiento no le otorga. Pero ese método dialéctico (dialogante) pronto dio paso a una esencia dialéctica: todo encierra en sí mismo su propia contradicción y, por lo tanto, no se puede sacar agua clara de ninguna discusión. Es evidente que la dialéctica así utilizada supone romper las reglas del juego en medio de la jugada, simple y llanamente para evitar la victoria dialéctica del oponente. Y aquí el método científico-filosófico se tiñe de personalismos subjetivistas, invalidándose. No otra cosa persiguen los políticos cuando recurren al sentido común: obtener una razón que no tienen, mediante un recurso que no es válido. O cuando un niño miente (de acuerdo con la máxima de que el fin justifica los medios) para esquivar un castigo. Pero esta dialéctica parda tiene una génesis y un desarrollo que se remonta a mucho antes que al nacimiento de la filosofía griega (y por tanto, occidental).

 

En sus orígenes el pensamiento fue analógico, se alcanzaba la certeza por medio de la comparación con otras cosas inequívocamente ciertas (o verosímiles). No de otra forma se podía operar en un estadio del desarrollo de la mente en el que el cerebro relacionaba imágenes en vez de símbolos verbales. Estamos hablando de cuando la religión se instituye bajo el emblema “En el principio, el verbo era dios”,  de cuando la única verdad a la que podían acceder los humanos (¿homínidos?) era la revelación de seres superiores; del tiempo en que la única lógica era la mitológica. Esta operación de igualación entre cosas diversas (analógica) marcará todo el sistema metafísico, la filosofía y la ciencia. Y la primera igualación significativa para lo que desarrollo, fue la de lo mental con lo real, lo que pensamos con lo que percibimos, y más allá: del mundo, del universo, de lo real: la omnipotencia de las ideas. La omnipotencia de las ideas identifica lo que pensamos con la realidad “tout court”, pues esta identificación nos perseguirá durante toda nuestra existencia como especie. Hoy, en el SXXI, algo le dice al ser humano que lo que se le ocurre (por el mero hecho de haber ocurrido en su mente), corresponde punto por punto a la realidad: es cierto.

 

Pero de ahí a tratar de imponer sus ocurrencias al resto de la humanidad media un gran trecho que se llama dominación. Los animales utilizan la violencia para obtener sustento (supervivencia del individuo), para reproducirse (supervivencia de la especie) y para defenderse (supervivencia del individuo y de la especie).  En una palabra para (sobre)vivir. Incluso en el caso de la violencia sexual, ésta es  ritualizada para que esa violencia no dañe a los individuos involucrados y por tanto a la especie. El ser humano amplía sus horizontes utilizando la violencia para situarse en un posición de poder en el que la supervivencia esté garantizada al máximo (y, si es posible, para siempre). Es ya una estrategia y su manifestación es la dominación. Los daños colaterales de esta estrategia es la guerra, la lucha violenta por el poder, por la posición dominante, por la superseguridad. El ser humano es naturalmente bélico, la beligerancia es una esencia, el estado natural del ser humano. La Paz es una anomalía. La moralización de la existencia humana, la separación entre lo bueno y lo malo ha conducido -en una asociación grosera- a  identificar violencia con la maldad y por tanto a condenar la guerra como una perversión salvando la integridad bondadosa del ser humano. Ya Conrad Lorentz (“Sobre la agresión, el pretendido mal”) no solo absolvió a la violencia sino que la entronizó en el origen del vínculo amoroso. Y con esto no defiendo la violencia (y la dominación) como la defienden los fascistas (seres antiguos ellos, donde los haya) sino que la absuelvo de ser el origen de todos los males.

 

Ya tenemos un ser humano que está convencido de poseer la verdad y que es proclive a la dominación. ¿Qué podía salir mal? La sociedad. Pero no la sociedad genética (la que heredamos de los animales) sino la sociedad cultural. Lo que se opuso a ese estado de cosas fue la sociedad que pretende la convivencia pacífica de sus componentes (incluso aplicando la violencia) e impulsa la división del trabajo según conocimiento y aptitudes (“mérito y capacidad” dice el manual de los funcionarios). La sociedad prohibe la violencia (que conduce a la dominación) y adjudica el saber a determinados elementos del conjunto (científicos, filósofos, senado, etc.). Pero “hecha la ley hecha la trampa” y no todos acatan la no violencia (militares, políticos, fascistas) ni todos admiten que el saber (la certeza, la verdad) reside en quien se dedica a su cultivo. La sociedad reorienta la agresividad animal para que esa violencia se canalice por el deporte, el debate, el espectáculo edificante de la violencia, etc. y en eso estamos: en la lucha despiadada en el deporte, en el debate social y político, en el cine y la literatura (y los videojuegos) de la violencia. En esa sociedad de violencias reorientadas y canalizadas hay una práctica que está al alcance de todos los seres humanos: el debate dialéctico, tratar de imponer nuestras ideas a los demás, dominarlos “intelectualmente”. 

 

Pero ese impulso universal de dominación intelectual se opone a la existencia de una casta de sabios que detentan el poder intelectual y se hace necesario inventar otro saber diferenciado del oficial: el sentido común. El sentido común es el convencimiento de que con el dispositivo básico (sumar, leer y las cuatro reglas) más una lógica genética, tenemos suficiente para interpretar el mundo y dominarlo… o a aquellos que defienden la opinión contraria. Desprecia así el enorme edificio intelectual que miles y miles de científicos y filósofos han levantada a lo largo de 25 siglos (y en el que se basa toda nuestra tecnología). Todo el mundo sabe de todo, opina de todo y debate de todo. Y todo el mundo ha obtenido el saber necesario para ello de su propia mente. Porque hay cosas que son opinables pero otras están basadas en sólido conocimiento científico o son simplemente hechos. El conocimiento científico es ignorado, tildado de incomprensible y probablemente falso (la acción y reacción, la inercia, el continuo espacio-tiempo, la dualidad ondas-partícula…) y relegado a un mundo que no tiene que ver con el mundo real. Los hechos son rebatidos por una experiencia personal que se cree universal o por la palabra de un gurú, llámese Dios o líder.  Todo el mundo puede enfrentarse al mundo (luchar) armado simplemente con su sentido común.

 

Y entre ellos existen algunas subespecies que hay que considerar: los contreras, los proyectistas, los dispersos, los eruditos, los esquivos, los tertulianos… Los contreras anteponen el debate (la lucha) al contenido del mismo. Siempre están dispuestos a defender la opinión contraria de la que sustente su opositor, hasta el punto que si éste se declara convencido inmediatamente retoman el argumento contrario para poder seguir discutiendo. Son fáciles de manejar pues con ellos basta con argüir lo contrario de lo que pensamos para que -inconscientemente- nos den la razón. En el fondo lo que subyace es la necesidad de dominar, de vencer, de sojuzgar. El contenido del debate es lo de menos. Los proyectistas son aquellos que ven el mundo bajo la luz de su experiencia, a la que consideran universal. Cuentan la feria tal como les va en ella. Son incapaces ni tan siquiera, de imaginar que su experiencia personal no es universal y la proyectan sobre los demás. Es esta una tara que no solo afecta al común de los mortales sino que ha sido argüida incluso en contra de la terapia sicoanalítica. 

 

Los dispersos son escapistas natos. En cuanto se ven atrapados en un argumento que demuestra su incompetencia dan un giro y siguen por otra vía, colindante pero diferente de la que se seguía. En vez de ganar la lid, cambian de campo de batalla. Los eruditos van armados de un arsenal de conocimientos: citas, máximas, principios, que utilizan de forma incoherente y arbitraria. Suscitan la sensación de racionalidad o cientificidad pero imponen su voz simplemente por el aspecto de su saber, que realmente no lo es. En el mejor de los casos, acumulan información que son incapaces de relacionar. La necesidad de todo colectivo de escudarse en un lenguaje especializado (médico, ingenieril, filosófico, culto, etc.) como medio de aumentar su solvencia es patente y patético desde los cocineros que dicen “vamos a proceder a continuación…” a los pacientes aquejados de “asiática” o los agentes y portavoces de la policía que “desarticulan una asociación ilegal de malhechores”. Los esquivos son los que no entran en el debate pero que a continuación y acabado este se dirigen en “petit comité” al que consideran interlocutor asequible para desarmar los argumentos del ya faltante oponente. ¡Qué decir de los tertulianos! Hablantes de todo y expertos en nada.

 

El sentido común no tiene nada que ver con la racionalidad y sin embargo nutre los debates de bares, reuniones de comunidades de vecinos, tertulias televisivas, clubes, cofradías y asociaciones. Allí donde hay más de un individuo, hay un debate en el que se despliega el sentido común, hasta que el que va perdiendo sentencia: “hoy no arreglaremos el mundo”.

 

El desgarrado. Octubre 2023.

 




Published comments

    Add your comment


    I accept the terms and conditions of this web site