» 16-10-2019 |
Siempre se dice que bien vale perder una batalla con tal de ganar la guerra. El independentismo ha planteado su estrategia (ganar la guerra) como una sucesión de batallas que en cada momento han centrado su actuación y que no ha dado por superadas hasta que la victoria ha quedado suficientemente consolidada. No ha querido, pues, dar ninguna batalla por perdida en una labor de adoctrinamiento y de ganar el apoyo popular que garantizara llegar al final de la guerra sin haber perdido ni una batalla, es decir sin haber perdido ni un ápice de la convicción necesaria para lograrlo. Ahora se está librando la batalla de la violencia. Políticos y medios repiten machaconamente que el independentismo es pacífico, que siempre lo ha sido, que los violentos no son ellos, que los violentos son los policías, que los violentos son los españoles, los jueces, los fiscales, en un argumento circular tan simple como: si son violentos no son de los nuestros. La violencia se ha convertido en un argumento topológico: ellos son violentos incluso si aplican la fuerza policial proporcionada; nosotros no somos violentos incluso si destruimos la propiedad ajena.
Les falla el tema de la responsabilidad. Uno no solo es responsable de sus actos sino también de los actos de quienes están bajo su responsabilidad o tutela y es bien evidente que los violentos están bajo la responsabilidad o tutela de los manifestantes pacíficos. Y como ejemplo valga la aceptación de la agresión del joven a la señora de la bandera española en la manifestación de Tarragona. No hay un servicio de orden, ni se corrigen las actuaciones violentas que se producen en el seno de las manifestaciones. En una palabra: si no se fomentan por lo menos se toleran, se amparan y se tapan. Hacer prevalecer el derecho a manifestarse o a la libertad de expresión sobre la agresión a la autoridad, el destrozo del mobiliario urbano e infraestructuras, los incendios, etc. es haber cambiado la jerarquía de los valores. Como he dicho tantas veces tan corrupto es el que roba como el que viéndolo no lo denuncia. Por eso todos los políticos son corruptos, porque todos participan de esa ley del silencio mafiosa (la omertá) que los convierte en organización criminal. Pues bien, en la batalla de la violencia estamos en las mismas.
Recuerdo la situación en Euskadi durante la vigencia de ETA. La única diferencia entre ETA y el independentismo catalán son los medios (terroristas en un caso; pacíficos en el otro). Los fines son exactamente los mismos: la independencia de España. En aquel caso era habitual el reduccionismo de ¡vasco: terrorista! como si todos los vascos fueran ETA. Y ese reduccionismo se hizo también desde Catalunya donde el anhelo independentista podía considerarse similar. Toda Catalunya sentenció que todos los vascos éramos terroristas, o por lo menos yo no conocí ni a uno solo que no participara de la condena. Para ser justos había otra diferencia: en Eukadi el independentismo era un movimiento popular y en Catalunya el independentismo ha sido promovido por la clase política (por mucho que fuera un sentimiento arraigado de siempre en lo popular). En el primer caso el movimiento se extendió de lo popular a lo político mientras que en el segundo ha sido exactamente al revés. La labor de concienciación política del sentimiento popular (reflejado en las cifras) ha sido una campaña publicitaria digna de ser comparada con la de la Coca-Cola o la del brandy. No está de más recordar que cuando empezó el conflicto con ETA (1964) Gipuzcoa y Bizcaia estaban en los dos primeros lugares de la economía regional (r.p.c.). A los pocos años habían descendido 25 puestos.
Como las primeras batallas: la de la justificación de la nación, la de la legitimidad, la del diálogo, la de la espontaneidad, la de las cifras de asistencia a las minifas, la del hecho diferencial (raza, historia, cultura, lengua, valores, democracia), la de la mayoría (natural, representativa), la del derecho al voto (referéndum), la de la interpretación de las leyes, la de los presos políticos/comunes, la del engaño a la población, etc. -que se han ido dando por ganadas y acumuladas al haber independentista- la batalla de la violencia se presume ganada con el argumento citado: si son violentos no son de los nuestros, y con el doble rasero del ellos, si; nosotros, no. Ya he comentado en otras ocasiones que ahora estamos en la irracionalidad total por ambos bandos y desde la irracionalidad el diálogo es imposible ¿De qué hablar cuando cada batalla ha consistido en deslindar dos campos ideológicos disjuntos? Los que lo invocan o son cándidos o son hipócritas.
Fue Comín el que lanzó la consigna de bloquear el estado, organizar el caos. El “tsunami democràtic” ha recogido el guante y se emplea a fondo en la labor del bloqueo. Nadie llama a la calma porque todos quieren la violencia que no es violencia, el bloqueo, que no es bloqueo ¿la independencia que no es independencia? El modelo Hong Kong ha sido aplicado punto por punto. Con las calles incendiadas, cientos de heridos, los enfrentamientos contra la policía, las carreteras y las vías férreas cortadas y el aeropuerto bloqueado insisten en que no hay violencia (o que corresponde en exclusiva a un bando). La solución de una sentencia condenatoria acompañada de un horizonte en prisión reducido no parece satisfacer al independentismo. ¿Están forzando la aplicación del 155 para que los mártires apuren su cáliz hasta el final? Ninguna voz se levanta en contra de semejante sinrazón. Habrá que concluir que todos están de acuerdo. Desde la DIU el ardor independentista se había enfriado con la sospecha del engaño. Hacía falta reactivarlo y la sentencia ha sido la ocasión. Ahora sabemos que este conflicto (guerra) nunca se solucionará (o como en Euskadi durará 55 años). Las cosas han llegado demasiado lejos y harán falta dos generaciones para olvidarlo. ¡Felicidades a todos!
El desgarrado. Octubre 2019.