» 20-11-2019 |
En la Constitución española todos somos iguales ante la ley -sobre el papel- pero sobre el terreno, unos somos más iguales que otros. Es evidente que los poderosos: el rey, los políticos, los poderes fácticos, gozan de unos privilegios (jurídicos, fiscales, penales y fácticos) que no afectan al común de los mortales. De entrada ya, los institutos del aforamiento (Los aforados: políticos y altos dignatarios, están exentos de la justicia ordinaria siendo juzgados exclusivamente por el Supremo). Parece, siendo el Supremo nombrado por los políticos, que éste alto tribunal sea proclive a juzgar con benevolencia a sus patrocinadores. Pero también la amnistía (recordemos la última amnistía fiscal vergonzosamente secreta y profundamente desigualitaria) y el indulto -que puede ser concedido por el gobierno sin motivación alguna- y que conculca el trabajo de los jueces y los tribunales al revocar sus sentencias.
Las leyes conceden a los políticos una serie de prebendas que no alcanzan al resto de los mortales. De entrada están desrugalarizados en su formación (no necesitan estudios) ni en el ejercicio (no deben estar colegiados, ni someterse a deontología alguna), son generalmente irresponsables por su gestión, el Rey por ley y los políticos por olvido legal, lo que permite que el despilfarro -por motivos electorales- sea continuo. Tienen presunción de veracidad (no tienen que justificar nada excepto por su palabra) lo que afecta a su régimen de dietas, a sus incompatibilidades, y sobre todo a su patente de corso para mentir con absoluta impunidad. Las penas por delitos de corrupción son netamente inferiores a las de delitos comunes, además de disponer de ventajas procesales como la caducidad de las causas por transcurso del tiempo (18 meses) y caducidad general de los delitos extremadamente cortos.
Sus sueldos son opacos pues aparte del sueldo base cobran hasta por respirar: dietas, complementos, comisiones de servicio, economatos, bares subvencionados, pensiones, préstamos privilegiados, coches oficiales, tarjetas black, etc. El presidente de gobierno cobra menos que el seleccionador nacional de futbol pero dispone de una tarjeta ilimitada y opaca. Es decir: cobra lo que quiere cobrar… probablemente exenta de impuestos. La opacidad es otro de su privilegios. Hacienda somos todos menos los políticos. Vemos a menudo desfilar a futbolistas y artistas por sus dependencias pero nunca a políticos. Los paraísos fiscales son inexistentes para hacienda. La cuota fiscal media de los trabajadores es del 20% mientras que altos cargos y sociedades se conforman con el 6-8%, al disponer de subvenciones, exenciones exacciones, ayudas e instrumentos fiscales como las sociedades patrimoniales y Socimis. Recientemente en EUA el pago porcentual fiscal de la mitad inferior de los ciudadanos superó al de las cuatrocientas familias más ricas. Pronto les igualaremos.
La desigualdad laboral entre hombres y mujeres es flagrante y la brecha salarial imponente. La paridad de altos cargos es inexistente. La institución del becario es, en la práctica, una forma de explotación, como lo es la economía “colaborativa” (los falsos autónomos). La remuneración de los altos dirigentes financieros es vergonzosa, cobrando incentivos incluso por hacerlo mal. Los grandes banqueros se retiran con bonos de decenas de millones mientras el salario y la pensión mínimos no da para vivir. El número de millonarios aumentó (más de un 10%) durante la crisis de 2008 mientras los salarios bajaban. Cuando la crisis remitió los beneficios de las empresas se recuperaron pero los salarios no subieron. Resumiendo estamos en una sociedad desigualitaria con tendencia a empeorar (Stiglitz). Y eso ni es mejor en Catalunya que en España, ni se ha dicho una palabra de que vaya a mejorar. Tras llenarse la boca con la falta de democracia española y su corrupción generalizada parecería que la Constitución catalana debería acabar con todos estos desmanes. Lo dudo. No serán los políticos los que se hagan el Hara-kiri ellos mismos. La desigualdad que preocupa al procés es la que existe entre los catalanes auténticos (los de los ocho apellidos) y los que no lo son. Evidentemente esto no se explicita claramente sino que se introduce con toda la sutileza del mundo. El racismo está mal visto.
Debido a las desigualitarias leyes de proporcionalidad (d’Hondt) sin tener el 50% de los votos se puede tener la mayoría de los escaños. El procés ha pretendido siempre que esa mayoría parlamentaria contara como mayoría sociológica, contando incluso con los votos de “En comú podem” como votos independentistas. No aceptar que algo como la independencia requiera una mayoría agravada (mayor del 50%) y querer colarlo como una decisión más, demuestra el talante profundamente desigualitario del procés. La constante referencia al pueblo catalán en su totalidad (“Todos los catalanes”, “La inmensa mayoría de los catalanes”) como independentista, sobrepasa ampliamente el deseo para convertirse en manipulación y en desigualdad. Hemos tenido que asistir, ver y contemplar a un Parlament que trabaja exclusivamente para el procés, centrado en el independentismo y abandonando su labor “para todos los catalanes”. Recientemente el President Torra tuvo los pebrots de afirmar ante el TSJ, que era el President de todos los catalanes, cuando no ha hecho absolutamente nada por ese 50% de catalanes de los que se avergüenza. El último mantra del procés (ante la afirmación de que debería empezar por dialogar con los catalanes antes de dialogar con España) es que Catalunya no tiene ningún problema interno. No hay peor ciego que el que no quiere ver. No solo están ahí sino que están aterrorizados.
La Constitución catalana, debería a fuer de coherencia, declarar Catalunya compuesta por catalanes de primera y de segunda. No habrá pebrots para tal cosa, pero tampoco los habrá para que todos los catalanes seamos iguales. Por lo tanto será una Constitución hipócrita. La idea es simple: ¡o se someten o que se vayan! Las circunscripciones electorales favorecen el voto rural (independentista) frente al voto urbano industrial. No se igualarán las circunscripciones para mantener esa ventaja a pesar de ser desigualitaria (el voto rural vale más que el urbano). Los supremacistas catalanes ya existen (Amglada, Albiol, solo por citar a los que empiezan por A) y ya empozoñan el ambiente con su discurso de ultraderecha contra los inmigrantes. Solo es cuestión de tiempo que, en el siguiente escalón, exijan el carné. No me imagino una Catalunya dividida en dos facciones que tan fácilmente se pueden convertir en facciones étnicas. Los políticos enmascaran este problema pero el pueblo independentista no es tan cuidadoso y saca a relucir su racismo y su xenofobia, escupiendo y zarandeando a políticos españolistas. Lo negarán todo (el racismo no vende) pero solo hace falta sacar el tema para que el odio aflore.
La Constitución catalana, sutilmente, deberá proponer una diferencia entre los de primera y los de segunda más allá de las ampulosas declaraciones de “quiero ser el President de todos los catalanes”, o aquella otra tan buena de “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Catalunya” La lengua podría ser un medio. El certificado de catalanidad por excelencia, es el lenguaje. No será difícil filtrar a la población por el idioma. La función pública ya lo hace, solo será necesario subir el nivel de corte. Actualmente se filtra a los catalanes por el acento. Es preferible un mal catalán hablado, con un buen acento que viceversa. Quizá no lo hacen con mala intención pero lo hacen. Es fácil aflorar estas mierdas. Nacionalismo y ultra-derecha siempre han ido de la mano. No en vano se dice que nacionalismo se escribe con z: nazionalismo. Como se dice en Catalunya: ¡mala peça al teler!
El desgarrado. Noviembre 2019.
Postdata: ¡De nada, por toda la munición que os he proporcionado contra la desigualdad en España!