» 01-09-2019 |
Estoy escribiendo un libro y os preguntaréis ¿por qué? Los libros ya no tienen sentido. La forma de comunicación es inmediata, en Internet y en las redes sociales. Es casi una traición “volver” al libro. Es como compartir lo nuestro con otros, que por otra parte han detentado la comunicación por siglos. Pero quizás ese planteamiento de lo nuestro y lo de ellos no tiene sentido (más allá del sentido de la propiedad: tener algo que te pertenece y de la identidad: tener algo que te identifica). Con las cosas que han sido hegemónicas y que son sustituidas por otras ocurre que se convierten en objetos de culto.
Así fue con las imágenes, que durante siglos sirvieron como ilustración de las masas iletradas y que adornaban profusamente las iglesias, enseñando el evangelio y la palabra de Dios. La pintura que adornaba los palacios y las iglesias nos hablaba de la historia y de la naturaleza (además de la palabra de Dios). Cuando llegó la fotografía el arte se convirtió en objeto de culto (en arte, precisamente y abandonó el tema para centrase en una interpretación personal del mundo). El libro sustituyó estas formas de ilustración en cuanto la alfabetización fue generalizada y tras él los periódicos y las revistas ilustradas, el cine, la TV e Internet. De nuevo volvieron las imágenes (que nunca se habían ido del todo) y los jóvenes se apoderaron de ellas como signo de su modernidad (y de su indolencia). Videojuegos, videoclips, emoticonos, en un mundo en el que la señalética y la iconografía ya campaban por sus respetos. Una nueva ciencia se centró en los nuevos fenómenos: la semiología, la teoría del signo, porque aunque las imágenes parecían un trasunto calcado de la realidad estaban sin embargo impregnadas de simbolismo por todas partes.
La cuestión es que cuando un fenómeno o un artefacto abandona el favor del público se convierte en arte (objeto de culto), vuelve al favor limitado de una élite que lo considera como objeto exquisito. Ocurre incluso con los trastos viejos que se convierten en antigüedades comparables a las obras de arte y es que, entre otras cosas tienen con ellas en común la situación de ser objetos únicos o raros. Los vinilos apuntan a sustituir a los CD (que desaparecen irremisiblemente) en el favor de un público elitista que los entroniza como objeto de culto. El coleccionismo -tan relacionado con la acaparación y con la recolección ancestral- persigue siempre la posesión de artículos raros, únicos y valiosos y en su defecto convertir la propia colección en obra de culto. Cuando los pequeños hornos de pan artesanos cedieron el paso a las grandes panificadoras, la desaparición generalizada de estos obradores coexistió con la aparición de boutiques del pan superartesano, supervariado y superchic. Lo que no quieren las masas lo retoman las elites y lo cultifican.
Y eso es lo que pasa con los libros. No se puede ser culto sin llenar la casa de libros a las que no en vano se les llama bibliotecas y no librerías. Un abogado que se precie necesita el Aranzadi (tradicional repertorio de leyes y jurisprudencia) en su librería por mucho que no lo comsulte nunca en beneficio de la consulta por Internet mucho más práctica. Los letraheridos coleccionan títulos como los ricos coleccionan joyas. Se habla del olor de la tinta y del tacto del papel, del placer de hojear y de la inmediatez de las notas. Leer en papel es un placer… porque es un arte. Los periódicos desaparecen porque las noticias (la información) es rehén de las imágenes. Los libros de texto desaparecerán por la misma razón. Internet es una escuela paralela donde los tutoriales sobre todos los temas son, a veces, magníficos. Y si no han desaparecido todavía es porque el negocio de los libros de texto es escandaloso.
Pero la literatura, no es información ni ilustración. La literatura es ficción. La novela (Kundera) es el paraíso imaginario de los individuos, el territorio donde nadie posee la verdad, pero todo el mundo tiene derecho a ser comprendido, el espacio donde el hombre llega a ser un individuo al perder la certeza en la verdad y el acuerdo unánime de los demás. La literatura ha ayudado a sus miembros a pensar que no vale la pena vivir una vida que carezca de ficción, una vida que no deje de recrearse. Podéis decirme que eso también pasa en el cine, en los videoclips, en los videojuegos, en las grandes series de TV. Si. Pero sin opción a la imaginación. En la escritura hacemos nuestras las situaciones, las situamos en nuestros paisajes habituales, no solo en lo físico sino también en lo mental. La literatura es un traje a medida, adaptado a nuestro cuerpo. El placer de imaginar reside en la novela escrita. Todas las posibilidades (dentro de nuestro horizonte) están abiertas. En el cine están cerradas, bloqueadas por unas imágenes que nos conducen por caminos marcados. La palabra escrita es libertad, y por ello lejana a la dominación y la manipulación tan habitual en los tiempos que corren.
Incluso en el ensayo se produce este efecto. Las hipótesis explícitas originan nuevas asociaciones y relaciones no siempre previstas por el autor. No otra cosa hago cuando os comento lo que me sugieren las lecturas que efectúo. Más allá de la función ejemplarizante de las lecturas edificantes o pedagógicas está la función imaginaria e ingeniosa de la extracción de nuevas historias, del urdido de nuevas tramas. En resumen: espacio de libertad, paraíso imaginario, territorio de lo incierto, espacio de comprensión, de imaginación y de creación, ficción de realidad (pero de la otra realidad), incluso espacio de seguridad en la que disfrutar del miedo domesticado. Fantasía al fin, vivida en primera persona. El libro desaparecerá como fenómeno de masas (aunque pervivirá como objeto de culto). Las historias, los ensayos, los cuentos no perecerán nunca, porque son la materia de la que se nutren los sueños. Por eso escribo un libro. Porque la comunión que se establece entre el escritor y el lector sin necesidad de contacto es sublime, incondicional, eterna. Trascendente.
El desgarrado Septiembre 2019