» 22-03-2021 |
Hace unos meses escribí un texto sobre epitafios “Reflexiones tipográficas 293. De cementerios y epitafios” y me he dado cuenta que el tema me gusta más de lo que suponía. Empiezo pues una sección en la que hablaré de epitafios. Evidentemente me los inventaré, pero sé que en algún sitio esos epitafios existen. Porque un epitafio es un resumen de lo que es la vida y una despedida. Una despedida, normalmente amable, pero agria a veces. Pero ese resumen, de lo que un muerto entiende de la vida, es un legado que no se puede soslayar. Os invito a que me mandéis epitafios que hayáis visto (con indicación de donde) porque, de pronto, el tema me parece importante, jugoso, suculento. Siguiendo esas normas que he preestablecido yo escribiré epitafios de los que participo o que conozco y que no desdeñaría poner en mi lápida (que nunca existirá) pero lo virtual también tiene su encanto.
“Llorar es la emoción máxima. Reír no está mal pero llorar crea vínculos. Puedes hacer ambas cosas. Ahora”
En nuestro mundo metafísico/machista, llorar no está bien visto. Es un signo de debilidad. Es cierto que los políticos han puesto de moda lo de llorar. ¡Son tan emotivos! Una lagrimita es como la vaselina de una despedida: lo suaviza todo! Pero no me refiero al postureo. Me refiero a llorar porque no puedes contener las emociones que te embargan. Las mujeres y los niños lo hacen. Llorar es declarar tu impotencia, tu derrota, tu desamparo. En un mundo brutalmente competitivo, llorar es reconocer la derrota pero también es reconocer la humanidad que te posee y te colma. Dicen los políticos que a la política hay que venir llorado, remedando aquello de que al trabajo hay que venir cagado y meado. Utilitarismo, en el que las emociones no tienen cabida. Una política en la que el llanto no tiene sitio (y no me refiero a las lágrimas de cocodrilo) no es política, porque la política es socialidad, y la socialidad son emociones.
Durante décadas la TV fue: comida de coco, manipulación. Como la publicidad fue información invasiva antes que consuelo. Era la caja tonta. Luego las cosas cambiaron (Eco fue el primero en darse cuenta, en contra de Adorno). Ahora la TV (heredera de las grandes historias que el cine no quiere porque se ha pasado a los efectos especiales), es el lloradero familiar. Necesitamos una ración diaria de lloros y es la TV la que nos los proporciona. Y no me refiero a sensibelirías tradicionales (aunque, también). Estoy pensando en las historias de solidaridad, de altruísmo, de reconocimiento, de triunfo contra la incomprensión y la iniquidad. Estoy hablando de todo eso que no es razonable porque la razón lo ha borrado, porque lo ha relegado a la emoción. El triunfo del individuo contra una sociedad que lo ignora, lo detesta y, si puede, lo destruye. Todos esos sentimientos no pueden ser sino emociones porque la razón no los acepta. El egoísmo es la norma y la generosidad, es su perversión. Es posible que tengamos que educar a nuestros hijos en la ferocidad de la razón, de la norma y de la competición, pero ¿cómo entonces ellos podrán tratar con sus hijos, cómo podrán educar? No se si confiar en el instinto será suficiente… aparte de la contradicción que supone la razón y el instinto.
El cine y la TV se han convertido en instituciones antagónicas. Al cine se va con los hijos (en un ejercicio intergeneracional), porque la ingeniería de los efectos especiales es tanto para mayores como para pequeños, porque los dibujos animados son entendido por los pequeños como “su” lenguaje y por los mayores como una crítica social soterrada que no contamina a los niños. Podrían ver porno juntos pero no lo hacen. ¡No deja de ser una ficción que compalce a ambos! La TV es evidentemente para adultos: la vida. Historias de dolor y decepción, de sexo y dominación, de ilusiones destinadas al fracaso. Hoy en día el final feliz corresponde al cine. Las historias de TV lo han olvidado. La TV es para llorar, el cine para reír. La comedia y la tragedia han redistribuido sus campos.
Cuando lloramos a nuestros muertos, lloramos por nosotros (que nos hemos quedado en este valle de lágrimas). A ellos se las trae al pairo. Salvo resurrecciones, fantasmas y ánimas en pena. Riamos. En muchas civilizaciones el duelo es una fiesta. En la nuestra judeo-cristiana deberíamos alegrarnos de que hayan salido de este dolor y hayan entrado en el reino de los cielos. Pero no. Lloramos por nosotros que nos hemos quedado sin ellos. Difícil contradicción. Como decía la película: “Reíd, reíd malditos”
El desgarrado. marzo 2021.