» 07-04-2021 |
Leo “Crónica de los tiempos consensuales” y en especial “¿Autor muerto o artista demasiado vivo?” (pag. 183). J. Rancière. Waldhuter. 2018(2005). Es una recopilación de artículos periodísticos y en eso reside su encanto. Un pensamiento complejo e intrincado como el de Rancière necesita de aclaraciones y explicaciones que es lo que son estos artículos periodísticos. La puerta ideal para empezar a leer a Rancière. Dos de los conceptos más difíciles del autor: la “justicia infinita” y el arte moderno reciben aquí un tratamiento divulgador que resulta clarificador. Os traigo ahora esa segunda opción, en la que los más difíciles conceptos del régimen representativo del arte (la imposición de la voluntad del autor a una materia específica, la mimesis) y del régimen estético (el abandono de los conceptos cotidianos sobre el arte, la heterogeneidad) se expresan de forma “casi” simple.
Antes os introduciré en un contexto que no explicita Rancière, porque no cree en las revoluciones o en los cambios abruptos del arte originados en sí mismos (ontológicos o constitutivos). Para él los cambios se producen por pequeñas diferencias de la homogeneidad de lo cotidiano y lo normal. Sé, que traiciono su pensamiento pero creo que me comprenderéis mejor y siempre estaréis a tiempo de volver a su formulación original. El arte es un proceso de análisis, de abstracción que trata de alcanzar una esencia que la metafísica le ha dicho que se encuentra en el fondo del arte (en esta apariencia que esconde una esencia… y en la que ya no cree Rancière), pero desde la metafísica omnicomprensiva es cómodo plantearlo así. Cuando hayáis abandonado la metafísica (como ha hecho Rancière) podréis abandonar esta muleta que os ofrezco y enfrentaros a la radicalidad de su pensamiento. Mientras tanto ahí está la explicación desde el interior de la metafísica.
Decía que el arte es un proceso de análisis, de abstracción que trata de alcanzar una esencia que la metafísica le ha dicho que se encuentra en el fondo (la esencia) del arte. Pero previamente el arte fue un proceso de síntesis de construcción. El arte se construye mediante una serie de aportaciones como la distinción fondo-figura, la perspectiva, la planitud (en el caso de la pintura), el claroscuro, el tema, la mimesis, la complementariadad de los colores, etc. Cuando la fotografía amenaza la preponderancia de la pintura como mimesis, esta inicia un proceso de deconstrucción. Primero llega el impresionismo que deconstruye la “realidad” objetiva de la mimesis, subjetivándola en la impresión del artista, le siguen el expresionismo (los sentimientos son superiores a la mimesis), el cubismo (que deconstruye la perspectiva o el punto de vista) el fauvismo (que deconstruye el color), hasta llegar al abstracto que deconstruye la figura. En los sesenta se produce una nueva ola de deconstrucción: el pop acaba con la obra única y cuestiona los temas. El arte povera se encarga de deconstruir los materiales nobles. El land-art se sale de los museos y de los palacios (y por tanto del comercio). El arte minimalista prescinde de la autoría directa del autor: lo des-personaliza. El surrealismo acaba con la razón y recurre al inconsciente. El arte conceptual antepone la idea a la imagen. Las artes representativas invaden las artes plásticas y la performance, el accionismo, la instalación y el body-art se adueñan de la escena. Hasta aquí la deconstrucción del arte ha sido ejemplarmente paulatina.
Pero el último elemento a deconstruir es el autor. Los conceptos de autoría, genio, propiedad, personalidad, dificultan la desaparición del autor. Duchamp (siempre adelantado a su tiempo) establece que el arte es el producto del autor, es decir, sin autor no hay arte. No se puede deconstruir al autor. Pero tras fracasar la colectivización del arte (el individualismo del autor se lleva mal con lo colectivo), una tercera ola de deconstrucción arremete contra el propio autor. Este es el momento en el que Rancière irrumpe con su interpretación. Y esta es la explicación que nos propone.
El arte pop -con su destrucción de la obra única-, el arte de las instalaciones -reconfigurar imágenes individuales ya existentes-, la práctica de los DJ -remezclar los sonidos ya existentes- y la revolución informática -la reproductibilidad sin control- parecen acabar definitivamente con el autor. Porque acaban con la obra: a) la expresión de la voluntad creadora de un autor b) en un material específico, c) personalizada en su trabajo y d) postulada como original distinta de sus reproducciones. La “idea” de la obra se vuelve radicalmente independiente de un material específico. Esta idea (que torna la materia indiferente) se aproxima a la transformación informática en bits de información, que además parecen burlar el derecho de propiedad. Y así desaparecen los privilegios de autor: la diferencia entre los medios de la creación y las máquinas de la reproducción. La revolución técnica habría rematado lo que había iniciado la revolución social.
Pero la realidad era otra: la reproductibiidad técnica no tiene ninguna consecuencia evidente sobre el estatus conceptual (¿económico?) del autor. La profecía de Benjamin que vio en las condiciones industriales de la (re)producción el principio de un arte liberado del aura (la obra única), no se verificó, sino todo lo contrario. En el mismo momento el cine consagraba la política de los autores haciendo que los directores de cine encarnaran la figura ejemplar del autor que pone su marca en la creación, prescindiendo de la individualidad, el trabajo directo, relativizando el material, etc. Pero se había caído en una idea demasiado simplista del autor. Desde el romanticismo estuvo ligada: el culto al autor, y el reconocimiento de sus derechos en el seno del individualismo burgués. Todo lo que contradice esta visión se asocia con la revolución posmoderna que arremetió contra la originalidad y el mito del autor propietario… si no también contra sus derechos. Pero las relaciones entre autor, propietario y persona eran más complejas. La consagración del “genio” no surgió del reconocimiento de los derechos de autor o del individualismo burgués. Surgió del empeño de unos filólogos que quisieron arrebatar a Homero su paternidad literaria en favor de la expresión anónima de un pueblo y una época.
La idea moderna de autor nació al mismo tiempo que la del (anonimato) del arte. El romanticismo consagró esta equivalencia entre el autor y la fuerza anónima que lo atraviesa. Flaubert decreta la radical impersonalidad del arte y Mallarmé afirma la muerte del autor… lo que no desposeyó a los autores de sus derechos “pero definió un desdoblamiento de la idea de propiedad, un vínculo singular entre propiedad e impropiedad” (Ranciére 2018, 187). “El autor absoluto e impersonal es el que tiene a su disposición un patrimonio artístico, extensible a todos los objetos y a cualquiera” (Rancière 2018, 187). Se afirma así el vínculo entre la impersonalidad del proceso artístico y la indiferencia de sus temas (dimanados de la impersonalidad de la vida común y corriente). La fotografía se une a la literatura en el esplendor de lo anónimo sustentado finalmente en el solo estilo. Con el tiempo la performance y la instalación contemporáneas llevan al extremo la impersonalidad de la creación y la indiferencia de su material.
Pero quizás se puede dar otra interpretación ajena a la banalización de las cosas y a la infinidad de las reproducciones: la propiedad personal de la idea. El artista contemporáneo se aleja de la banalidad del mundo (Flaubert) para distanciarse de su trabajo, para sobre-volarlo, renunciando incluso a su ejecución personal (minimalismo). Lo que se pierde entonces no es la personalidad del autor ni la materialidad de la obra, sino la relación entre trabajo y materialidad haciendo que la obra se retire hacia la idea. El artista deja de ser autor material para transformarse en inventor de la obra, su ideador. Se rompe el pacto entre la impersonalidad del arte y la de su material. Mientras que la primera se acerca a la propiedad de la idea, la segunda se aproxima a la propiedad de la imagen. Hoy se reclama en fotografía la propiedad de la imagen. El arte se ha convertido en una negociación entre propietarios de ideas y propietarios de imágenes.
Sin duda es el arte autobiogáfico el que las hace coincidir. Los artistas se centran en su vida, su imagen, su intimidad y la de sus allegados, incluso en sus fantasmas. El autor se ha convertido en el comediante de su imagen que solo haya su límite en la transformación del simulacro en realidad. Orlan -trabajando sobre su propio cuerpo- sería la artista representativa de nuestro tiempo. La conclusión es que la deconstrucción de autor ha sido imposible. “el muerto de que hablaba Mallarme parece aún muy vivo. Un poco en demasía, justamente” (Rancière 2018, 190).
El desgarrado. Abril 2021.