» 26-03-2024

La condición humana 2-5. Etología 5. Bipolaridad y resumen.

El libro de Frans De Waal: “El mono que llevamos dentro” llega a su fin con una reflexión sobre la polaridad de nuestra especie que a su parecer es la más acentuada de los antropoides. La disyuntiva entre competencia y cooperación, entre chimpancés y bonobos, entre americanos y europeos, entre individuales y sociales, no tiene porque resolverse por uno de los dos extremos. Simplemente somos bipolares. El lobo -ese cánido tan denostado y que sin embargo ha dado lugar a nuestra mascota más preciada- ha sabido equilibrar ambas tendencias, la individual y la social para convertirse en un modelo. Así lo vio Morris en el mono desnudo cuando predicó que habíamos retrocedido hasta el lobo para encontrar nuestro modelo social de familia nuclear. No somos monos exclusivamente asesinos ni guerreros irredentos. La solidaridad y la tolerancia nos adornan. Somos capaces de lo uno y de lo otro. Y, además somos libres de escoger nuestro destino. 

 

Hemos heredado la comprensión del alma ajena que los primates demuestran con el lenguaje corporal, aunque para nosotros ha sido desplazada por el lenguaje hablado. Sabemos lo que el otro piensa y lo que el otro quiere. "La evolución ha implantado en nosotros la necesidad de pertenecer y ser aceptado. Somos sociables hasta la médula” (De Waal, 2005, 233). Vivimos en perpetuo equilibrio entre nuestras opciones, siempre contrapuestas. Somos bipolares. Pero a diferencia de los antropoides tenemos la inteligencia. “Ejercemos control sobre impulsos tan antiguos como los que conciernen al poder, el sexo, la seguridad y el alimento, pero por lo general sopesamos los pros y los contras de nuestras acciones antes de actuar”. De Waal, 2005, 235). Es innegable que tenemos predisposición innatas pero no hasta el punto de rebajar el papel del aprendizaje y la experiencia. Los antropoides son capaces de simular, es decir comportarnos, en desacuerdo a la situación real, mediante una apariencia buscada. Guardar las apariencias es algo que compartimos con ellos. El fingimiento durante el juego o los rivales políticos hace que la teoría de los animales como actores ciegos sea problemática (De Waal, 2005, 236). “La vida social antropoide está llena de decisiones inteligentes que van mucho más allá de los instintos. Las tres especies afrontan dilemas sociales similares y deben superar contradicciones parecidas en su pugna por el rango, los apareamientos y los recursos. Aplican toda su potencia mental para encontrar soluciones” De Waal, 2005, 237). 

 

Somos individuales y sociales necesarios, y esas dos pulsiones son a menudo contradictorias. Debemos ser capaces de mantener nuestro carácter individual,  resumido en nuestro instinto de supervivencia: alimento, sexo, territorio, que exige violencia (Lorentz). Pero debemos también convivir -pues somos sociales- con otros individuos de nuestra especie con los que surgen inevitables fricciones. La evolución nos ha dotado de mecanismos de inhibición de la agresión y de la individualidad, pero que no pueden ser tan intensos como para que pongan en peligro nuestra supervivencia individual: tolerancia, generosidad, altruismo, empatía. Porque a la supervivencia del individuo hay que añadir la supervivencia de la especie y eso supone contactos sexuales no violentos, reglas de apareamiento y de parentesco, cuidado y alimentación de los pequeños (durante por lo menos tres años), etc. 

 

Estamos condenados al equilibrio, entre individual y social mediante la operación de instinto (voluntad genética), preferencias (voluntad circunstancial) e inteligencia (voluntad libre). Todo ello aderezado con esa inteligencia inconsciente de grupo que es la selección natural. La selección natural es inconsciente, extragenética y relativa al devenir (opera en el tiempo), perfecta para lidiar con los problemas del grupo. Si la física se enfrenta al problema de los tres planetas los antropoides nos enfrentamos al de las cuatro “inteligencias”, cuatro mecanismo (sistemas volitivos) de obtener la supervivencia/pervivencia de los individuos y de la especie. Para colmo los humanos hemos desarrollado (como consecuencia de la empatía/compasión y el autoconocimiento) -en una de esas reorientaciones que hace de la evolución una navaja de múltiples usos-  una moral que inhibe la agresión, sin distinguir entre la necesaria y la superflua, y que compensa esa racionalidad, sin emoción ni sentimientos (la banalidad del mal de Arendt), que consideramos nuestro rasgo distintivo de especie. 

 

No existe un salto evolutivo entre  los antropoides y nosotros aunque la desaparición de los “eslabones perdidos” así pareció indicarlo durante siglos. Hoy vamos desenredando nuestro pasado como género y especie y accedemos al conocimiento de esas otros géneros (ardipitecus, australopitecus, parántropos, homos) y especies (antecessor, devoniense, floriensis, neandertal…) de nuestro registro paleontológico, cuya gradualidad no queda empañada por las múltiples “calles sin salida” que condujeron a la extinción de ramas completas y que determinan la aparición de la inteligencia como el recurso definitivo (por ahora). Tampoco hay un salto evolutivo en la aparición de la inteligencia, que se desarrolla gradualmente entre nuestros primos y nosotros. Era imposible implantarla a costa de la desaparición del instinto y tuvieron que convivir. La neotenia, que ha permitido a nuestra especie sortear la evolución y recuperar características de nuestra infancia y juventud como el juego o la curiosidad, es una característica que iniciaron los bonobos, como vía evolutiva, y que ya se encontraba en el axalote. No hay nada -que nos diferencie de los antecesores de nuestra especie ni de otras especies actuales estrechamente emparentadas con nosotros-  que nos haga pensar que somos especiales: “La especie elegida” o que nos permita negar “Ese mono que llevamos dentro”. Somos emotivos, sentimentales y sociales como ellos y, en todo caso, nuestra mayor inteligencia lo que nos otorga es (además de una agresión letal) una mayor responsabilidad ecológica. Porque si algo nos distingue de nuestros antecesores y nuestros parientes es el ab-uso que hemos hecho del planeta hasta llevarnos y llevarles al borde de la extinción.  

 

Quizás nos cuadraría más el epíteto de “La especie maldita” si no fuera por esa institución de evolución individualizada que es la cultura. La cultura nos permite conservar los conocimientos adquiridos, no en nuestros genes sino en nuestra memoria social (en el relato), en nuestros “memes” (Dawkins). Tampoco es un rasgo distintivo respecto a otras especies, pues el aprendizaje también se da entre los animales, precisamente gracias a la curiosidad y al juego. La transmisión de conocimientos por muestra e imitación es un proceso fundamentalmente materno-filial aunque se amplía a la observación/imitación de los adultos en un principio de absorción de la “figura paterna” y se perfecciona con el juego, esa ficción “como si…” fuera real, pero simulación al fin. La cultura, amplía nuestro acervo genético en acervo intelectual, en lo que debió ser su primera aplicación funcional: la memoria. Hoy damos a la cultural un sesgo de refinamiento y elitismo, un rasgo distintivo, pero hubo un tiempo que fue una revolución cognitiva, un avance extraordinario en nuestro acervo competencial. Incluso nos permitimos denostar la memoria en beneficio de la reflexión intelectual. Error. La inteligencia sin la memoria no es nada, un flash efímero e irrepetible, un hallazgo infinitamente repetido ajeno a la planificación. Una ocurrencia. Y, como no traer a colación el arte, reorientación del pensamiento en lo real, a juego intelectual placentero, en el origen del hedonismo. Dar a la vida algo más que supervivencia: disfrute, hacer que la felicidad sea algo más que ausencia de dolor (Aristóteles): goce. La cultura y el arte -que hoy nos aproximan a lo divino (lo sobrehumano)- fue antaño mecanismo de evolución y supervivencia. 

 

El desgarrado. Marzo 2024.

 




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