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» 13-07-2020 |
Al principió pensé que era resaca. Pero con el tiempo mi hipótesis se vino abajo. Cuando me encontré que alguna vez me encontraba mal sin haber bebido -lo que fue difícil porque en mi vida el alcohol era omnipresente- tuve que buscar otras posibilidades. Trasnochar, fumar, comer, extenuarme, mal-dormir, etc. incluso cosas más esotéricas como mal de ojo, posesión demoníaca, embrujo. Tras múltiples teorías fallidas llegué a la terrible conclusión. Era resaca, pero resaca de felicidad. Por razones que no podía comprender, cuando me lo pasaba bien el cuerpo me pasaba factura. Mi cuerpo se negaba a que fuera feliz, y exactamente igual que el alcohol, el tabaco, las drogas, la comida o el cansancio, el cuerpo me castigaba con agujetas en el alma, con dispepsia, con resaca. En una palabra con dolor. Se podría llamar ascetismo, masoquismo, mística o estupidez, pero la cuestión es que el famoso instinto de muerte de Freud… existe.
Aquello me hizo pensar que mi cuerpo tenía autonomía y que no se comportaba con la unanimidad que intuitivamente parecía razonable. Empecé a vigilarle y fui descubriendo que las divergencias eran múltiples. No solo me castigaba con resacas, agujetas, cansancio, hartazgo e incluso depresión sino que parecía celoso de mi felicidad (¿Envidia de la felicidad?). Siempre había pensado que el dolor era un sistema de defensa, una forma de preservarnos del daño. Empecé a pensar que el dolor era la rabia del cuerpo su forma de castigarme… su envidia. Pensaréis que estoy loco, que la unidad de nuestra personalidad es férrea y que la divergencia solo se produce en la enfermedad: la esquizofrenia. Indagué y encontré que la identidad con uno mismo es solo una premisa de la metafísica. Aristóteles había levantado un muro contra la disgregación, a favor de la homogeneidad. El principio de identidad, el principio de no contradicción y el principio del tercio excluso. De alguna manera -decía- solo un yo unitario podía enfrentarse al mundo.
Es decir, mi cuerpo trataba de que no me durmiera en los laureles. Parecía saber, que la molicie, la complacencia y en definitiva, la felicidad iban directamente en mi contra. La evolución se curte en la adversidad, no se produce a favor de, sino en contra de. La acomodación no tiene resultados genéticos. La desgracia sí. El que no se adapta muere y eso es un buen resultado genético. Sin embargo la comodidad, la felicidad, la adaptación no tiene consecuencias genéticas. Afortunadamente hoy sabemos que el mecanismo biológico descubierto por Darwin (y otros) de mutación y selección natural, no es exclusivo. Las bacterias intercambian sus genes por recombinación en un, a modo de sexo primordial; la simbiosis celular (Margulis) nos llevó de la monocelularidad a la pluricelularidad y hoy sabemos que la epigenética activa y desactiva genes (en principio temporalmente) de acuerdo con el ambiente.
Por otra parte la consciencia (o autoconsciencia) no es más que un golpe de estado para zanjar las divergencias entre partes autónomas de nuestro cerebro. Una forma de solucionar conflictos. Lo curioso es que no pretende ser la mejor solución (de hecho muchas veces no lo es) sino simplemente una solución que acabe con la divergencia… con el caos. El cerebro no es democrático. Todos pueden opinar pero es la consciencia (el lóbulo frontal) el que ejerce de rey, de decisor, de mandamás. Quizás por eso la democracia nos viene grande. No está en nuestros genes. Antepone la solución de problemas a la bondad de esa decisión. Quizás por eso somos la caótica especie que somos. Preferimos avanzar (solucionar problemas) que mejorar (escoger la mejor solución): mecánica progresista. El coranavirus nos ha dicho que estamos equivocados. ¿Lo hemos entendido?
La mecánica progresista es tan potente que hacía ya mucho tiempo que nos habíamos conformado con que no se puede luchar contra el progreso. ¡Las cosas son así! decíamos como si no hubiera solución. ¡El progreso no se puede detener! Pero llegó el virus y lo detuvo todo. No era cierto pues, que el progreso fuera imparable, ineluctable, irremediable. En simple virus puede parar el mundo. El progreso es la carrera del ratón, una huida hacia adelante. Debemos parar y reflexionar. Parar ya hemos parado pero la única reflexión que se oye es que es mejor morir de virus que morir de hambre. Se suceden las manifestaciones en contra del confinamiento, de las mascarillas, de las medidas de seguridad. Es el instinto de muerte. Pero ¿es natural o es inducido? Estando como estamos en un capitalismo salvaje (la utilidad monetaria sobre todas las cosas) podemos pensar que no es así. Que es el momento de pensar en todos los atropellos que hemos cometido: contra las mujeres, contra los colonizados, contra los altersexuales, contra los niños, contra los animales, contra el planeta.
La loca carrera por la cantidad (en detrimento de la calidad) ya no tiene sentido. Da miedo pensar en la fragilidad en que vivimos que nos puede parar (en nuestro amado progreso) y dejarnos en situación perentoria. El virus nos advierte de que estamos ab-usando del planeta, de las mujeres, de los animales, de los niños, de los altersexuales. El desarrollismo para que unos cuantos se hagan inmensamente ricos aumentando de forma galopante la desigualdad no tiene sentido. Todo el beneficio es para unos pocos. ¿Es eso lo que queremos? ¿No sería mejor que la riqueza se repartiera entre todos, planeta, animales, mujeres y niños, en vez de que unos pocos la acaparen? Un mundo mejor es posible, pero no de la mano de los que nos han conducido hasta aquí: capitalistas y gestores (políticos, especuladores, societarios). El contubernio entre políticos, gestores y capitalistas tiene que acabar y el impuesto (real) sobre las grandes fortunas es el mejor atajo. Negándoles el enriquecimiento sin fin pararemos esta mecánica del progreso, este desarrollismo sin futuro. ¡Que sean tan ricos como quieran (dentro de un orden) pero no hasta el infinito¡ Hay que poner coto a las grandes fortunas. ¡Algo nos tenía que haber enseñado el virus!
Pero también hay que educar (concienciar), potenciar las defensas, llámese estado del bienestar o como se quiera llamar: sanidad, trabajo, seguridad social, dependencia, memoria histórica… Todo eso que el ultracapitalismo quiere desmantelar. Y hay que cambiar el rumbo que lleva la hiperextractividad, el cambio climático, la contaminación, el exterminio de las especies, en una palabra, a la ecología. Debemos cambiar a una política del cuidado frente a esa mecánica del progreso que nos está conduciendo a la catástrofe. Como en el caso del mono del anís: “La ciencia lo dice y yo no miento”. Lo que nos jugamos es, ni más ni menos, que la vida y ya hemos visto que los descerebrados capitalistas populistas como Trump, Bolsonaro, López, etc. no están por la labor. ¡Esperemos que por lo menos pierdan el poder! Porque el virus no ha acabado. Pronto vendrá otro y a este paso nos pillará sin haber hecho los deberes. Es simple: “susto o muerte”.
El desgarrado. Julio 2020.