» 19-04-2024

Lecciones de política alternativa 102-14 Rancière. Terrorismo 11S: el consenso, la inherencia y el nuevo orden mundial. “Los treinta ingloriosos”.

Publicado en 2002 expone el atentado de New York desde el punto de vista del “orden simbólico” e indicando el nuevo orden mundial que se establece. Empieza por exponer lo que entiende por “orden simbólico”, “acontecimiento simbólico, “ruptura del orden simbólico y relación entre lo simbólico y lo real ,para acabar coligiendo que no hubo dicha ruptura pero si un nuevo orden mundial. Vuelve sobre temas como el consenso, política/policía e identificación de hecho y derecho en la sobreligitamación ya tratados diez años antes en la entrega anterior. 

 

“Acontecimiento simbólico” es aquel episodio de lo real que se convierte en símbolo. El significado de ese símbolo establece la relación. entre lo simbólico y lo real. En el caso de New York, en una primera aproximación las torres gemelas simbolizan: el orgullo humano en general y la voluntad de hegemonía global de un Estado concreto. Su destrucción sirve para alegorizar la humanidad de este orgullo y la fragilidad de esta hegemonía. Demasiado evidente. Hace falta plantearse el acontecimiento simbólico desde otro punto de vista: el régimen de relaciones existente entre lo simbólico y lo real. Y específicamente el fallo de esa relaciones: algo real que resultó imposible de simbolizar o un acontecimiento con el que regresa una simbología prescrita (caducada). El punto decisivo pasa a ser la recepción de la acontecimiento por parte de las personas afectadas y de quiénes (los medios de comunicación y el gobierno) se encargaron de anunciar su significado, de garantizar su establecimiento como símbolo. Nada de eso aparece en este caso.

 

La eficacia del atentado (visibilidad, capacidad de destrucción material, y lo ejemplarizante del objetivo) no supone sin embargo la fractura de algo real no simbolizaba. Se puede cuestionar la capacidad de los servicios secretos o la conveniencia de las políticas de alianzas en Oriente medio que arman a los aliados. Pero lo que no se cuestiona es la capacidad de inscribir el acontecimiento en la simbolización del espíritu estadounidense del "Unidos permaneceremos” ni del orden mundial. La capacidad de acción fue fulminante, en la madrugada del 11 de septiembre el fantasma de lo inconcebible había sido ya exorcizado. La consigna era que los terroristas habían querido atacar los pilares Estados Unidos sin éxito, pues las torres no simbolizaban el espíritu del “unidos permaneceremos” sino que eran una simple representación material. Las verdaderas torres simbólicas eran los ciudadanos en su unión y en su voluntad, en su ética y su religión. El presidente pudo decir que las fuerzas del mal habían habían atacado a las fuerzas del bien. No era un fallo de la simbolización ni tampoco el retorno de los simbólico a lo real (un occidente castigado por haber subestimado las exigencias del orden simbólico, y que creyó a pie juntitas que los hombres podían modificar a su antojo la relaciones fundadoras de la existencia humana). 

 

Se produce así una confusión, pues a quien señaló el 11 de septiembre no fue  occidente si no la potencia estadounidense, y quiénes han asestado el golpe, no eran la voz del inconsciente reprimido, eran antiguos aliados de USA que se volvían contra el poder que antes les había utilizado. Lo que había fallado el 11S no fue el orden de la relaciones fundadoras de la existencia, fue el orden simbólico concreto que definía el “unidos permaneceremos” de una comunidad nacional. No hubo ruptura, “… no se reveló un fallo entre lo real de la vida estadounidense y lo simbólico del pueblo estadounidense… No ha habido ninguna ruptura simbólica sino más bien una revelación magnificada de lo que hoy son las formas dominantes habitualmente hegemónicas de simbolización del "unidos permaneceremos” de nuestras comunidades y de los conflictos a los que hacen frente” (Rancière 2023, 126).

 

"Desde el principio, el gobierno estadounidense aceptó y planteó como axioma un principio tomado de quienes lo atacaban. Accedió a caracterizar el conflicto en términos éticos y religiosos: un enfrentamiento del bien contra el mal” (Rancière 2023, 127). Lo que desde Europa pareció ingenuidad “traduce de forma muy precisa el estado actual de la política, o más bien de lo que queda de ella. Lo que ha ocupado su lugar, en el plano de la simbolización y del "unidos permaneceremos" político, es el consenso. El consenso no es solo el acuerdo entre las partes en nombre de los intereses nacionales. El consenso es la adecuación inmediata que se plantea entre la constitución política de la comunidad y la constitución física y moral de una población. El consenso identifica la comunidad como naturalmente unida por valores éticos” (Rancière 2023, 127)… usando ético en su significado de costumbre o manera de ser. “este acuerdo entre una manera de ser, un sistema de valores compartidos y una pertenencia política, es una interpretación corriente -aunque no sea la única- de la Constitución estadounidense-… estados Unidos son una comunidad unida por valores morales y religiosos comunes, una comunidad ética más que jurídico-política. El bien que funda esta comunidad es precisamente la armonía entre los principios morales y la forma de ser concreta. Esa es la armonía que el discurso oficial ha dibujado de inmediato con el blanco del terrorismo:… Nos odian porque odian la libertad y que esa sea la forma en que vivimos, la manera en que nuestra comunidad respira” (Rancière 2023, 128).

 

Para que esta afirmación resultará convincente haría falta ver la libertad como “una virtud política en la medida que es más que un modo de vida, más que una postura polémica; en la medida en que una comunidad se ve alentada por el conflicto sobre lo que la palabra implica: que muchas libertades chocan al intentar encarnarla, por ejemplo, cuando la libertad de pensamiento o de asociación entra en conflicto con la libertad de emprender” (Rancière 2023, 128). Y ahí reside la cuestión de la simbolización. “Hay dos grandes formas de simbolizar la comunidad: está la manera que la representa como la suma de sus partes y la que la define como la división de su conjunto. Está la que la piensa como la realización de una forma de ser común y la que la piensa como la polémica en torno a lo común. A la primera la llamo policía y a la segunda política. El consenso es la transformación de la política en policía. Esta forma solo puede simbolizar la comunidad como composición de los intereses de los grupos e individuos que la conforman… lo que se opone a la comunidad de la división política no es solo la comunidad de intereses bien entendida. Es la identificación de esta última con la comunidad del ethos compartido, la identidad de la forma de ser concreta y de la universalidad del bien, del principio de seguridad y de la justicia infinita.”(Rancière 2023, 129).

 

Así “la justicia infinita” -definida por Bush- es una simbolización de la relación entre el pueblo estadounidense y los terroristas que lo atacan. Justicia infinita quiere decir justicia sin límites, que ignora todas las categorías y se opone a toda moral: que obvia toda diferencia entre castigo y venganza, separación de lo jurídico- político de lo ético-religioso, y separación de las formas policiales de persecución del delito y las formas militares de la lucha entre ejércitos. Todos estos límites han sido traspasados: eliminación de las formas de derecho internacional, identificación de prisioneros de guerra con integrantes de asociación criminal. Pero la “justicia infinita” no es solo la respuesta ante el adversario sino que también es el extraño estado que la eliminación de lo político le otorga al derecho dentro de las naciones y entre ellas. 

 

Estamos ante una paradoja. La caída del imperio soviético se había recibido de forma generalizada como el fin de las utopías de democracia real y de democracia social, en beneficio de las normas del Estado de derecho. La aparición de conflictos étnicos y fundamentalismo religiosos contradijo esta sencilla filosofía de la historia. Pero también en las formas de intervención exterior de las potencias occidentales, la relación entre el derecho y el derecho había experimentado una evolución que ha tendido cada vez más eliminar las fronteras del derecho. “En estos países, hemos visto acentuarse dos fenómenos: por un lado, una interpretación del derecho en términos de derechos destinados a una serie de grupos como tales. Por otro lado, prácticas legislativas dirigidas a armonizar en todas partes la letra del derecho con las nuevas formas de vida, con las nuevas formas de trabajo, de las técnicas, de la familia o de la relaciones sociales. Así, el espacio de la política que se constituye en el intervalo entre la literalidad abstracta del derecho y la polémica en torno a sus interpretaciones se ha visto igualmente reducido. El derecho así celebrado ha tendido cada vez más a ser el registro del modo de vida de una comunidad. La simbolización política del poder, los límites y las ambivalencias del derecho ha sido reemplazada por una simbolización ética: una relación de interés expresión consensuada entre el derecho de un Estado de la sociedad y la norma del derecho” (Rancière 2023, 131).

 

Pero en el espacio (Individuos y pueblos) que escapa de este alegre círculo del hecho y del derecho su interferencia ha tomado otra figura, inversa y complementaria a la de la armonía consensual: la figura de la humanitario y de la “injerencia humanitaria”, introduciendo un principio de limitación que destruye la idea misma del derecho. Esta, ha consagrado el fracaso de un principio estructural del derecho internacional, el principio de no injerencia. Por contra ha permitido proteger a ciertos pueblos ex yugoslavos de una empresa de liquidación étnica, pero, al precio de confundir las fronteras simbólicas al mismo tiempo que las fronteras físicas. 

 

La guerra de Vietnam significó la oposición entre los grandes principios que defendían las potencias occidentales y las prácticas que subordinaban esos principios a los intereses vitales de esas potencias. Hoy esta oposición parece haber desaparecido." El principio de esta desaparición es la representación de la víctima absoluta, víctima de un mal infinito que obliga a una reparación infinita. Este derecho “absoluto” de la víctima, desarrollado en el contexto de la guerra “humanitaria”, ha recibido el apoyo del gran movimiento intelectual que teoriza en torno al crimen infinito desarrollado durante el último cuarto de siglo” (Rancière 2023, 132).

 

Los crímenes soviéticos y el genocidio nazi han sido objeto de dos denuncias históricas: la primera pretendía establecer la realidad de los hechos y reforzar la determinación de las democracias occidentales en la lucha contra el totalitarismo. La segunda toma un significado completamente distinto: convirtió aquellos crímenes monstruosos en la forma de manifestación de un crimen infinito, impensable e irreparable, obra de un poder del mar que excede toda medida jurídica y política. La ética ha sustituido a la justicia en el proceso de evaluación y actuación. “así se ha constituido un derecho absoluto, extrajudicial, de la víctima del mal infinito. Y quien hereda este derecho absoluto es quien defiende el derecho de la víctima. Lo ilimitado del perjuicio causado a la víctima justifica lo ilimitado del derecho de su defensa… La obligación de asistencia a las víctimas del mal absoluto se vuelve idéntica al despliegue de una potencia militar ilimitada que funciona como fuerza policial encargada de restablecer el orden en todos los lugares del mundo donde el mal podría refugiarse. Esta potencia militar también es una potencia jurídica ilimitada con respecto a todos los presuntos cómplices del mal infinito” (Rancière 2023, 133).

 

Un derecho ilimitado es idéntico un no-derecho. Esta justicia infinita “se refleja en la total indeterminación jurídica que afecta al estatuto de los prisioneros de guerra y en la calificación de los hechos que se les imputan. El principio interno del consenso y el principio externo de la injerencia humanitaria han consagrado en sus discursos el reino del derecho nada más que para luego, en la práctica, ahogarlo en la confusión ética, cuya forma de manifestación adecuada termina siendo la de la superpotencia militar ilimitada” (Rancière 2023, 133).

(Rancière 2023, 131).

 

El 11 de septiembre no ha marcado una ruptura simbólica. Ha puesto en evidencia la nueva forma dominante de simbolización de uno mismo y del otro que se ha impuesto con las condiciones del nuevo orden o desorden mundial. El rasgo más característico de esta simbolización es el eclipse de la política, es decir, de la identidad, incluida la alteridad; de la identidad constituida por la polémica en torno a lo común… también lo es la creciente indeterminación de los jurídicos, cada vez más próximo a identificarse con el hecho, ya sea por el camino recto del consenso, o por el camino curvo de la injerencia humanitaria y la guerra contra el terrorismo. La simbolización jurídico-política ha sido sustituida poco a poco por una simbolización ético-policial de la vida de las comunidades consideradas democráticas y de sus relaciones con otro mundo que se identifica exclusivamente con el dominio de poderes étnicos y fundamentalistas. Por un lado, el mundo del Bien: el del consenso que anula el litigio político con la armonización del derecho y derecho, de la forma de ser y de los valores. Por otro, el mundo del Mal: donde el perjuicio es, al contrario, infinito y donde solo puede ser cuestión de una guerra a muerte. (Rancière 2023, 134).

 

Si hubo ruptura simbólica ya se había producido antes del 11 de septiembre. Situarlo en esa fecha no es sino el intento interesado de la eliminación de toda reflexión política en torno a las prácticas de los estados occidentales.

 

El desgarrado. Abril 2024




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