» 12-06-2022 |
Una de las grandes principios de la metafísica es el principio del tercio excluso que dice que entre una posición y su negación no puede existir término medio. La degraciación de este principio condujo a que entre una posición y otra opuesta (pero no exactamente su negación) tampoco se admitía término medio. Este principio se extendió a la religión (“el que no está conmigo, está contra mi”) a la ciencia (todo lo que no es cierto es falso, y viceversa) y a la política (entre la democracia y su ausencia no hay término medio). La probabilidad y la estadística nos mostró que entre la verdad y la falsedad existe un rosario de verdades (falsedades) parciales que es la verdad fraccionaria, la probabilidad, asunto éste que la ciencia clásica nunca ha aceptado. Ya Hegel negó el principio de no contradicción al aceptar en su dialéctica que una posición y su contraria pueden coexistir en la razón. De paso coincidió con Heráclito en que el principio de identidad es imposible (dos cosas desiguales son una sola cosa y viceversa) dando paso al principio de los indescernibles, aunque su posición involucrabla otra lacra de la metafísica la primacia del ser (la sustancia) sobre cualquier otra categoría aristotélica y en especial el devenir (posición, relación, tiempo y espacio).
De una o de otra manera somos adoradores de la verdad absoluta negándonos a aceptar los términos medios. Como si entre el uno y el infinito nos negáramos aceptar cualquier término medio. Y tras el prolegómeno vamos al lío. Parece que no existe término medio entre la democracia y su ausencia, llámese teocracia, monarquía, aristocracia, o la legitimación de la experiencia, edad, fuerza o saber. Sin embargo existe una calificación (creo que de Amnistía Internacional) de las democracias, en plenas (ninguna), deficientes, indecisas y muy deficientes. Resumiendo no podemos (debemos) clasificar las democracias en existentes e inexistentes sino calificarlas según el grado de cumplimiento de sus principios (la soberanía del pueblo y el respeto a los derechos humanos, las instituciones y las minorías)… expuestos groseramente. ¿Y a qué viene todo esto?
Pues viene a la guerra en Ucrania y a las elecciones en Andalucía. La guerra de Ucrania no es una guerra de la democracia contra la no democracia. Ambas democracias (ucraniana y rusa) son muy deficientes (76 y 112 en el ranking, creo recordar) y por lo tanto es una guerra entre dos no-democracias. ¿Quiere eso decir que no es asunto de la democracia? No. Los derechos humanos, las instituciones y la soberanía popular siguen estando en juego aunque no estén plenamente constituidos. Incluso podemos pensar que la no-democracia es un camino hacia la democracia. Este asunto se acaba de poner en juego por Ursula border line y Zelensky ante la petición de éste último de ingresar en la UE, aunque visto el control democrático que se efectuó en los casos de Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, etc. la cosa no parece tener sentido.
En el caso de Andalucía se escenifica eso tan común en la Europa actual que es el ascenso imparable de la ultraderecha. La ultraderecha no es democrática. Es antidemocrática militante (aunque lo maquille por razones obvias). Las razones de que así ocurra las he comentado otras veces (y a ellas os remito): la desasfección, el voto por descarte, el voto de castigo, el hastío, todo ello por cierto, culpa de los partidos democráticos cuyas argucias (intoxicación de la opinión, mentiras, corrupción democrática, desinformación) imitan los ultraderechistas. La solución que proponen esos partidos “democráticos” es el cinturón sanitario: la unión de todos los partidos contra los ultras (es lo que funciona en Francia y Alemania) como si no fueran sus propias prácticas antidemocráticas las que dan alas a la ultraderecha. La solución no es el cordón sanitario (escasamente democrático pues manipula la voluntad popular) sino la regeneración de la política partidista y de la democracia. Pero no están por la labor. Dicen que quieren gobernar solos pero la realidad es que simplemente quieren gobernar. Como sea, con los ultras o con el diablo. Gobernar a toda costa. Cuando la democracia partidista se convirtió en una cuestión de recaudación de votos y de hiperconservación de las poltronas -al margen de cualquier consideración sobre la gestión de lo común en beneficio del pueblo- la puerta se abrió para la ultraderecha… y no se cerrará con cordones.
Ningún partido es plenamente democrático pero hay diferencias. Mentiras aparte, deberíamos saber evaluar el grado de democracia de los partidos para saber si mejoramos nuestra democracia o la degradamos. Por ejemplo: la democracia interna (¿donde está las primarias de las que salió Núñez o el proceso que destituyó a Casado?): primarias, asemblearismo, participación de los afiliados; el garantismo de los derechos (mujeres, altersexuales, colonizados/emigración, minorías plausibles); la gestión en favor del pueblo (laboral, de género…); sus éxitos, no de boquilla sino de verdad: sanitarios (universalización, lucha contra la pandemia, lucha contra la privatización; laborales (salario mínimo, coto a los contratos temporales, dignificación de trabajos marginales, etc.), sociales (revalorización de las pensiones). No os hablaré de lo que no se toca como los derechos fundamentales (la ley mordaza), asistenciales (la ley de dependencia) de la memoria histórica (el respeto por los muertos), o las veleidades partidistas. Los gobiernos cometen errores pero no todos los errores son iguales: unos van en contra de la democracia y otros son errores contingentes, que no van más allá. La oposición tiene la obligación (escasamente democrática) de equiparar el genocidio civil de las mujeres con las desavenencias internas del gobierno, la inflación (mundial) o la labor diplomática.
Para los ciudadanos la estrategia del avestruz no funciona. Por no mirarlos no lo harán mejor. Los políticos tienen la tendencia a robar, defraudar, mentir, cuando no les miran, y todo eso lo hacen en contra de los intereses de los ciudadanos. Antes de decidir que no queremos votar, porque todos son iguales, porque no se lo merecen o porque nada cambiará, deberíamos pensar que algo se degrada en esa falta de voto: la democracia. La democracia tiene grados y cada voto la fortalece. La derecha española tiene un lema sencillo: lo que es bueno para España es bueno para los españoles. Y no hace falta decir que España es la media de los ricos y de los pobres lo que implica que esa fórmula involucra un cómputo de desigualdad: contra menos mejoran los pobres más mejoran los ricos. Stiglitz lo dijo claramente: el problema de la democracia actual no otro que la desigualdad. España puede ir bien mientras la mayoría de los españoles lo pasan mal. La idea de la revolución (subvertir el orden social de un solo golpe, inevitablemente cruento) es romántica pero inviable. La revolución es, hoy en día, una carrera de resistencia, en la que cada grado que se mejora es un dolor, una ingente inversión de esfuerzo, y un trabajo de atención continuada.
Tenéis razón. No se merecen nada y menos que seamos nosotros quienes les saquemos las castañas del fuego. Pero es, o eso o nada. El ojo del amo (el ciudadano) engorda al caballo (la democracia). Pero es que no lo hacemos por ellos. Lo hacemos por nosotros, por nuestro bienestar, por nuestra dignidad, por nuestra democracia (el único caudal político que ha conseguido el pueblo a través de la historia). Y como no se merecen nada, no votéis por ellos, votad por vosotros, por un país mejor, más justo, más igual, más confortable. Si como todos, estáis hasta los cojones de derechas y de izquierdas, de corruptos y corruptos, de demagogos y populistas, votad a quien os parezca que defiende mejor (quizás simplemente “algo”) la democracia. Y desde que la derecha abandonó “el centro” para arrojarse en brazos de la ultraderecha os puedo asegurar que eso ocurre en la izquierda, no en toda, pero si en alguna. Aunque las etiquetas no son determinantes.
El desgarrado. Junio 2022.