» 05-08-2024 |
El conocimiento del medio, para que sea efectivo, debe ser absoluto y esa es la aspiración del pensamiento. Se trata de certezas, es decir acontecimientos que son exactos (verdaderos) al 100%. ¿Cómo se consiguen este tipo de conocimientos?: deben ser universales, es decir aplicables al 100% de los eventos. El planteamiento es bueno pero tiene un defecto: el conocimiento absoluto no existe -soy consciente de que esta afirmación absoluta desautoriza su propia afirmación-. A partir de aquí se desarrollan toda una batería de estrategias para obtener las necesarias certezas. La omnipotencia de las ideas (la realidad es lo que pienso), el instinto (la inteligencia genética impresa por la evolución en el núcleo de nuestras células), la intuición (sea lo que sea), los axiomas (verdades evidentes que no necesitan demostración) son -más que intentos- declaraciones de universalidad. Otro es la revelación del señor todopoderoso dueño absoluto de la verdad absoluta. Dios o dioses, no tiene importancia. Lo que realmente importa es que sean suprahumanos, todopoderosos, omnímodos. En una segunda ola -ya teñida de razón humana, aparece la lógica: una teoría razonada de la verdad. De su mano surgen: la deducción y la inducción. La primera aplica una ley universal al caso concreto (de lo general a lo particular); la segunda infiere dicha ley universal de múltiples y convergentes casos concretos (de lo particular a lo general. Pero presentan problemas. La primera es ¿de dónde ha salido esa ley universal? No queda más remedio que acudir a los anteriores mecanismos para suscitarla. En el caso de la inducción el problema es que por muchas veces que se repita un acontecimiento (por ejemplo que amanezca cada día) no garantiza que vaya a ocurrir una vez más.
La lógica parece el invento universalizante definitivo pues no necesita que los términos de la proposición (sujeto, predicado) -y la propia proposición- sean ciertos para que el razonamiento (silogismo: relación entre dos proposiciones que arroja una conclusión) sea cierto, válido o verdadero. El avance es descomunal pues se reduce el raciocinio a una cuestión formal: si se aplican bien las reglas -prescindiendo de la verdad de los términos y de las proposiciones- la inferencia (razonamiento) es válida, evidentemente en relación a las presuntas verdades de las proposiciones, es decir, una verdad “relativa”. El contenido de los términos y las proposiciones es irrelevante para el resultado del raciocinio: es un raciocinio formal: depende de la forma (apariencia). Pero en el pecado lleva la penitencia. Si la proposición no tiene certeza alguna equivale a ser una hipótesis. Para escenificar de forma contundente esta cuestión, Peirce inventa una nueva estrategia de razonar: la abducción en la que se parte de una hipótesis (primera proposición) y de un resultado (conclusión) para inferir la segunda proposición… pero sin garantías de certeza, menos incluso que las de la inducción. Esta forma es la fórmula habitual de nuestro razonar cotidiano y sienta las bases de la ciencia en lo que se llamará el sistema hipotético deductivo. Ninguno de los tres sistemas de razonar conducen a la verdad absoluta.
Para aplicar estas transformaciones entre los particular y lo general necesitamos mecanismos que transformen lo particular (concreto) en general (universal). Estos mecanismos ya existían: los métodos de simplificación que hemos enunciado en la entrega anterior y en especial la abstracción. La abstracción es la simplificación de la cualidades de los objetos hasta que se reduzcan a un repertorio de cualidades comunes. Por ejemplo: la cantidad. Alexaindre elaboró un ejemplo muy significativo: reunió cuatro objetos: un melón, una sandia, una pelota de fútbol y una de rugby. ¿Que abstracciones se pueden operar entre ellas. Por la forma dos son esféricas y las otras dos oblongas; por su contenido dos son frutas (productos naturales) y dos son material deportivo (productos manofacturados). Pero por su cantidad (o su cotidianidad) todas son una unidad. La abstracción se opera de acuerdo a puntos de vista distintos: forma, contenido, cantidad; y subjetivos, pues la elección recae en el sujeto que ordena o clasifica estos objetos. Todos los objetos del universo pueden ser reducidos a su cantidad: la cantidad es un universal. La fecundidad de la abstracción ‘cantidad’ es enorme pues toda la aritmética/matemática deriva de ella. ¿Existen otros universales, realmente universales? El concepto, la verdad, la comparación, la delimitación, la generalización lingüística (tratar a lo múltiple como si fuera uno: un rebaño, la humanidad). No todos son igual de fecundos: los tres primeros han dado lugar a ciencias o disciplinas extraordinarias: las matemáticas, la lingüística, la lógica. La comparación (igualdad, equivalencia, similitud, proporcionalidad, especularidad, simetría) no está recogida en una ciencia o disciplina (quizás la teoría de grupos) pero lo impregna todo (ver el pensamiento geométrico en los capítulos dedicados a “La simetría y la belleza del universo” de Lederman y Hill).
El pensamiento se origina en el orden y la clasificación y no por “razones” sino por una tendencia natural de nuestra mente. La mente tiene una debilidad especial por la estructura en árbol (lineal): parte del todo y lo desmenuza en partes recursivamente hasta lograr las partes más elementales o constitutivas (en el caso de la materia: electrones, fotones, qwarks…). Probablemente es una decisión obligada por la dificultad de nuestra mente para pensar en red (espacialmente). Es el comportamiento analítico (individual) del hombre. Y digo el hombre porque no estoy seguro que la mujer comparta este rasgo. Más bien me inclino a pensar que la mujer sea más sintética (social) y trabaje con mayor comodidad con todos sin desmenuzar, construyendo todos aún mayores. El niño despanzurra los juguetes buscando la clave de su funcionamiento en su interior. La niña construye con sus muñecas y peluches situaciones a modo de ensayo hacia el futuro. No son rasgos absolutos. La libertad permite a cada individuo elegir su comportamiento ante los juguetes, pero creo que existe una tendencia en el sentido descrito. Cualquier texto al que nos enfrentemos nos propondrá clasificaciones por doquier en la clásica disposición en árbol. El caso del “Tractatus logicus-matemáticus” de L. Wittgenstein (un lógico) es un claro ejemplo. Reichenbacht distinguió entre el contexto del descubrimiento y el contexto de la justificación (distinción ya contenida en la lógica pero que él subraya) para evidenciar que el orden del descubrimiento (inductivo) opera de forma inversa al de la argumentación (deductivo). Si consideramos que el proceso de leer un texto se produce en el contexto del descubrimiento (del propio texto) y que éste está escrito en el contexto de la argumentación, no es difícil deducir por que estudiar se hace tan tedioso.
¿Existen operaciones previas al pensamiento (la aplicación de un método de inferencia o raciocinio)? Parece en extremo plausible que antes de acometer la función de pensar (inducción, deducción, abducción), realicemos una partición del campo de trabajo (partición de lo sensible en Rancière). Obviamente esa partición condiciona nuestra función de pensar. Pondré un ejemplo similar. Previamente a la recogida de datos en una encuesta o sondeo se procede a determinar el universo de estudio (el campo). Esa elección: edad, barrio, idioma, tenencia de teléfono, callejera, incluso la longitud temporal de la encuesta van a condicionar la recogida de datos antes de iniciar el trabajo de campo. No es descabellado pensar que en la función de pensar ocurre algo parecido con la partición de lo sensible previa. Cuando hablamos de “pensar” dedicamos poca atención a esa elección del campo de aplicación previo. Y sería posible que contamine elmproeso de pensamiento.
El desgarrado. Agosto 2024.