» 06-07-2024

Los errores de la humanidad 3. El dios único: el monoteismo.

Las religiones tienen un largo recorrido en la historia (y prehistoria) de la humanidad. Empiezan como manifestaciones de la fuerza (kratofanías): la naturaleza desbocada y continuan con las manifestaciones de los sagrado (Hierrofanias): lo especial, poco común, extraordinario. Detrás de estas especialidades de la naturaleza solo puede haber algo extraordinario: Dios. El animismo había dado presencia y personalización a los muertos. Uniendo ambas representaciones aparecen los dioses locales protectores de parcelas específicas de lo real. Las asociaciones entre el cometido y el dios protector se producen por analogía (las cosas son lo que parecen: si una planta tiene forma de hígado es que es buena para su tratamiento). El panteón de los dioses celestiales se amplía hasta constituir una pléyade. La jerarquía se suscita, el orden se establece y finalmente la idea de una simplificación se afianza. La primera gran simplificación es el mazdeísmo sobre el par de oposiciones morales del bien y el mal que nos deja la idea de dos principios opuestos. Los dioses locales pierden importancia  y solo quedan dos grandes principios universales, en tanto los dioses protectores quedan supeditados a estos y con efectos locales. Del mazdeísmo derivará el monoteísmo: un solo dios al que se opone un principio del mal o dios negativo (definitivamente inferior… lucha mediante, o no), pero no al mismo nivel de poder. 

 

La idea de la unicidad es correlativa al borrado de cualquier competidor en el panorama moral: es la justicia. El mal no es otro dios opuesto sino la justicia del primero y único. El dios justiciero fusiona los dos dioses del bien y del mal. Este proceso no hace desaparecer los dioses menores protectores a los que invocar en cometidos especiales, ni un cierto mal encarnado en un principio opuesto. Pero la figura de un dios personal, polarizador del bien y del mal en su sola persona, se abre paso. El mal se desplaza de principio divino a desidia y debilidad (el pecado original) del pueblo. La bondad de dios es infinita; el mal está en la desobediencia y la rebeldía de los súbditos. Es un dios legislador que se comunica de diversas maneras con su pueblo, normalmente a través de sujetos (sacerdotes) elegidos por sus valores (Generalmente autoproclamados), mediante mensajes (la revelación), la palabra de dios. Del dios procede toda verdad (divina) y por supuesto el mundo mediante diversas explicaciones cosmogónicas de los orígenes (La biblia). La religión es una forma de conocimiento (teología) y de gobierno (teocracia); dictatorial ¡cómo no podía ser de otra manera!. La palabra de dios es la verdad. Pronto los sacerdotes se hacen ricos a través de las ofrendas, los diezmos y las primicias. El templo satisface más las necesidades de almacén que de casa de dios y esa riqueza atrae a los guerreros (los que poseen las armas), los de fuera y los que eventualmente defienden de los ataques exteriores constituidos en milicias bajo demanda. Pero con dios no se puede competir y entonces se crea la figura del  guerrero-por-la-gracia-de-dios: el que toma las riendas por orden divina. La incipiente ciudad se conforma con la ciudadela amurallada(la ciudad dentro de la ciudad) culminada por el palacio, junto al templo. El orden militar y el orden espiritual se alían en la conformación del poder.

Lo que se conforma es un modelo de pensamiento: la verdad absoluta, indiscutible. Un modelo de gobierno: la monarquía absoluta. Un modelo de religión (de mundo): el monoteísmo, el dios absoluto. Y un modelo de sociedad: el de un pueblo inculto y casquivano necesitado de un mando férreo y sólido que lo dirija y lo oriente, al modo como dios dirige a su pueblo a través de las casta sacerdotal. Lo que se está construyendo es la dominación. 

 

Lo determinante es que el modelo metafísico el de los pares de oposiciones de las que, una procura el borrado de la otra -aún cuando sea una tarea para la eternidad- en perpetua contienda se establece como el dominante. El mundo mítico  no consiguió esta perfecta síntesis y el relato que lo estructura admitía una mitología más o menos folclórica que -con el modelo del judaísmo - se va conformando en el modelo del dios único, justiciero, con una casta sacerdotal que trasmite sus designios mediante la revelación y con un paraíso ultramundano (trascendente) en el que culminará esa prueba que es la vida y se vencerá a la muerte. Un mundo simple, polarizado entre pares de oposiciones excluyentes, lo que representa la máxima simplicidad, pues al no admitirse tercera posibilidad  alguna, si no es un polo debe ser obligatoriamente el otro, el complementario, la negación del primero. Cinco siglos antes de que el monoteísmo adquiera su forma moderna: el cristianismo, -desplazando al judaísmo- el sistema metafísico de pensamiento ya nos ofrece una forma acabada, una explicación cabal del mundo. Y ha sido a través del monoteísmo, la verdad absoluta, la trascendencia (la superación de la muerte), la oferta máxima que se puede hacer a la humanidad para que acepte la dominación, l orden natural de las cosas, la redención del pecado original y de la estupidez congénita y las pasiones desatadas. El relato ya está listo.

 

La unicidad se abre paso destituyendo la pluralidad: un dios, un rey, un sacerdote máximo. La pirámide jerárquica queda constituída. Y la unicidad. La pirámide se establece como el modelo universal de la dominación, del orden. Las pirámides egipcias (pero también de otras muchas civilizaciones: mayas, mesopotámicas…) más allá de monumentos funerarios se erigen en el modelo de la civilización de la dominación: la base amplia del pueblo, la cúspide del rey o del Dios. Pero lo funerario no es casual: la trascendencia, la promesa de otra vida es el gran truco. La vida es subsidiaria, accesoria, lo importante es el paraíso que nos espera tras la muerte y la resurrección. La promesa definitiva. La unicidad se opone a la igualdad social y la democracia política. En la cúspide del poder solo cabe uno, el Uno. Pero no todo debe ser apabullar. El hombre se establece a imagen y semejanza de Dios, pero mancillado por el pecado original: la vida es una prueba. Hay que esforzarse en aceptar la dominación pero sabiendo que en el paraíso se cumplirá la promesa de ser como dioses. 

 

Todo este montaje tiene dos partes: la fundamentación de una ciencia y de un sistema de pensamiento que difícilmente se podría haber hecho de otra manera, y en ese sentido inevitable como proceso. Pero lo que se cuela en esta jerarquía, en este modelo piramidal es la dominación, impuesta por el poder del Uno, de las armas y del orden natural de la cosas… inevitable. Pero también voluntariamente admitida a cambio de la superación de la muerte, del paraíso ultramundano: la servidumbre voluntaria. A partir de aquí el relato establecido es el del orden natural de las cosas: unos mandan y otros obedecen. Porque Dios lo quiere, la naturaleza lo ordena y el hombre lo necesita. Qué podría salir mal. La historia de la ciencia será la deconstrucción de esta metafísica: la negación de la trascendencia: hay otros mundos pero están en este. No existe ningún absoluto y por tanto ningún Uno absoluto. La verdad no reside en ningún soporte: persona, lugar o esencia. La verdad como la libertad, como la igualdad, son límites a alcanzar pero no absolutamente alcanzables… o no alcanzables en absoluto. La dominación no es natural por más que sea tan antigua como el ser humano. Lo natural no es lo habitual. Lo natural es que seamos iguales, dignos, felices. Lo natural es que alcancemos el cielo en la tierra.  

 

El desgarrado. Julio 2024.




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