» 05-09-2024 |
Era una prueba de esfuerzo rutinaria de las que me hacían desde que tuvieron que puentearme tres coronarias. La doctora (?) trajinaba con sus cables y su ordenador mientras yo le pedía que no le diera mucha máquina porque desde hacía unos años mis pantorrillas no estaban para muchos trotes. “Podría ser claudicación intermitente”, me dijo. Era la primera vez que lo oía. La cuestión es que había ido mendigando de médico en médico y de cardiólogo en cardiológo a ver si alguno me diagnosticaba aquel dolor que se producía en cuanto andaba y desaparecía en cuanto me paraba. Sin resultado alguno. De todas formas había tenido suerte pues había obtenido un dos por uno: prueba de esfuerzo y diagnóstico del sistema periférico de una sola tacada. Acabé la prueba -poco brillantemente- y me dirigí a la visita que tenía con el cardiólogo que me había operado.
Le comenté lo que me había dicho la doctora. La enfermedad de los escaparates, recordaba que dijo. El añadió: sí. Le llaman así porque los afectados se paran delante de cualquier escaparate hasta que se les pasa el dolor y una vez recuperados, continúan. Le pregunté que tenía que hacer y me dijo que ir a un médico del sistema vascular periférico en lo que él, no era especialista. Sin poderme dar recomendación alguna me largué asombrado de que lo que no había podido ser diagnosticado en cinco años era conocido para todo el mundo en aquel pequeño centro cardiológico. Recordé que le había preguntado a un anterior especialista y me había contestado que no tenía nada que ver mi problema coronario con el dolor en las piernas. Celebré haber escapado de sus manos.
Llamé a mi mutua que me informó que no tenían un listado de especialistas en vascularidad periférica. Debía escoger una clínica y en ella a un especialista. Pensé para mis adentros que eran como los políticos. Escogías partido y ellos mangoneaban los candidatos en la presencia y el orden de su interés. Si el nombre tenía poco interés en política, en medicina procedían del mismo modo. Total que llamé a la primera clínica que me pareció y a los pocos minutos ya tenía cita para mi claudicación intermitente, que por cierto me parecía más una disfunción de semáforo que una enfermedad vascular. Casi que lo de “enfermedad de los escaparates” resultaba mejor. Con la sensación de que si me habían dado hora tan pronto era porque el médico no tenía pacientes, me dirigí a mi cita. El sistema de visitas era rocambolesco. Una máquinas te informaban -previa introducción de tu tarjeta- de a donde ibas y en que lugar y tiempo. Como era nuevo mi tarjeta no funcionaba y tuve que resignarme al sistema de cola y turno.
Con puntualidad prusiana el doctor me recibió. Me hizo una eco musical (el sonido de los vasos sanguíneos era sobrecogedor) y me redireccionó a otras pruebas: un eco-doppler y un TAC con contraste, a fin de determinar el estado de mis arterias periféricas. Las pruebas fueron relativamente rápidas (diez días) y volví a mi experto/periférico al poco tiempo. Me mostró en la pantalla el estado de mi sistema arterial en el que se podía apreciar que cada dos por tres tenía una estrangulación que impedía el paso normal del flujo sanguíneo. Hay que operar -me dijo- le colocarán un sten (un muelle) -en cada oclusión- que le abrirá el paso al flujo sanguíneo y ¡listo! El mismo se encargó de redirigirme a la enfermera del cirujano que me dio hora para ¡cuarenta días después! Eso me tranquilizó. ¡Era evidente que no corría peligro inminente!
MI cirujano era lo más parecido a un carnicero que hallarse pueda. En especial me recordaba a aquellos retratos en los que Sanders captaban toda la ingenuidad de sus almas. Era un gigantón, con los dedos como morcillas… lo que tengo que reconocer, que me inquietó. Tenía enfermera, lo que demostraba su estatus. Luego descubrí que en su caso, dado el caos en el que estaba instalado, la enfermera era una medida profiláctica. Me preparó el preoperatorio (placa de tórax, análisis de sangre, visita al anestesista y otra eco, esta vez de las arterias superiores). Intentó repetir una de las pruebas que ya me habían hecho, lo que me hizo sospechar que no prestaba la atención debida a su ordenador y a las pruebas que aparecían en mi historial médico. Como consecuencia de este desacuerdo realizó unos tachones en el volante dignos de una chiquillo de primaria. Antes de salir, confundiendo mis recelos con temores, la enfermera me dijo: “no se preocupe. Todo saldrá bien”. Siempre he desconfiado del sistema de confortación empática así que lejos de tranquilizarme me inquieté.
Antes de salir del hospital me dirigí a las oficinas para tramitar mi pre-operatorio. Una amable funcionaria trató de activarme la tarjeta para que dejara de molestarla pero, por razones que se me escapan, no lo consiguió. El volante era incomprensible para ella, que me preguntó: “ ¡qué ponía!” Le dije lo que sabía, consciente de que aquel documento lleno de tachones no podía inspirar confianza a nadie. Me programó las pruebas y me fui. Mientras caminaba en dirección al metro pensaba en el carnicero y en el sistema de funcionamiento del hospital. ¿SS significaba Seguridad Social, sistema sanitario o seguridad seudoemilitar como en la Alemania de la segunda guerra?Distaba de estar tranquilo. Pero no tenía escapatoria. No ma habían dado el resultado del TAC y todavía recordaba los cinco intentos del enfermero “¡un pinchacito!” que tras interesarse por mis zuecos me agujereó los alrededores de la vena antes de conseguir y, previo por supuesto cambiar de brazo, ponerme la vía. Otra sesión de rejoneo no entraba entre mis mejores perspectivas.
La placa y el análisis fueron fáciles pero con el anestesista ya tuve una fricción. Cuando me preguntó si le había traído las pruebas que me había hecho le aclaré que yo solo llevaba lo que me decían que tenía que llevar… porque era un mandado. El se atrincheró en que solo pretendía lo mejor para mí y yo en que flaco favor le hacían a la confianza si no sabían ni siquiera organizar lo que había que pedirle al paciente. Le propuse varias opciones: fax, mail, teléfono, para entregarle los datos que me pedía pero el quería otra visita y rechazó la modernidad ante mi sarcasmo. Le expresé mi disgusto por semejante ineficacia e incluso le hice ver que no veía razón para confiar en el cuadro médico cuando el sistema, en general, no funcionaba. Puso cara de “esto es lo que hay” y me obligó a volver con las pruebas que no había sabido pedir. En el último momento, sabiéndose ganador pero no convencedor me dijo: “y afeítese la barba”. Era una clara revancha pero lo obvié pensando: “me afeitaré la barba si me da la gana”. Me había anunciado anestesia total lo que me extrañó porque la última vez que me habían hecho un cateterismo ni siquiera me habían anestesiado. No discutí porque un paciente no debe discutir y porque ya me había delatado como paciente/impaciente con el tema de la eficacia. Y así quedó la cosa.
Cuando volví a las oficinas para la segunda visita al anestesiólogo y la que yo pensaba que era la visita al cirujano, resultó que lo que tenía programado era un eco-doppler de las vías superiores que además necesitaba autorización de la mutua. Tras la necesaria dilación me dieron vía libre. La segunda e innecesaria visita al anestesista me deparó una sorpresa: no era el mismo. Una chica (doctora, ¡por supuesto!) ocupaba su puesto. Las pruebas que le traje no eran las que quería y cuando le dije que a los pocos minutos me hacían un eco-doppler de las vías periféricas superiores me dijo que se las trajera. Me hice la prueba (diez minutos, incluido des-vestuario) y estaba de vuelta. Pareció que aquello tampoco era lo que quería pero se conformó. “¡Adiós, adiós. Que le vaya bien!”
Cuando regresé a las sempiternas oficinas, descubrí que el funcionario anterior no me había programado la visita con el cirujano, con lo que tuve que solicitarla entonces. Cuarenta días. Le sugerí que el cirujano había dicho que la vigencia de las pruebas para el operatorio era de un mes, pero resultó inútil. Me fui a casa e intenté el comodín de la llamada. Veladamente le dije a la telefonista que el plazo de las pruebas se agotaba y que yo quería que alguien se responsabilizara del entuerto. Me dio un santo y seña (creo que era: gestión) y me remitió a otra línea funcionarial. El funcionario no conocía el santo y seña, lo que nos llevó un rato comprobar, yo diciendo “gestión” y el diciendo “¿qué?”, pero me dijo que ya me avisarían. A las pocas horas me confirmaron que me habían adelantado la visita tres semanas. Con semejante éxito ante el sistema, mi ánimo se creció.
Por fin me presenté ante el carnicero sabiendo que si no conseguía una fecha para la operación mi prestigio se resentiría (ya les había adelantado a mi círculo varias fechas falsas). Aquel día no tocaba puntualidad. Los consultorios había cambiado de ubicación y al estilo español el traslado se había realizado mucho antes que los sistemas funcionaran. Una funcionaria-enfermera informaba callándose que el retraso era monumental, pero radio-macuto informaba a voces que sobrepasaba la hora. Tras cambiar varias veces de sala de espera al albur de los operarios que instalaban pantalla o luces y que no querían testigos, por, fin, casi solo, recibí la llamada. En el entreacto había descubierto -jugando al juego de las parejas- que esta señora era de este doctor y que aquel señor era de aquel. En las salas de espera de los consultorios no hace falta ser simpático. Los amigos se hacen sin querer.
MI carnicero me informó de dos cosas: una, que me metería un globo por la arteria y que me instalaría un muelle (Prácticamente una fiesta infantil), todo bien masticadito para que lo entendiera; dos, que me operaría en tres días porque había un renuncio… o al cabo de cuarenta días. Asentí a todo como hacemos los buenos pacientes y se enfrascó en el papeleo. Esperaba el momento con fruición no solo por ver sus morcillosos dedos en acción (le había prometido a una amiga que les haría una foto) sino también por comprobar, qué nuevos atropellos a la caligrafía y al power point sería capaz de perpetrar. Estuvo comedido, sin tachones ni marginalidades (en nuestro primer encuentro escribió por todos los márgenes). La normalidad de la situación me tranquilizó, estando como estaba al tanto que sus indicaciones operativas eran confusas e indefinidas.
Me dirigí a la oficina particular de los nuevos consultorios e indagué como debía producirme ante mi mutua. Quizás era innecesario (el protocolo era bastante regular) pero con el tiempo me había acostumbrado a ser redundante. La funcionaria/enfermera/Rottermeyer (f.e.R) trató de librarse de mí ante lo que redoblé mis pesquisas. Ante nuestra falta de comunicación la f.e.R. recurrió al doctor que empezó por echarle un chorreo: “aquí no tenemos clientes; tenemos pacientes. No nos deshacemos de ellos sino que los atendemos con cariño” Solo de pensar que la f.e.R. me tratara con cariño se me erizaron los vellos, pero disimulé. Entonces el carnicero preguntó: “¿Se ha hecho la reserva de sangre? No se había hecho. Inmediatamente se dirigió a su enfermera (que al estilo español había acudido al tumulto) y le recriminó por no haberlo hecho a pesar de que se lo había pedido. No era cierto. Por lo menos delante mío no lo había hecho. La enfermera debía estar acostumbrada a este tipo de diatribas por lo que reculó y volvió al poco con el volante. “¡Adiós, adiós. Hasta el Viernes. Que vaya bien. Ya le llamará para los detalles!” No me pareció que debiera dirigirme a las oficinas centrales así que me abrí.
Cuando, el jueves, a un día de la intervención, no me había llamado nadie, me empecé a mosquear. Llamé a la mutua para pedir la autorización y me explicaron que ya la tenía. Al requerirles si eran adivinos me aclararon que les había llamado del hospital. “¡Ah!” dije. Cundo mi desesperación ante la falta de comunicación lindaba con lo paranoico sonó el teléfono: “A las diez. En ingresos del hospital. En ayunas de seis horas. Duchado. Con objetos de aseo y un pijama”. La suerte estaba echada. Mi mujer (nacida Assumpta) recibió la noticia con alborozo: podía activar las redes sociales y dirigir la orquesta por varios días. No me gustaba que mi intimidad sanitaria estuviera en las redes pero tampoco tenía fuerzas para discutir con ella (porque sería un discusión). No hacía falta que preparara nada (salvo mi testamento) porque la intendencia doméstica era su campo exclusivo. Solo quedaba rezar ¿pero a quién?
El día D a la hora H -menos 30’- me personé en el banco de sangre para que me hicieran la primera incisión: “¡un pinchacito!” Después me dirigí a ingresos. “Bla, bla, bla” y a la sala de espera. Teníamos dos números uno para entrar en la zona de quirófanos y otro para que el médico informara del resultado. Nos los repartimos. La sala era un poco siniestra. La gente, de dos en dos, o de tres en tres, se repartían las sonrisas de consuelo con las actitudes ceñudas de desconfianza. No era difícil saber quien iba al quirófano y quien se había salvado. Al cabo de unas horas (eso me pareció) mi número salió en la pantalla: ¡al tostadero! Me llevaron a un box en el que me vistieron de operando: bata monjil y culo al aire. Bueno. Lo cierto es que me dieron una braguita de papel que me duró unos minuto pues al poco apareció un rapador que para afeitarme la ingle, lo primero que hizo fue desgarrarme la braga como si de una violación se tratara. Con la braga rasgada y la ingle afeitada empecé a sentirme vulnerable. Evidentemente no me libré de “¡un pinchacito!” para ponerme la vía. Acertó con la vena rebelde y se ensañó lo suyo. Me tomó la tensión y como le pareció alta (¿alta. Al borde del altar sacrificial?) me dio una pastillita. Pinchacito, pastillita, todo era mínimo en aquella tesitura. ¡El tamaño importa!
A la hora en punto -habíamos preguntado- me llevaron a un garaje de camillas que por lo visto era la sala de espera y de recuperación de los quirófanos. Había ¡doce! lo que me hizo sentir que la producción en cadena había llegado a la sanidad. ¡Aquello era una cadena de montaje! Una locutora dirigía el tráfico: “camilleros, al quirófano cinco” “Doctor X, al tajo” Los operandos entablaban alegre conversación con sus vecino: “cáncer de mama. Próstata” Los ya operados no estaban para hostias y guardaban -muchas veces- obligado silencio. En el centro había unos ordenadores a los que se amorraban los cirujanos para enterarse de lo que iban a operar. Mi cirujano no estaba. Probablemente con su aspecto de carnicero lo hubieran echado. Ya había perdido la noción del tiempo así que cuando me vinieron a buscar para llevarme al quirófano cinco (por qué recordé el “matadero cinco” de Kurt Vonnegut), me pareció bien.
En el quirófano el primero que viene a verte es el anestesista (¡que no era ninguno de los que conocía!). Sería una epidural (esa que te clavan en la columna). Mientras un enfermero me aguantaba/doblaba la cerviz el rejoneador entró al toro. Cinco pinchazos y hecho. Me alcanzó con el rejón a punto de empezar los pitos. Me tumbaron y me pusieron la tienda de campaña de doble uso: a ti te sirve para no ver la carnicería y a ellos para olvidar que lo que están rajando es humano. “Le pondremos sedación” No estaba en situación de exigir. Eran dos (¿maestro y alumno?). Otro/a de incierta titulación, estaba a los mandos de la pantalla. Desde mi posición de decúbito supino no veía más, aunque intuía revoletear a algunas enfermeras. La sedación no hacía efecto así que me apresté a seguir el espectáculo auditivo. Estaba incómodo (no tenía almohada) pero sabía que la operación duraba una hora y media. ¡Un horizonte es un horizonte! Ya no me sentía las piernas. Me acordé de Rambo.
Estas operaciones teledirigidas a lo que más se parecen a es a un aparcamiento en un descampado, de esos de gorrilla. “¡Tira, tira, tira. No. Un poco a la izquierda. Venga, adelante. No, no, no, tira atrás. Vale, dale, dale. Es que está muy rígido. Venga, otra vez. Dale, dale, dale. Te has pasado!” Así durante una hora. Y de repente la epifanía: ¡Ahí, ahí, ahí! Ya está. ¡Ya está! pensé con alivio. Los arranques de mi carnicero diciendo ¡Se ha acabado, vamos a abrir!, no me daban ninguna tranquilidad. Me lo imaginaba con los cuchillos de su profesión entrando a saco en ¡mis entrañas. Afortunadamente el joven era más paciente. La cuestión es que la operación se alargó, bien porque mis arterias eran más escleróticas de lo esperado o bien por que el disc jockey no era de elite. La cuestión es que la sintonía tardó en fluir. Pero con la colocación del muelle no se acababa la cosa. Bueno, se acababa para el carnicero que se largó, pero yo y el alumno nos quedamos, yo siendo paciente y él amasándome las arterias para que no se produjera una hemorragia (de hecho: otra, porque el suelo estaba lleno de sangre).
La cuestión es que me habían hecho dos agujeros, uno en cada femoral a la altura de la ingle. Por lo visto como el punto de inserción del muelle era muy próximo a la arteria adjunta (era el punto de bifurcación de las ilíacas) tuvieron que hinchar la adjunta para no obturarla con la hinchazón de la primera (la necesaria para la intervención). Aquí no hizo falta rasurar: entraba dentro de la improvisación; eran los efectos colaterales.
Mientras mi cirujano-dos se afanaba con la comprensión de las arterias perforadas, comentaba con la enfermera que pensaba que su número uno le ayudaría con la comprensión (por lo visto era nuevo en la plaza). Cuando la enfermera se brindó a ayudarle, declinó aduciendo que no era su trabajo. Mientras ellos discutían sobre la competencia laboral de sus respectivos cargos yo esperaba a que acabaran implorando porque el próximo convenio colectivo fuera más equitativo… con los pacientes. Finalmente, dio por acabada la comprensión (brillantemente, por cierto, por que las arterias no volvieron a sangrar ni gota) y se aplicó a adornarme con un vendaje comprensivo que rematara la faena de obturación del sangrado de las arterias que había iniciado. Para que se hagan una idea un vendaje comprensivo, en este caso, es como una pañal de sumo pero realizado con esparadrapo king size. Y ahí acabo todo. Bueno, todo no. Me esperaban dos horas de observación en el garaje de estacionamiento de camillas. Aparte del tedio nada que reseñar. A esas horas las alegres conversaciones de “yo tengo esto y antes tuvo aquello” habían languidecido. Los recién operados éramos mayoría y no estábamos para gaitas. Mis piernas empezaban a hormiguear.
Había entrado a las once y diez en las sala de camillas y salía a las seis y media. ¡Lo que se llama una operación de hora y media! Tras la consabida larga espera hasta conseguir un camillero ¡un garaje es un garaje! me subieron a la habitación. Me esperaba Assumpta para darme el parte: “todo bien, pero largo. Tenía las arterias calcificadas”. “No lo volveré a hacer” le dije. Empecé a hacer el recuento de daños: llevaba una sonda en el pito y la vía, pero nada más ¡Se podía considerar un éxito! Me habían puesto rejas en la cama para que no me moviera, que era su forma de decir ¡que no me moviera! Tras pelearme con la tele de pago, por fin funcionó. Me cercioré que todo estuviera a mi alcance (preveía que la noche sería larga) y di licencia a mi mujer. Antes de irse me informó de que el carnicero había dicho que si no había contraindicaciones, al día siguiente podría irme. Tenía hambre pero no podía comer (decían ellos. A mi me parecía lo más normal). Por lo visto mi obligación era tener el estómago revuelto. Simplemente lo tenía vacío. Un caldo quevediano (pero sin garbanzo), un zumo industrial y un botellín de agua era mi primera comida en veinticuatro horas. ¡Alegría!
Dormí de doce a cuatro. No era muy distinto de lo que dormía en casa. Leí, puse la tele y volví a dormir. Poco más, porque no había más. No me dolía nada, no estaba incómodo y el tiempo fluía razonablemente. Mi mujer se presentó muy pronto. Una auxiliar entró con ella a asearme a mi y a la habitación. Me restregó todo el cuerpo con una esponja enjabonada, incluidas mis partes pudendas a las que trató, con gran democracia, exactamente igual que al resto. Me cambió el depósito de la sonda, me hizo la cama con ese gracejo que las caracteriza, primero la mitad y después la otra mitad y me puso una bata limpia.
El desayuno no era hasta las nueve, las nueve y media en nuestro caso. Café soluble y galletas sabor de miel ¡mi desayuno favorito! Nos aprestamos a que viniera el cirujano conscientes de que era sábado y que podía ocurrir cualquier cosa. Finalmente apareció. Estaba dubitativo. Que si te vas, que si no te vas. Exigimos nuestro derecho a irnos y a la voz de “cambio de planes” se aprestó a arrancarme el pañal de sumo como si de un chiquillo abriendo regalos de Navidad se tratara. Las largas tiras de esparadrapo de alta adherencia me arrancaron la piel en los breves segundo que duró la orgía. Estaba enloquecido arrancando. Cuando acabó mi piel estaba para la ubi y él, ufano de su logro. Las cicatrices (si se les puede llamar así) de los agujeros en las arterias eran invisibles. Llamó a la enfermera y nos dio el alta no sin antes pelearse con mi mujer que tuvo la mala idea de decir que si necesitaba reposo. “¡reposo. Lo que necesita es caminar!”.
Cuando la enfermera entró solo dijo “el que te ha hecho esto no es amigo tuyo” Después trató de arreglarlo con escaso éxito habida cuenta de que allí no se podía poner un esparadrapo. Y así fue como los consabidos efectos colaterales de cualquier operación hicieron su aparición, tarde pero a tiempo. El percance sirvió para que me deshiciera de la bata y me pusiera mi elegante pijama de verano. Aquello se aproximaba a la libertad. Insinué si nos iríamos después de comer a lo que respondió que no, que a última hora. Mantenía la vara de mando con firmeza. Tras abrirse, retornó, asomó la cabeza y me informó: “ Te vendrán a hacer un análisis” y desapareció definitivamente. La comida fue de unta pan y moja: sopa de pistones, que si hubieran sido de motor de explosión por lo menos habrían tenido un poco de grasa, y perca hervida con verduras cocidas y mal escurridas. De postre una compota industrial. No pan. Agüita. Utilicé la compota como aderezo para las verduras. El pescado era infumable. Lo probé todo y lo dejé todo. Mi mujer huyó de allí hacia el bar de la esquina antes de que el panorama la deprimiera.
Antes de que mi mujer volviera pasó la enfermera del banco de sangre y “¡un pinchacito!” La tarde transcurrió como las tardes de sábado en los hospitales: ningún médico, pocas enfermeras y la algarabía de los niños y familiares que han decido pasar la tarde sin gastar ni cinco. Salí a pasear con mi elegante pijama, pero la pista estaba atestada de tráfico: limpieza, catering, curas… así que me rajé. Tarde de tele y de espera. A las siete consideramos que ya era “última hora” y empezamos a maniobrar. Primero mandé a mi mujer con la excusa de que se había acabado el calmante. Como no ocurría nada me quité el calmante de la vía y fui a investigar de primera mano. El carnicero no había dicho nada. Me interesé por si había dejado el alta y me lo confirmaron. Faltaba el visto bueno del análisis. Me preguntó la enfermera si sabía el teléfono del doctor. ¡Mal! pensé para mis adentros. Me volví a la habitación para dejarles espacio.
Media hora más sin que pasara nada y volví a la carga. ¿Nada? Nada. Se habrá olvidado de mí, les dije. Pregunté por el médico de guardia y me informaron que estaba operando una urgencia. Ante mi cara de incredulidad contestaron con otra de ¡esto es lo que hay! Volví al cubil y Assumpta me dijo: ¡Vámonos. Vístete! Zanganeé un poco hasta que se acabó el día de tele que habíamos contratado y me empecé a vestir. Cuando acababa apareció la enfermera. ¡Ya está! Tengo el alta. Me entregó los papeles y yo le hice ver que todavía llevaba la vía. “Ahora te mando a alguien” Al poco vino la enfermera y me liberó del último eslabón que me unía a aquel hospital. ¡Era libre! Salimos disparados por si se arrepentían, tomamos un taxi y nos fuimos a casa. Bueno, no bien bien a casa sino al bar de la esquina a comer algo. Treinta y seis horas. Me encontraba bien excepto por los efectos colaterales y por fin pude comer. La vida me sonreía.
Pero la vida, aunque pendiente de un hilo, sigue. En el alta me había recetado más medicamentos, dos nuevas pruebas eco-dopplerícas y me indicaba que nos viéramos en quince días. El lunes llamé para pedir la cite y me encontré con que la agenda de mi carnicerito estaba bloqueada hasta Julio (estábamos a 15 de Mayo). Resultó que aquella cita que me cambiaron tres semanas antes no se había anulado (?) por lo que pude aprovecharla para re-usarla. La funcionaria de turno me indicó que fuera llamando hasta que se abriera la agenda (ingenioso sistema). Empecé a sentir que aquel médico, aquel hospital y aquella agenda no me convenían. Las colas eran similares a las de la SS y la asistencia no era mucho mejor. Para colmo las dos pruebas no se podían realizar hasta el quince de Junio, es decir, después de la visita. Ignoraba si las pruebas eran pertinentes para la visita o no, lo que me dejaba con el culo al aire. Se imponía un análisis en profundidad y a ello me entregué.
El 29 me presenté a la cita resuelto a decirle que me buscaba otro médico (y otro hospital) pero tenía un problema. No me habían entregado el resultado de la prueba del TAC con contraste que solo podía ver en el pantalla cuando me lo mostraban. Si me iba a otro médico todo el proceso empezaría por el TAC y si no lo tenía tendría que repetirlo, lo que no me apetecía en absoluto. Pregunté a la funcionaria si llevaba mucho retraso a lo que me respondió mohina que lo ignoraba en una de las pocas ocasiones que un funcionario reconoce su ignorancia. ¿es secreto le pregunté con sorna? No me contestó. No llevaba mucho retraso, al cabo de 20 minutos sobre la hora fijada la enfermera apareció musitando mi nombre (las pantallas seguían sin funcionar y los operarios seguían trasteando por pasillos y salas).
Entré en la consulta: “Hola, hola”. Me preguntó por la salud como si mi visita no fuera precisamente para encontrar esas respuestas. Le informé de mis progresos: la pierna buena era ahora la mala porque la mala había pasado a ser la buenísima. Me inspeccionó la herida (ya inencontrable) y el pulso arterial. Obvió las otras heridas -las que me había propinado en el desembalaje- y concluyó que estaba estupendamente, es decir: que le había salido maravillosamente la operación. Hablamos de la medicación que había optado por apuntarme para entregársela dada su costumbre de no consultar la pantalla para escrutarla. Le pareció bien menos que hubiera dejado de tomar el protector estomacal, como así indicaba el prospecto del último medicamento que me había recetado en el parte de alta. Le comenté que su agenda estaba bloqueada a lo que -contra todo pronóstico- comento “¡deberé pedir aumento de sueldo!”. “No te preocupes que no te quedarás sin visita” añadió y señaló un taco de color amarillo de vistas urgentes indicándole a la enfermera que me proveyera del necesario. Aquello solucionaba uno de mis problemas y olvidé -en el fragor de la contienda- pedirle el resultado del tac, con lo que mis posibilidades de abandonarlo se vieron seriamente mermadas. Antes de que pudiera reaccionar se fue farfullando que se iba a ver a los recién operados. Era la primera vez que un doctor conseguía salir antes que yo de la consulta. Esperé a que la enfermera me diera el volante amarillo y me fui.
En el pasillo la funcionaria me imprimió la visita que era para cuatro días después de las pruebas de eco que ya me había mandado el doctor pero que había intentado volver a mandarme en la visita, con la redundancia que le caracterizaba. No se había comentado nada acerca de una nueva operación que sin embargo sería inevitable. Quizás en la próxima visita. De momento tenía veinte días de libertad vigilada y me había mejorado sustancialmente la calidad de vida. La sangre circulaba por mi pierna izquierda a raudales y el dolor de la pantorrilla había desaparecido. La pierna derecha insistía en recordarme que era arterioesclerótico y que lo de la claudicación intermitente es intercambiable. Fuera lucía el sol. ¡La medicina me había salvado!
El desgarrado. Septiembre 2024