» 11-09-2024 |
De puertas afuera -es decir dejando aparte los mecanismos bioquímicos internos- la adicción es una fuerza irresistible que nos empuja a un consumo determinado. Se dice que hace falta mucha voluntad para oponerse a la adicción pero también se puede entender que la voluntad inequívoca hacia algo… es precisamente la adicción. La religión decía que las potencias del alma son inteligencia, memoria y voluntad. Todas se pueden torcer, pero la voluntad es especialmente significativa puesto que nuestro nuestra conciencia se identifica fundamentalmente con la definición de objetivos y los medios dispuestos para alcanzarlos. Si el fallo de la inteligencia es locura o bestialismo y de la memoria es una quiebra del espacio-tiempo, la voluntad somos nosotros mismos: nos definimos por lo que queremos y como lo conseguimos.
La voluntad se puede torcer por exceso y por defecto. El segundo caso es el pan nuestro de nuestra vida. Queremos cosas pero no estamos dispuestos a invertir el esfuerzo que implican: estudiar, hacer ejercicio, socializar sin trabas, aprender inglés (en general: todos los propósitos de año nuevo), amar sin contraprestaciones. El primero es más sutil. Si en su versión light se llama terquedad o constancia en la versión fuerte puede llegar a causar estragos. La bulimia es un exceso de voluntad aplicada a la percepción ideal de nuestro cuerpo. Queremos un cuerpo determinado (otra cosa es que ese cuerpo sea aberrante, lo que sería un fallo de la percepción o de la idealización ) y ponemos todos los medios para conseguirlo. Hasta la muerte. ¿Por qué se produce esta hipervoluntad, no lo sabemos? teniendo en cuenta que se produce entre jóvenes obedientes y poco conflictivos, integrados en su papel social normativo (… y si fuéramos freudianos) podríamos decir que el super-yo se ha descontrolado. Pero si simplemente fuéramos a-morales podríamos decir que lo que se ha descontrolado es el equilibrio del bien y el mal… o su propia existencia. Dentro de unos años sabremos que lo que se ha descontrolado es determinada hormona o mediador químico afectando a la conducta… y lo arreglaremos inyectando una droga presumiblemente no adictiva.
El alcoholismo o el tabaquismo son dos de las principales adicciones no solo por su nocividad social sino por la cantidad de gente a la que afectan. Son drogas legales y su consumo puede estar regulado pero no prohibido, y según la norma del tercio excluso: lo que no está prohibido está permitido. Los argumentos en pro y en contra son harto conocidos, pero el problema no está en el debate de ideas sino en una situación de quiebra de la voluntad que afecta a la salud. Y esa salud le cuesta mucho dinero al erario público lo que pone a los políticos en contra (excepto en su propio caso… evidentemente). Pero como afecta a muchos también involucra gran número de votos, ¡y ahí les duele!: un político en su sano juicio (no es una afirmación. Es una presunción) jamas tomará una medida que le haga perder votos. Está cogidos en una pinza (para nada moral) lo que implica que las medidas serán tibias y contemporizadoras o sea que no resolverán el problema. Ir contra las tabaqueras por añadir sustancias proadictivas es una solución transversal (que no ataca el problema de frente, sino a los productores) y que en el caso de España -en que el productor es el propio Estado- es impensable. ¡Nadie tira piedras a su propio tejado! Se pueden hacer campañas de disuasión (algunas tan estúpidas como recomendar el consumo responsable o tan agresivas como tratar de asesinos a los usuarios) pero inútiles excepto para exonerar de responsabilidad a los políticos. Se pueden incentivar usos sustitutivos como el alcohol sin alcohol o el tabaco sin nicotina (¿sin alquitrán?). Pero eso no resuelve el problema de la quiebra de la voluntad sino que la desplaza a otro sitio (como barrer, que es cambiar el polvo de sitio, a veces, inmediato). Nada de todo esto soluciona el problema, simple y llanamente porque no hay voluntad política de hacerlo.
Porque la ley de la desmesura dice que todo consumo placentero aumentará paulatinamente hasta alcanzar su máximo posible y solo se regulará (parcialmente) si afecta directa y probadamente a la salud. La economía del placer es la culpable. Tratamos de cerrar la cuenta con ganancias positivas y eso se resuelve comúnmente aumentando la dosis de lo que aumenta el placer. Pero la habituación juega a la contra y la misma cantidad produce cada vez menos efecto (hasta desaparecer completamente). Esta escalada conduce a la máxima cantidad… con el mínimo placer. Pero para entonces la adicción ya ha hecho su aparición y la voluntad se ha quebrado. Eso es el cuadro de la adicción: consumir mucho (lo que puede ser nocivo para la salud) de algo que ha perdido su capacidad de dar placer, pero que nos ha atrapado en el consumo recurrente, por lo demás inútil. ¡Un planazo! La solución elemental sería que la economía del placer fuera más positiva porque se limitan los elementos negativizantes. Pero eso es imposible no solo por la dialéctica de la vida que hace que todo lo que es bueno para algo… es malo para otra cosa, sino porque el control de esa economía del placer por parte del poder es esencial para su mantenimiento. ¿Cómo controlar a quien puede proporcionarse tanto placer como quiera? El placer debe ser un bien escaso y controlado por el poder, pues el régimen del terror (el castigo sistemático de las transgresiones) se vuelve contra el poder… a la larga. Una de cal y una de arena; un premio y un castigo. Pero en una economía del placer en la que los controladores (los políticos) tratan de quedarse con todo, el reparto al resto (los controlados) es misérrimo. ¡Sí, al final los culpables siempre son los mismos!
Pero las adicciones no solo son “viciosas” también lo son virtuosas (aunque lo que marca su calificación es el hecho de la adicción y no su calificación moral). El amor es adictivo, el sexo es adictivo. En ambos casos por la economía del placer. Todo lo que produce placer es potencialmente adictivo. El poder, la dominación, hasta el dolor puede ser adictivo (y si no que se lo pregunten a masoquistas y sádicos). Solo se necesita la convención (el acuerdo generalizado) el universal convencimiento de que aquello es placentero. Un universal es aquello que afecta a (casi) todo el mundo. Y dijo “casi” porque el universal absoluto es imposible: si una clase contiene a todos los sujetos no es una clase es el universo, por lo tanto no es una partición una distinción. Pero la paradoja está servida: si algo universal es absolutamente imposible esta imposibilidad es absoluta y por tanto no puede existir. El concepto de lo absoluto es un concepto relativo. ¿Cómo puede ser? Es un problema de contextos, de puntos de vista, de enfoques, de delimitaciones. En conjuntos limitados lo absoluto es posible, es más, esa es su condición de existencia. En el conjunto de los hombres ser hombre es un absoluto: afecta a la generalidad de los componentes del conjunto, es su condición de pertenencia. Si ampliamos el punto de vista, el contexto, aparecen otros colectivos: mujeres y el absoluto desaparece. Deberemos hacer una nueva definición, una nueva clase o conjunto para volver a lo absoluto, por ejemplo: seres humanos. A eso le llamamos que lo absoluto (en un conjunto determinado) es relativo (en un conjunto mayor). En lógica al conjunto que cubre todas las posibilidades que contiene todos los elementos se le llama universo…. con gran sentido.
Pongamos un ejemplo de adicción poco sospechosa de serlo: el mascotismo. El mascotismo es la idea universal de que todo el mundo ama a las mascotas (y por tanto las soporta con alegría), las consideran adorables. Las mascotas no ladran, no cagan, no muerden, no estropean el mobiliario urbano, y por tanto no molestan. Para demostrar estos términos se utiliza el paradigma ejemplar: “mi” mascota no ladra, “mi”… etc. y como tiene valor de universal en cuanto paradigma, todas las mascotas son adorables. Si lo comparamos con el tabaquismo punto por punto no es posible encontrar un hecho diferencial que avale al mascotismo como distinto del tabaquismo. Las mascotas disturban la convivencia social, transmiten enfermedades, molestan (contaminan las relaciones) no a todos pero sí a algunos, como el humo, como la concentración de alquitrán en el aire, como el olor a tabaco, etc.
Bueno. Sí . Hay una diferencia. En el tabaquismo y el alcoholismo el principal damnificado es el adicto. No es así en el mascotismo pues el adicto (el poseedor de la mascota) es inmune al ladrido (porque lo disculpa), al mordisco (porque lo explica) o a la mierda (porque la ignora, o porque ha desarrollado el placer -provocado por los bebés- de disfrutar limpiándoles la mierda). En el mascotismo las consecuencias nocivas son exclusivamente para los demás. El adicto a las mascotas disfruta de la compañía, del cariño, del consuelo, de la dominación y sojuzgación, sin (casi) ninguno de los inconvenientes. El mascotismo además de adicción es asocial. Pero no hay problema. Ningún político legislará negativamente sobre las mascotas, por el contrario las colmará de derechos, contra más estúpidos mejor. Por ahí no se les escapará ni un voto. A no ser que se constituya la asociación anti-mascotas, o quizás anti-mascotistas que castiguen electoralmente a los políticos que se sesguen hacia las mascotas en detrimento de los ciudadanos, esos políticos que encuentran en los cachorros olor a leche. De momento la asociación pro-mascotas (Pacma) se ha adelantado. Naturalmente aquella asociación nos privará del edificante espectáculo simbiótico-ecológico de un cerdo paseando a un perro. ¡Todo sea por la redención de la adicción!
El desgarrado. Septiembre 2024.