» 24-01-2021 |
La ilustración -como continuadora del racionalismo- hizo un gran bien a la humanidad: acabó con la superstición, el animismo, la religión revelada, y otras formas de “conocimiento” que sin ser deleznables, eran inferiores a la razón. Lo cierto es que no acabó con ellas. El 90% de la población cree en alguna forma de Dios, la omnipotencia de las ideas (confundir los deseos con la realidad) sigue siendo omnipresente y seguimos practicando la superstición (desde el horóscopo, al número 13) como si nada hubiera pasado. Para más INRI hemos añadido la homeopatía, las medicinas alternativas y todo tipo de otros alter que nos han conducido al negacionismo de la ciencia, desde la planitud de la tierra a la negación del cambio climático pasando por la de evolución de las especies.
Una de las cosas que el racionalismo barrió de su horizonte fueron los sentimiento (emociones y deseos), no exactamente por ser clasificables con las anteriores categorías sino porque eran difícilmente cuantificables. Y no precisamente porque uno de los grandes racionalistas: Spinoza, no los hubiera integrado en su campo de estudio con largueza (hasta el punto de llamar a su tratado “Ética” en vez de metafísica). La cuestión es que los sentimientos (al igual que toda una serie de disciplinas difícilmente racionalizables, a las que se llamó ciencias humanas) fueron expulsados de la razón por a-científicos. La decisión no fue aceptada pacíficamente y se estableció una guerra entre las ciencias exactas y la humanísticas que duró siglos. Las ciencias de la cantidad se apoderaron del campo intelectual del que expulsaron incluso a la filosofía (que no dejaba de ser su madre).
Pero todo eso cambió en el SXX. Freud amplió el campo de la razón al inconsciente que se aproximaba más a las humanidades que a las ciencias de la cantidad (“el inconsciente se estructura como un lenguaje”, dirá Lacan). Einstein puso en duda las bases de las ciencias de la cantidad al unificar el espacio y el tiempo en un continuo y poner en duda la simultaneidad. Tampoco ayudó que estableciera la equivalencia entre materia y energía. Años antes la termodinámica se había establecido como una ciencia estadística (por tanto: no exacta) y a pesar de que el único premio Nobel que se concedió a Einstein (de los cuatro que se mereció… ¡en un solo año!) se basó en la termodinámica, posteriormente abjuró de la probabilidad cuando la naciente física cuántica la estableció como la estructura del universo. La equivalencia de onda y partícula, el principio de indeterminación y los problemas con la localidad configuraron una física que ya no era newtoniana, ni determinista, ni metafísica. Los tres grandes principios aristotélicos (identidad, no contradicción y tercio excluso) se vinieron abajo y con ellos la metafísica. La ciencia de la cantidad se convirtió en la ciencia de la probabilidad. La verdad dejó de ser absoluta. De hecho fue la muerte de Dios (el otro gran absoluto).
La filosofía también estaba inquieta. La fenomenología de Husserl había retomado una forma más simple de enfrentarse con el mundo: la intuición inmediata. Gadamer entendió que la verdad no era una cuestión que residía en el objeto sino que correspondía al sujeto en la interpretación de la realidad. Las filosofía de la diferencia se enfrentó con la metafísica de los pares de oposiciones contradictorias y excluyentes para abogar por tomar ambos extremos como algo unitario, de alguna manera introducir la contradicción en el interior del objeto. La posmodernidad arremetió directamente contra la metafísica (la deconstrucción de Derrida), contra los grandes relatos (Lyotard) y en el caso de los estudios literarios, contra el concepto de género, de colonizado y de altersexual. Por supuesto se produjo el giro lingüístico (todo es lenguaje), y el giro ético de Rancière (la confusión del derecho y el hecho). Y ¿a qué viene tanta palabrería? pues a que voy hablaros de amor y hablar de amor requiere una seducción previa que denote fuerza, erudición, y suficiencia. No pretendo convenceros, sino algo más: pretendo seduciros.
El amor es irracional y por tanto no le interesó al racionalismo… nunca. Y por tanto no le interesó a la metafísica. Las cosas cambian cuando la teoría del cuidado de Haraway y Puig proponen una nueva forma de pensamiento (femenino) que puede ser alternativo a la metafísica. El amor y el cuidado tienen un nivel de colateralidad que eleva el amor (cuidado) a la categoría que tenía la razón en la metafísica. El amor deja de ser irracional -no porque la supere- sino porque la razón ya no es el estándar de análisis del mundo. El cambio es radical y si algo sabemos es que la metafísica no funciona. Si esa nueva forma de pensar, que es el cuidado, puede sustituir a la metafísica no lo sabemos, lo que sí sabemos es que es más compatible con el planeta, y mucho más justo con los colectivos que han sido hasta ahora marginados como las mujeres, los altesexuales y los colonizados. En una palabra: su componente de igualdad es enormemente mayor.
El amor sexual es biológicamente espectacular. El cóctel de hormonas supone un cambio radical en el comportamiento que implementa un futuro de alguna manera no previsto: para el hombre que no quería cuidar ni de su pareja ni de su prole y para la mujer que cuida a alguien que no estaba en su panorama instintivo: el hombre. Podríamos pensar que el fin penúltimo del amor es implementar cuidados que la socialidad no había previsto. Dice la religión que el fin del matrimonio es aplacar el deseo sexual y cuidar de la prole (el placer es secundario cuando no pecaminoso). Socialmente el matrimonio es un contrato socio-económico. Pero lo que magnifica al amor es el amor cortés (el romanticismo), que no data de la edad media sino que ha existido siempre aunque más mediatizado por las instituciones. La ilustración estableció la libertad y la igualdad y el amor casaba perfectamente con esas aspiraciones, además de elevar al pueblo, a sujeto de la soberanía. El amor libre (no el sexo libre) se puso como premisa, pero la culturización del amor (la literatura, el cine, la democracia…) complicó su percepción hasta complicar su uso. Para unos jóvenes cada vez más cuidados por sus progenitores (gracias a la subida del nivel de vida) el amor es libertad y el cuidado es una obligación, a veces, insostenible. Culturalmente el amor sexual y el cuidado se han separado. Lo que la naturaleza creo como impulso biológico y reenfuerzo sociológico se ha disgregado en sexo y cuidado (cariño).
En otros sitios he defendido que los afectos (sentimientos y deseos en la formulación de Spinoza) son la “razón” del instinto, su disparador. Con la llegada de la metafísica (el sistema de la razón) los afectos se reconvierten en una segunda vida, una segunda escena (que Freud “reubicó” en el inconsciente, del que nunca habían salido). Inconsciente, quería decir fuera de la razón: instintivo). La razón, el superyo, se había instalado en el consciente y controlaba subrepticiamente al inconsciente donde residían (de siempre) los afectos. Y evidentemente se produjo el conflicto. Porque algunos afectos se reciclaron. Tal como explica Gina Rippon esto tiene un correlato evolutivo en el cerebro: Los cerebros antiguos (instintivos): sistema límbico (cerebelo, tallo cerebral, amígdala, hipocampo, hipocampo, ínsula…) quedaron recubiertos por la corteza cingulada que constituyó el cerebro social. Esa corteza cingulada se constituyó en el puente entre los cerebros antiguos y los modernos (cuando aparecieron), singularmente la corteza frontal. Con esto quiero decir que no estamos hablando de teorías (que lo son) sino de estructuras físicas. Esta corteza cingulada alojó los nuevos afectos controlados por el cortex frontal y no por el sistema límbico.
Lo importante es que tenemos afectos instintivos y afectos sociales y es probable que algún afecto totalmente racional. Los afectos fluctúan (en el tiempo) entre lo instintivo (inconsciente, aunque la relación no sea lineal) y lo racional, pasando por lo social. Tratar de soslayar -como hizo la razón metafísica- todo este entramado es simplemente una locura. El amor es un bello ejemplo de esta transitividad de los afectos que “fluyen” de lo instintivo a lo racional, de lo límbico al lóbulo frontal. La teoría de los cerebros aditivos (McLean) es antigua y probablemente necesita una revisión a la vista de los nuevos datos. Pero lo que me parece más urgente es integrar los efectos en cualquier teoría de la mente que seamos capaces de construir.
Volvamos al amor (como en la canción). El amor es un afecto (instintivo) que se hizo social en la corteza cingulada y que se racionalizó en el lóbulo frontal. Para resumir: tres amores que residen en tres distintas ubicaciones del cerebro y que es determinante del afecto, del cuidado, y de una forma de pensamiento sensible que puede salvarnos. Si la teoría del pensamiento femenino alternativo a la metafísica es cierta (lo que niega Rippon, en su pasión de igualdad), estamos en el siglo que deberá ver la implementación de ese pensamiento ecologista (respetuoso con el planeta), cuidadoso (en vez de racional), no agresivo (instalado en el pacto y en la convención), no desarrollista (el progreso no es una huida hacia adelante), no destructor (¡que ya lo reconstruiremos!), etc. La aparición del pensamiento cibernético apadrinado por el capitalismo-machismo es la mayor amenaza para que ese pensamiento femenino sea capaz de triunfar. Pero sea o no sea viable lo que está claro es que la metafísica está descartada y que la dominación como sistema de relación no ha perdido ni un ápice de su “encanto”. ¡Que Dios nos ampare! (por si nos oye).
El desgarrado. Enero 2021.