» 07-02-2024

Señoras y señores 98-2. Fantasías sexuales 2: Prostitución

Tras la pornografía de la entrega anterior toca ahora el turno a la prostitución. Sigo a Luce Irigaray “En el principio era ella”. Editorial La Llave. 2022(2012).  La prostitución es uno de esos rasgos de nuestra sociedad que a pesar de ser universalmente denostado es también universalmente tolerado (en un mundo regido por hombres, todo hay que decirlo). Su implantación depende de normas morales siempre mediatizadas por las distintas religiones. La legislación más progresista no penaliza el ejercicio (y consecuentemente el consumo), pero si a todo lo que le rodea en una posición liberal que reconoce la libertad del ser humano para ganarse la vida como quiera (o el acceso a una transacción sexual consentida entre adultos), pero que trata de acotar los abusos como el proxenetismo, la trata de blancas, la pedofilia, e incluso el consumo… con escaso éxito, por cierto. Podríamos resumir que nuestra sociedad no condena la prostitución pero sí su perversión.

 

Increíblemente, la prostitución tiene un origen (o por lo menos, un antecedente) biológico. Los bonobos (chimpancés pigmeos) practican el sexo (bi-sexo) como medio de limar asperezas sociales o para obtener favores (comida, protección). Este intercambio bien puede ser tildado de prostitución (comercio + sexo). Los bonobos son nuestros más próximos parientes evolutivos y los simios más sociales, apuntando en esa socialización a nuestro propio desarrollo. Si más no, el impulso o la tendencia  a socializar o intercambiar prestaciones (¡protocomercio!), -sexo mediante- está ahí en todo su esplendor y toda su crudeza. No hallamos, por supuesto las perversiones de que luego el homo sapiens introducirá en esa institución: trata, explotación, violencia, menores, drogas, etc. Comercio (intercambio de prestaciones) y utilización social del sexo, anuncian una sociedad mucho más compleja. 

 

El celo perpetuo -mecanismo para facilitar la reproducción- introduce sin embargo, una tensión sexual, una ausencia de pacificación sexual que no afecta a nuestros ancestros evolutivos. Las grandes agrupaciones sociales como las ciudades, obligan a individuos que no se conocen, a convivir en estrecha relación multiplicando esa tensión. Por otra parte el intercambio social de mujeres entre grupos (la necesidad de entregarlas enteras y no embarazadas) había convergido en las normas antiincesto y antiviolación y finalmente en el sexo consentido. Los estímulos sexuales -en una sociedad textil- se multiplican exponencialmente de la mano del libre albedrío. En resumen, Todo empuja al sexo que, sin embargo, está profusamente regulado y reglamentado (es decir: prohibido). El hombre - dueño de la legislación- se ve en la necesidad de disculpar sus pasiones y por otra parte defender la matrimonialidad de sus hijas, y se crea el mito de la provocación insoslayable: hecha la ley, hecha la trampa. 

 

Todas estas condiciones, si no inventan la prostitución, conducen a ella. La única manera de defender el matrimonio, y la eficacia social de una sociedad cuya mente está absorbida por el sexo resulta, paradójicamente, la institución de un mecanismo que aplaque el sexo sin afectar el intercambio de mujeres: el sexo sin conocimiento, el sexo con un extraño, el sexo como intercambio de prestaciones, como comercio. Pero el poder subversivo del sexo es inconmensurable,. Permite a  cualquiera obtener el cielo en la tierra, lo que deja obsoleta la satisfacción trascendental de la felicidad o la necesidad del sometimiento a un monarca que nos defiende y nos proporciona la felicidad social. El sexo es anarquía social y religiosa y debe (quiere) ser regulado, estrictamente regulado. La religión lo prohibe fuera de los fines procretivos y la sociedad fuera del matrimonio. La institución de la prostitución se tambalea. Dice el saber popular que el asunto de la jodienda no tiene enmienda” y por tanto deben armonizarse todas estas componendas, y lo hizo en la fórmula universal de la hipocresía (prevaricar cotidianamente): prohibir y consentir. 

 

Con el aumento de los derechos individuales -en el marco del capitalismo- se hizo patente que -moralinas aparte- la prostitución era un forma de ganarse la vida tan respetable como otra, o por lo menos, que no se podía prohibir. Solo quedaban las perversiones que acompañaban al ejercicio para prohibirlo: trata, proxenetismo, gueto, menores, drogas, etc. y así alcanzamos una nueva fórmula de la hipocresía: permitir el hecho y prohibir el contexto… en una difícil pirueta legislativa. La moral quedaba a salvo y la institución también. La robótica podría acabar con la institución (en tanto que proporcionar el alivio a la tensión) pero no proveería de sustento al ejército de obreros/as del sexo que de ello viven. El tema hoy es más la integración de esos/as trabajadores/as en el circuito social legal (sanidad, fiscalidad) que otras consideraciones. 

 

La prostitución es una cuestión de género. Los hombres consumen mucho más sexo que las mujeres y por tanto las mujeres ofertan mucho más sexo que los hombres. Pagar por sexo es convertir una deuda ancestral (la exclusión de la mujer del logos), pero tambiénn una cuestión moral, institución social, derecho individual, problema fiscal… en una transacción comercial; en su equivalente universal: el dinero.  En el caso del bonobo en el equivalente universal social de la alimentación o la protección. Pero en definitiva es una operación de blanqueo en el que transacciones con alto valor biológico (evolutivo), social, antropológico, sicológico se transforman en “inocentes” operaciones comerciales. A ello se añade la presunta “necesidad” de los hombres, a encontrar alivio a la insoportable tensión sexual, que no ha hecho sino acrecentarse con la irrupción del sexo en los medios. El hombre se presenta como víctima de una mujer fatal que le provoca, le somete y se aprovecha de él. Por lo visto el logos que le sirvió para borrar a la mujer de la civilización no sirve para que se enfrente a esa mujer renacida en su maldad y su inquina hacia los pobres hombres. 

 

Así, la fantasía consiste en transformar una institución de larguísimo alcance en algo que nada tiene que ver con la complejidad de su realidad y su historia: una simple transacción comercial. Pero esa transformación implica muchas cuestiones: el tratamiento de la mujer como objeto, la supremacía del hombre, el patriarcalismo, el machismo, la exclusión de la mujer del logos y de la cultura, el género único, la genealogía “a uno”… En fin, demasiados cabos sueltos como para un reduccionismo tan simple.

 

El desgarro. Febrero 2024.




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