» 07-07-2024

Un país de risa 6. La sociedad.

La pandemia supuso una situación obligada de confinamiento que si algo puso de manifiesto es que somos profundamente sociales. Nos gusta vernos como individuos, y la sociedad como una tensión permanente entre individuos. Desde el individuo, la sociedad es un conjunto de individuos, pero esta afirmación no se sostiene. Es más fácil y más explicativo ver al individuo como al revés, como lo que queda cuando suprimimos lo social. Para entender lo social de forma sintética, y no como adición de individuos (analítica) disponemos de dos enfoques: el evolutivo (histórico, etológico): la comparación con el comportamiento social de nuestros primos los grandes monos y el enfoque a través del juego. 

 

Los grandes monos (y nosotros) utilizamos el juego como un símil de la vida en el que podemos ensayar nuestras conductas sin que se nos tomen en serio, como  una ficción educativa, “como si” fuera real pero sin serlo. La ficción resulta muy conveniente cuando el aprendizaje que se ensaya es la caza, la lucha o la defensa territorial que involucran violencia. El juego integra una ficción, un “como si”-y en eso es como el relato-  ficción que se muestra por su falta de seriedad (entendida esta como la vida en estado puro) y en eso se parece al humor. Por otra parte el juego no satisface necesidades inmediatas, es inútil en primera instancia. Lo que les diferencia -sobre todo- son los fines: recreativos/críticos en el caso del humor y pedagógicos en caso del juego (aunque en el caso de los humanos evolucionará hacia posiciones recreativas de forma decidida), pero comparten muchos medios. Ambos son irracionales, juegan en otra liga y por tanto antimetafísicos. Empecemos por el juego antes de pasar al comportamiento social de los grandes monos.

 

El juego es para los animales el método para aprender la conducta social (la individual viene en gran manera marcada por el instinto). La madre educa al cachorro en todo lo que no viene de fábrica, pero los cachorros entre sí también se entregan al conocimiento interactuando, cada uno en la medida de sus capacidades. Los cachorros aprenden a usar sus armas (garras, dientes, carrera, agilidad) jugando con sus hermanos y con sus padres. La afición de los niños por las armas no es sino el reflejo de ese instinto ancestral. Más interesante sería explicar porque las niñas (que no las hembras) no lo tienen. Los hombres somos analíticos, entendemos el mundo desde las partes que conforman un todo. Entender es descomponer en partes despanzurrar un juguete para ver qué lo hace funcionar, cuáles son sus partes y cómo se relacionan para conseguir que funcione como un todo. Somos ingenieros desde el primer minuto. Nos gustan los coches, los aviones, los camiones, los barcos, y si son teledirigidos ¡mejor! pues así se parecen más a los reales. Nos gustan los juguetes que consisten en montar entidades completas a partir de partes sencillas: el meccano, los modelos montables, los juegos de arquitectura. Nos gusta la  la anatomía y la fisiología. Las mujeres no son así.  Ellas son sintéticas, entienden el mundo como conjunto, como totalidad. Su curiosidad se dirige a lo que implica el elemento a partir de su presencia física completa, mientras la del hombre empieza del elemento hacia atrás: cómo se compone. Las muñecas son la unidad mínima de juego a partir de la cual se construyen un mundo de relaciones. Se las viste y se las desviste pero no se las desmonta y por la misma razón no suelen ser mecánicas: andarinas, funcionales en cualquier forma. Los soldaditos de plomo, los indios y vaqueros, los clips demuestran que también los niños entienden esas figuras como piezas completas de juegos de situación. Incluso “los clics” añaden una posibilidad de construcción simple para que no sea simplemente un juego de situación.  

 

Digamos que de la unidad para abajo el juego es de montaje, y de la unidad para arriba es de situación. En unos casos el juego empieza en las piezas para alcanzar la unidad y en el otro se parte de elementos completos, que se relacionan para construir relaciones (guerra, lucha, juego). La diferencia entre niños y niñas reside en qué elemento se toma como completo y que elemento como parte. Una totalidad articulada (un muñeco) es para un niño algo descomponible en partes y para una niña una entidad completa. Pero esta interpretación tiene limitaciones. La tecnología ha desdibujado los límites. Antes todos los juguetes se componían de partes, de componentes que podían ser separados con facilidad. Los soldaditos de plomo eran de una pieza (obtenida por fusión del plomo en un molde) pues la pintura no se consideraba una parte (no tenía entidad separada, no era una pieza separable). El material plástico ha cambiado eso y ahora los juguetes son indescomponibles mucho más que antes. Los dinky tois y los mach box eran indesmontables aunque sólo contaban con tres piezas: la carrocería, la tapa inferior y las ruedas. Acabaron con los coches de hoja de lata, descomponibles en múltiples piezas entre las que el motor, “la cuerda” era el corazón del juguete. La llegada de los juguetes electrónicos acabó con la posibilidad de entender un juguete por observación de sus piezas (como en el caso de un reloj), pero no acabó con la mente analítica de los niños. Por otra parte todo esto son tendencias no absolutos. Cada niño o niña puede diseñar su destino individual entendiendo su propia jerarquía de las partes y el todo. La falta de absolutos, de diferencias insoslayables, plantea de nuevo la tensión individual/social.

 

Los juegos de equipo suponen para los niños un enorme reto pues reprimen el individualismo en favor del conjunto, reproducen las mutas de caza ancestrales que requieren la colaboración y lealtad de los componentes. Tiene pues las dos lecturas: individual y social-colaborativa. Los juegos de equipo involucran un objeto de disputa difícil de controlar, normalmente de forma esférica que hay que llevar a un punto determinado: la portería o el campo contrario. Habilidad en el control del objeto de disputa, coordinación con los otros y sometimiento a unas reglas comunes son los elementos de cualquier juego de equipo. La incertidumbre del resultado, la espectacularidad y la creación inédita de jugadas, son elementos accesorios de los juegos. El juego tiene en principio una función inútil, no se propone como fin ningún resultado utilizable. Los juegos de equipo son parte importante de los deportes caracterizados por la competición, la lucha condicionada a unas reglas comunes. El atletismo es otra parte importante del deporte (incluyendo la natación y la lucha) en sus dos vertientes: individual y colectivo. El tercer grupo de deportes de competición son los deportes con máquinas  (instrumentos) o animales: lanzamientos (peso, jabalina, martillo), y montamientos (caballos, bicicletas, automóviles, motos, trineos de perros, barcos, etc.). La gimnasia se efectúa por aparatos que ni se montan ni se lanzan: se usan. La pértiga o las vallas son deportes atléticos pero con instrumentos. Los juegos con pelota son juegos de equipo. Los bolos y el Pitz (el juego/rito de pelota maya) son los más antiguos… con instrumerntos. La lucha se destaca como el más antiguo sin ellas (15.000 años atrás). Todos los deportes de equipo remiten a la competición fundamental: la guerra y la caza,  y lo que está en juego es la dominación, más o menos simbolizada. Incluso el ajedrez (un deporte mental) se remite a ella. La ritualización es una reorientación por simbólización y los juegos delatan su origen ritual. El hecho de que el trasfondo de los juegos sea la guerra demuestra su profundo cometido social. Los juegos son mecanismos de socialización, de integración y no solo como práctica sino también como espectáculo. El espectáculo deportivo se produce por identificación del espectador con uno de los equipos, su reconocimiento como ideal. Si tu equipo gana, vence, domina, tú ganas. Es la victoria por delegación. Ninguna vía de integración más simple para un inmigrante que alinearse con el equipo local. Las barreras de ajenidad (aspecto, idioma, costumbres, religión) caen ante el hermanamiento por la identificación con el equipo. De alguna manera significa integrarse, compartir ideales, y sabemos que los ideales fueron los que impulsaron a superar la barrera tribal del grupo parental y a que se produjera el progreso por colaboración (Harari). En cualquier caso el valor del juego para la cohesión social es enorme. 

 

Veamos ahora la socialización de los grandes monos. Los grandes simios son altamente sociales hasta el punto que nuestra gran diferencia con ellos como sociedad es precisamente cómo afrontamos el conflicto Individuo/sociedad. El humano escogió la familia nuclear -con el correlato de la fidelidad y la consecuencia de la democratización del sexo para cualquier pareja- lo que le impulsó a un desarrollo exponencial, mientras los bonobos optaban por el sexo como mediador social y el matriarcado, los chimpancés por la política de alianzas, con cierta promiscuidad, mientras los gorilas escogían la jerarquía rígida, cuya opción fue la familia única  extendida con un solo macho dominante y reproductor, y todas las hembras. y crías.  Esos cuatro modelos de sociedad (altamente dependientes del sexo y por tanto del género) muestran lo diverso que pueden ser los grupos de especies, simplemente, por su concepción de sociedad. Porque la sociedad es como una segunda inteligencia que se superpone a la individual, ampliando su existencia a la existencia del otro. Es otra dimensión. Uno de los hitos biológicos de la evolución fueron  los organismos pluricelulares, empezando por la célula, que caracteriza Margulis como una asociación cooperativa de diversos elementos unicelulares con cometidos especializados: medios de propulsión, fábrica energética, centro de reproducción, individualización respecto al medio, etc. y por supuesto: control unificado. La sociedad repite aquella experiencia, pero con individuos multicelulares, profundamente independientes y -finalmente- autoconscientes. 

 

La sociedad evoluciona desde las primeras asociaciones sencillas hasta comunidades cuya vida sería imposible de otro modo: irreversibles. La sociedad impone el interés de la especie al interés del individuo y ello mediante una serie de instituciones que se van consolidando, primero instintivamente y por último culturalmente. Morris en su “El mono desnudo” establecía que el mono desnudo hizo una regresión al lobo, para constituir su modo de ser social y ese modo fue la familia nuclear además del profundo espíritu cooperativo supraparental. Hoy la cultura ha desdibujado los orígenes biológicos de las instituciones que constituyen la sociedad humana pero el comportamiento comparado de primates y humanos deja bien a las claras que antes de la cultura el individuo había desarrollado una inteligencia social (el otro como límite) que había cambiado las cosas. Por supuesto que el córtex frontal fue fundamental para el establecimiento de la cultura y ésta de la sociedad, pero el origen ya estaba en la reorganización del cerebro que llevó a cabo la aparición de la corteza cingulada externa (CCE), conectando y envolviendo todos los cerebros entonces existentes. Cuando el cerebro se socializó (fue consciente de que era múltiple y variado… y lo aceptó) nació un nuevo modo de ser vivo: el ser social. Por supuesto esto no fue, sino en un lapso de tiempo extensísimo, del cual los primates son el penúltimo capítulo. La sociedad es modo de ser totalmente generalizado, pero siempre en aumento hasta llegar a ser determinante: no hay vida fuera de la sociedad. Si Mowgli subsistió (léase Tarzán) fue porque el espíritu social lo adoptó. Lo que mostró Kipling -a contrario- es precisamente eso: no hay vida fuera de la sociedad, sea esta la que sea. 

 

Sin ánimo de rastrear el nacimiento de las instituciones sociales (primero instintivas y posteriormente culturales) y su ulterior desarrollo, me centraré en los rasgos que las caracterizan en nuestra especie: altruismo, solidaridad, generosidad, empatía. En todos estos rasgos la presencia del otro, el próximo, es determinante. En cada uno de ellos vemos la superación del correspondiente instinto individual que garantiza la supervivencia: egoísmo e identidad. Sabemos (De Vaal) que todos ellos existen entre los primates, pero en los seres humanos se han desarrollado exponencialmente debido al refuerzo cultural. El ser humano dispone de una autoconsciencia social que se superpone a la autoconsciencia individual. Para los primates la sociedad es un medio. Para el humano es un fin. Y no se puede descartar que la familia nuclear sea el origen de esa autoconsciencia. Desde luego es el rasgo distintivo social más evidente respecto a los primates. El modelo de empatía, solidaridad, altruismo y generosidad de nuestra especie es -en primer lugar- la madre… sin menospreciar al padre cuya entrega a la defensa y la alimentación de la familia es ejemplar. La madre desarrolla una cultura del cuidado-defensa-conservación alternativa a la cultura de la competición-agresión-destrucción del hombre. 

 

La diferencia de géneros en la especie humana es constitutiva. Porque el enorme desarrollo demográfico que supuso la democratización del sexo: todos podían fundar una pareja estable porque incluso el líder se debía a una sola hembra, necesitó de una regulación cultural exhaustiva que superara las relaciones de parentesco, y estas fueron las relaciones de afinidad ideologíca. Las relaciones de parentesco supusieron durante muchos milenios el límite del grupo social. Cuando la demografía presionó para superar ese límite -con el horizonte de poder acometer grandes obras en cooperación- la ideología (afinidad por otros medios que el parentesco) tomó el relevo y superó el límite social de la familia nuclear expandida, estableciendo el vínculo ideológico. Y aquí surge la regulación cultural del vínculo social. La sociedad tribal solo contempló un Derecho rudimentario (ley del talión, consejo de ancianos) para dirimir conflictos. Con la ideología como vínculo, aquello necesitaba un regulación intensa. La aldea tribal se convierte en ciudad y la familia en sociedad. El aprendizaje se prolonga durante toda la vida (neotenia) y se desliga de la enseñanza directa de la madre, del juego con los hermanos y de la imitación del padre: la cultura. La tradición oral (el relato) es sustituida por la escritura que se convierte en la nueva memoria social, superando los medios biológicos. La sociedad es una nueva inteligencia y la cultura una nueva memoria. Los mecanismos de resolución de conflictos (individuo/sociedad) se convierten en instituciones: derecho, escuela, gobierno, urbanidad, judicatura, legislación, sanidad, trabajo, ocio, etc.

 

La sociedad no es un conjunto de individuos, como nos propone el “análisis” masculino, sino una superinstitución holística de la que los individuos son el origen pero no exclusivamente la suma de las piezas constituyentes. La relación supera a los constituyentes tal como los estructuralistas pensaban la estructura: como algo más que la suma de las partes. Los papeles sociales de género han resultado determinantes: la sociedad, como la agricultura, como la educación, son esencialmente femeninas… lo que no quiere decir que se hubieran podido desarrollar sin la colaboración del hombre. Y es eso lo que el hombre quiere borrar en su soberbia de género. ¿Por qué siendo más fuerte y con una mente analítica especulativa más adaptada a los problemas que el mismo jerarquizaba, debía conformarse con ser igual (pues la mujer nunca pensó su papel como superior jerárquico)? El hombre dio un golpe de mano y borró a la mujer como igual en la ecuación social. Con la llegada del logos se autoproclamó público, racional y maestro instructor relegando a la mujer a un papel doméstico, irracional y de aprendiz perpetua. Pero tal como dice Irigaray el plan hacía aguas pues la mujer era para el  niño (futuro hombre) la vía para alcanzar la existencia social pública, la razón de su vida y su instructora primera. 

 

El género único había sido la solución al problema: la madre es el medio instrumental para la vida, pero el auténtico hacedor y origen es el hombre que de esa manera se erige en género único. El sicoanálisis lo corroborará: solo existe un género: el fálico del que la mujer sólo es una imperfección, un ser castrado de su esencia masculina. Recordemos que el falo es la idea (la premisa universal) de que todo ser tiene un pene. Para Irigaray, el hombre es el ser que no ha sabido resolver su relación con la madre y huye de la evidencia en una orgía de (sin)razón y de destrucción. El modelo de la dominación masculina, el borrado de la mujer, tiñe toda nuestra concepción de la sociedad cuyas relaciones han tomado ese modelo. Hasta que la mujer no restablezca la igualdad y alcance su libertad, la sociedad no podrá -a su vez- alcanzar el modelo igualitario y podrá deshacerse del sistema de la dominación, del imperio de la fuerza, de la guerra como modelo de sociedad. El hombre ultramontano, ultraconservador de los derechos adquiridos históricamente, ultraderechista, pretende cambiar la sociedad sin restituir a la mujer en su fundamental papel. No se puede fundar una sociedad en una mujer expulsada de la maternidad y del género, de la razón y de la justicia laboral, de la sociedad civil, que ni siquiera tiene derecho a su cuerpo ya que el feto no es suyo sino de la sociedad, o lo que es lo mismo: del hombre. El hombre guerrero y destructor se ha redimido de su orgía de sangre defendiendo la vida del feto, robándole a la maternidad su sentido biológico. Sin una mujer plenamente restablecida en su igualdad ancestral nunca tendremos una sociedad justa. Lo que está en juego no son los derechos de la mujer, sino los del ser humano, los del ser social. 

 

La función de la redes sociales en la pandemia fue enormemente explicativa de cómo lo social ha evolucionado en la era digital. Las redes sociales suponen un cambio sustancial de las relaciones sociales analógicas (por oposición a digitales). La era digital se origina en dos cambios sustanciales, pero en un solo dispositivo: el llamado teléfono móvil. El primer cambio es  una extensión de nuestra mente y una reducción a un solo idioma (el digital que integra múltiples lenguajes analógicos): un ordenador personal que integra multitud de funciones. El otro cambio es que, aunque le llamamos dispositivo (incluso gadget) es un implante ziborg (inseparable de nuestro ser). El humano moderno es un ziborg con un cerebro expandido exterior pero interiorizado. Hasta aquí los cambio parecen individuales y no sociales. La tecnología ha sido siempre un diferenciador generacional. Los niños nacen inmersos en la tecnología de su tiempo, tecnología que para sus padres ha sido un aprendizaje, exterior a su educación. A medida que el progreso tecnológico se acelera (¡y se acelera! Pueden creerme)  esa brecha es mayor. El niño necesita esa diferencia para convertirse en adulto, necesita constituirse en individuo separado de sus padres, porque ha nacido formando un todo inseparable con su madre y hasta los dos años (fase del espejo) no será capaz de autoconciencia, de constituirse en individuo separado… que no autónomo. No será funcionalmente autónomo hasta los cinco años y socialmente autónomo entre los 16 y los 30 (¡y subiendo!). Pero esos dilatados plazos no coartan la urgencia por ser mayor. Ser mayor es una necesidad y pasa por la diferenciación generacional. Y la brecha tecnológica se convierte en ese diferenciador al que se añaden otros rasgos menores (o derivados): vestuario, gustos culturales, lenguaje, costumbres, etc. 

 

Todo ese acervo diferencial tiene mucha más fuerza si es compartido por una mayoría y ¡qué mejor manera de armonizarse que comunicarse! Las redes sociales son ese foro de comunicación y agregación. Pero la tensión individuo-sociedad aflora allí donde la palabra social  se significa. La dialéctica individuo-sociedad, integrado y singular, igual y diferente, es perpetua e inconciliable mientras definamos a la sociedad por los individuos. Relacionarse a través del dispositivo produce una separación que la relación presencial no tenía. La reacción del otro, el lenguaje corporal, era inmediatamente perceptible y con ello la necesidad de intimidad, la defensa de esa autodelación. Las redes sociales han perdido el lenguaje corporal al perder el audio y convertirse en watsApp (cosa que el teléfono analógico no había perdido del todo) -lenguaje corporal que sustituyen por los emojis… controlados por el emisor- pero la espontaneidad de la transmisión del lenguaje corporal ha desaparecido y por tanto la impunidad aumenta, la mentira se generaliza. Los usuarios están más expuestos puesto que los mensajes son emitidos desde la ignorancia inmediata del efecto causado en el otro, pero lo está menos por cuanto la mentira no tiene la coerción del lenguaje corporal. Se quiere un lenguaje sin énfasis (si signos imperativos), de respuesta obligada e inmediata, sin literatura y críptico (sólo para cofrades). Cada frase (y pueden ser muy cortas) tiene su tiempo de reflexión, su espacio: el tiempo en que el otro lee. Sin embargo la lectura es superficial y muchas veces sin la adecuada comprensión. Un diálogo que es un monólogo, una sucesión de afirmaciones del yo. Ni mejor ni peor… distinto, puesto que son protocolos que simplemente requieren el acuerdo. Acuerdo que es muy difícil de lograr intergeneracionalmente. La mentira convertida en forma usual de relación permite a los políticos su uso generalizado e impune.

 

Pero el gran problema de las redes más allá de la intergeneracionalidad son los buitres. Internet -y especialmente las redes sociales- son una incalculable oportunidad de negocio (y de delito) en el que los usuarios entregan voluntariamente, a quien quiera recogerlos, sus datos y su perfil de consumidor (y de votante). Si las intimidad personal está minada por la desaparición del lenguaje corporal, el descaro, la mentira, los protocolos gremiales, etc. la intimidad social es inexistente. Los usuarios son transparentes en lo referente a cómo son y en dónde están, cuáles son sus gustos y afinidades, su posición económica, etc. “La verdad, en lugar de ser el resultado de testimonios contrastados, se convierte en el veredicto de un referendo constante de audiencia” Porque “a los parámetros de la propaganda y la publicidad se agregan los del entretenimiento. Si en su momento la ficción realista sirvió de modelo narrativo formal para el periodismo, actualmente tiende a difuminarse la distinción entre ficción y realidad en el contenido mismo de la “información” (Blatt 2018, 105). 

 

La individualidad del cocooning, (el encapsulamiento del individuo en las redes: telecompra, teletrabajo, telerrelación, telecortejo, teleetc.) el game over de las redes sociales (pasar página, empezar de nuevo), la universalidad de las funciones (trabajo, amigos, compra, entretenimiento) y de las relaciones (la aldea global), el poder… todo nos propone un mundo-verdad, libre, sin controles, gratuito, des-regularizado: “no poseas nada, tenlo todo”. Combinación de la singularidad del creativo y la solidaridad del colectivo. Pero no es así sino que la verdad resultó ser una seudo-verdad, precisamente en dirección contraria: La red era una jungla y se impusieron los motores de búsqueda que pronto incorporaron los directorios (índices temáticos). También se impuso una guía dependiente de algún tipo de ranking que valorara la autoridad de las fuentes. Pronto se introdujo la publicidad y la imparcialidad de Page rank (el algoritmo de Google) se pareció más al comportamiento habitual de los consumidores que a la actuación de un juez.  La personalización (el algoritmo recuerda las operaciones de cada usuario) permitía establecer un perfil de consumidor y de votante. Las redes sociales (facebook) nos relacionan pero reduciendo la amistad a un “me gusta”. Twitter se convierte en un espacio de difusión masiva de consignas que favorece a las celebridades (influencers naturales). WhatsApp es el medio ideal de difundir convocatorias. Todos plantean un desafío a la privacidad. La posibilidad de ciberataques -incluso sin hackeo- se popularizan (Blatt). 

 

El desgarrado. Julio 2024.




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