» 07-07-2024

Un país de risa 7. La ciencia.

Solemos pensar que la ciencia es eso incomprensible que hace funcionar los teléfonos digitales y los automóviles. La cara visible de la ciencia es la tecnología. Y la tecnología nos ha llevado a la luna, o sea que ¡poca broma! Lo que tiene dos vertientes: es una cosa muy seria (es decir importante… en esa identificación rocambolesca) y  no tiene que ver con el humor con lo que eso conlleva de alineación profunda con la metafísica. No confundir con alienación que quiere decir lo contrario. ¡El lenguaje es así! Durante la pandemia el cometido esperado de la ciencia fue resolver el problema sanitario: encontrar un tratamiento o una vacuna; contener el avance de la misma mediante recursos que iban desde las mascarillas y los guantes hasta el sistema hospitalario. La medicina es una ciencia teñida de humanidad, (cosa que muchos médicos ignoran) no solo por su objeto, que es la salud humana, sino también  por por sus vectores que son los médicos. La medicina son humanos cuidando de otros humanos. ¡Eso sí! Con la jerarquía del maestrazgo, de quien posee la verdad a quien la mendiga.  

 

Como toda ciencia tiene su investigación (el núcleo duro científico), su industria (la farmasceútica) y sus operadores: los médicos, que se encargan de la puesta en obra. De hecho son pulcros artesanos cuyo saber es mucho más práctico que teórico. En especial los cirujanos, primorosas zurcidoras cuya filosofía es cortar por lo sano. El diagnóstico -la función píincipe de los médicos- se parece más a una investigación policial (como demostró aquella serie de TV: House) que a una labor científica. Pero eso no quita que los médicos se consideren a sí mismo como científicos humanistas, situados en la élite social. Quizás el que su profesión trate con la vida y la muerte les ha endiosado. Durante la pandemia vimos como los políticos recurrieron a los científicos para escurrir el bulto como -por otra parte- acostumbran. Unos políticos que no consideran necesario poner al frente del ministerio de sanidad a un científico (o a un médico) de pronto consideraron a los expertos en pandemias y a los médicos como la pieza fundamental para resolver la crisis. Los pusieron en primera línea para que se quemaran en el roce con la opinión pública mientras ellos salvaban su sacrosanto culo, objeto de todos sus denuedos. 

 

Los científicos son narcisistas: compensan la falta de reconocimiento salarial con una autovaloración de entrega social y humanista que exige reconocimiento. También son misionarios (como todas los profesiones vocacionales) , están convencidos que tienen una misión sagrada, excelsa. Todo ello los hace susceptibles de usos alternativos a su estricto cometido, y así acaban en el contubernio con los políticos. Dan la cara (se arrogan las decisiones) mientras los políticos mueven los hilos por detrás, en la sombra. En su vocación de servicio son incapaces de resistirse a la fama. Una vez pringados se vieron obligados a seguir el guión, No solo establecieron el contubernio con los políticos sino también con los medios de comunicación para los que la muerte es una noticia que, por tanto, hay que exprimir, alargar, retorcer, escurrir como si de colada se tratara. Impartir doctrina creó discusiones como si la ciencia fuera tan plural como el partidismo político. Cada facción política tenía sus gurús que arrimaban el ascua a su sardina. La otra cara de la moneda fue la posición antivacunas y conspiranoicas. Este apasionado colectivo de iluminados parte de pocas directrices pero rocosas: los expertos no saben nada; las ocurrencias son más importantes que la ciencia oficial; tienen la sagrada misión (aunque a veces simplemente económica) de propagar la verdad. Con ese bagaje emprenden el asalto al bastión de la ciencia oficial. A la pregunta de ¿Cómo es posible que todos los científicos estén equivocados? responden que es una conspiración cuyos fines espurios ocultan (pro)celosamente.  Por su efectividad en ayudar a la propagación de la enfermedad pueden ser considerados como auténticos virus. Parte del problema, pues.

 

Pero la ciencia no se acaba en la medicina ni en la epidemiología, hay mucho más. La ciencia -como cuerpo de conocimientos- nace en el SXVII de la mano de Galileo cuando aúna a la reflexión (hasta entonces filosófica) la experimentación, es decir, la comprobación de que lo reflexionado se ajusta a la realidad. Completa (acaba con) el racionalismo y con el idealismo que anteponían la reflexión a la experiencia. Newton (nacido el año que murió Galileo en un ejemplo de precisión sincrónica que inauguraba una ciencia de campanillas) hizo que la ciencia matara a la estrella de la filosofía. Explicar con una sola ley de la naturaleza (la gravitación universal)  -formulada matemáticamente- la calda de los cuerpos sólidos, el movimiento de los planetas y las mareas demostró que la ciencia podía con todo, que era la respuesta definitiva. Pero era el banderazo de salida y no la llegada a la meta. 

 

La ciencia es sicaria de la verdad absoluta (no contempla la verdad fraccionaria: la probabilidad), enuncia acciones a distancia (influjos, inducciones), es profundamente analítica (el todo es la suma de las partes), y su pasíón por los datos se ve seriamente comprometida por los medios de observación y de percepción (Galileo no sería Galileo sin el telescopio). El esquema deductivo/inductivo) de la filosofía sigue vigente aunque la inducción (los datos, la experiencia) cobra la importancia que no le dio la lógica deductiva (que -por cierto- sigue estando en la base de la ciencia… pero con un lenguaje nuevo: las matemáticas). Hasta la llegada de la abducción (el método hipotético-deductivo) la ciencia no se atiene a un guión propio echando al traste la afirmación de Newton: “Hipótesis no uso”.  La ciencia -pretendidamente enraizada en lo real, en los datos, en las observaciones- necesita de las hipótesis (la reflexiones puras) para establecer sus objetivos. La polémica entre racionalismo y experiencia acaba en fusión. 

 

Los resultados de la ciencia son siempre provisionales. Una teoría no puede aspirar a más que a ser falsada por una teoría posterior, más fina. Y la clave está en ese “más fina” porque una teoría es sustituida por otra que se aproxima más a la realidad. La ciencia actúa por aproximaciones sucesivas, cada vez más finas, hasta que la diferencia con la realidad es infinitesimal (despreciable). La verdad absoluta no existe para la ciencia. ¡Viva la probabilidad! Este principio de la ciencia (habitualmente escondido para no romper la imagen de perfección) ya estaba implícito en el cálculo diferencial inventado por Newton/Leibniz) en el SXVIII. La ciencia es un sistema de invención-comprobación que parte -por tanto- de una invención, de una hipótesis que demuestra su bondad por el grado de aproximación que alcanza respecto a la realidad. La exactitud infinita del número pi -la relación entre el diámetro y la circunferencia- no es ciencia especulativa, ciencia que descubre la realidad sino una constante que la constata: la relación entre dos magnitudes. La palabra abducción no es popular y sin embargo define la ciencia mucho mejor que la pareja inducción/deducción).

 

La ciencia sirve para entender la realidad pero, entonces, ¿por qué es imposible entender la ciencia para el humano corriente? Es una paradoja: el medio para comprender es incomprensible. Esto es como barrer, que no consiste en hacer desaparecer el polvo (limpiar) sino en cambiarlo de sitio. Para empezar, la ciencia tiene un lenguaje cuya precisión le hace alejarse del lenguaje cotidiano hasta convertirse en otro idioma. Es inevitable. Ya los mesopotámicos se dieron cuenta que la matemática ingenua (expresada en lenguaje cotidiano) era un galimatías. Pero se empieza con un lenguaje preciso y se termina en la formulación de un sistema de pensamiento ajeno a la realidad, formal, que solo se atiene a sus propias reglas (perfectamente definidas). La matemática no es una ciencia aplicada. No habla de la realidad. Habla… de la matemática, de un sistema de reflexión que partiendo de unos axiomas (verdades indemostrables, pero también hipotéticas) y mediante unas reglas (operaciones) deduce nuevas relaciones: teoremas, corolarios, etc. Hasta aquí lo que podríamos llamar una paja mental. 

 

Y entonces ocurre el milagro. Un físico (este sí estudia la realidad) encuentra en la matemática la caja de herramientas en la que encontrar la llave que le permite traducir la realidad a una formulación (es decir un lenguaje operativo). Los números imaginarios no son números pero son imaginarios: no existen en la realidad. ¿Seguro? ¿Que ocurriría sin estos números se ajustaran perfectamente a explicar  (operar, relacionar…) determinados fenómenos (manifestaciones) de la realidad? Pues así es, tanto en el electro-magnetismo como en  la teoría cuántica. La geometría euclídea se inventó para explicar la geometría de nuestro mundo percibido. Pero como estructura formal (al margen de su significado, su contenido real) puede modificarse para que se aplique a otros mundos (esférico, hiperbólico…) hipotéticos, no percibidos, cambiando simplemente los axiomas de partida. Cambiando incluso el número de dimensiones. Einstein encontró que uno de estos espacios hipotéticos se ajustaba a su teoría de la gravitación relativista. 

 

Debemos reajustar nuestra noción de realidad, que no es lo que percibimos, sino lo que nuestra explicación del mundo requiere. Un recurso cognitivo. Existen dos realidades: las percibidas y las reflexionadas, las necesarias para que nuestro explicación del mundo sea coherente. Es una realidad instrumental y por ello está disponible en esa caja de herramientas que es la matemática. Para ajustar la gravitación a la experiencia, Einstein echó mano de un espacio cuadridimensional (incluyó el tiempo). Ese ajuste más fino a la realidad requirió una teoría que se alejara de lo intuitivo o de lo percibido. La teoría de Newton mostraba fallos y Einstein los corrigió. Pero la teoría de Einstein también tiene fallos y una nueva teoría deberá refinarla desde un mundo más incomprensible aún. El principio de incertidumbre de Heisenberg dice que contra mejor conocemos la velocidad de una partícula peor conocemos su posición. De hecho esta era una experiencia habitual. Muybridge tuvo que fotografiar el galopar de los caballos porque con la velocidad era imposible establecer la posición de las patas. Cuanto más comprensible es la explicación menos explicativa es. Así se cierra la paradoja de claridad oscura de la ciencia.

 

Una fantasía recurrente en el cine y en la literatura es el científico chiflado (impagable en la película de Kubrik: “Dr. Strangelove” traducida al español como “Teléfono rojo, volamos hacia Moscú” como demostración de que no solo los científicos están chiflados). La idea es simple: ¿Qué pasa cuando quien detenta un poder enorme y filodestructor se vuelve loco? Lo peculiar es que esta fantasía nos habla de científicos cuando lo normal es que lo hiciera de políticos o militares. Como máximo son retratados -el caso del general Custer o Patton- como exaltados o -en el caso de los políticos- como encarnación del mal. Pero raro es que tras esos estereotipos del mal no aparezca un científico loco: Mengele, Von Braun, Haber. La locura se reserva para los científicos. Las películas de superhéroes no tendrían sentido sin los supervillanos y estos -a la altura de sus oponentes- suelen ser científicos. Las de acción también cuentan a menudo con científicos creadores de armas de aniquilación masiva, lo que demuestra que no solo son protagonistas de la ficción sino también complementarios de lujo. Las fantasías son estructuras de realidad: ficciones que pueden convertirse en realidad en cualquier momento, ficciones ejemplares, metáforas. La proliferación de caracteres indica que la ciencia produce mucho miedo, que se la ve, no como vector de progreso y desarrollo sino de destrucción y caos. Es cierto que la investigación militar es la campeona del desarrollo científico pero eso no nos puede hacer olvidar que si este mundo es todavía un poco soportable es gracias a la tecnología. 

 

El desgarrado. Julio 2024.




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