» 05-01-2020 |
Fracasada la experiencia de Babel, inalcanzable el cielo en la tierra mediante la construcción humana, la arquitectura se reorienta hacia metas más humildes pero no menos trascendentales. La primera es el templo que es otra forma de trascendencia, esta vez en directa comunicación con la divinidad. El templo es lugar de culto y granero de los diezmos y las primicias. Anterior a los palacios (Gobeky Tepe, 12.000 años a.d.c.) por ello fue modelo de los palacios cuyos ocupantes se erigieron en descendientes de los dioses. Con los templos se volvió a caer en la trascendencia física elevándose hacia el cielo aunque no para alcanzarlo sino para simbolizarlo. La relación directa con la divinidad propicia que los templos constituyan el grueso de la arquitectura durante milenios y que alcance un grado de sofisticación (complejidad) en muchas ocasiones difícil de analizar.
Otra forma de trascendencia es el palacio como universo privado del monarca. El Palacio recrea el universo, es autosuficiente, muestra su poder y está destinado a mostrarse, excepto en las habitaciones secretas de las que es ejemplo el harén, que son las habitaciones de las concubinas y están protegidas por los eunucos. Los pasadizos secretos son parte de esta trascendencia que permite a quien los conoce trascender el espacio y los caminos regulares para aparecer -como por magia- en otros espacios previsiblemente no comunicados. Las habitaciones secretas que ya se encuentran en las pirámides y los pasadizos inopinados, forman parte del imaginario colectivo y constituyen hoy parte del ajuar de todo superhéroe y de cualquier película de espías o de asesinos en serie que se precie.
La muralla se nos presenta aún más prosaica: lejos de trascender hacia el más allá de lo que trata es de que el más acá no la trascienda. Se constituye en medio de trascender y no de fin para la trascendencia. Tratan de que sean las fuerzas del exterior las que no entren en el interior, aún cuando sea difícil saber quien ha perdido la libertad. Su capacidad de utilización viene marcada por su función en directa correspondencia con los medios de guerra de los presuntos transgresores. Por ello cuando los medios de agresión fueron creciendo las murallas tendieron a desaparecer. La línea Maginot fue la última muralla defensiva. En el siglo anterior aparecieron los muros de la vergüenza establecidos por los agresores y no por los defensores cuya misión es aislar obviando la posibilidad de las puertas. Las puertas que habían cobrado toda el valor de “trascender” de la barbarie a la civilización, como pasadizos de comunicación entre el interior y el exterior. El muro de Berlín, el de Gaza y el de la frontera mexico-EUA son los ejemplos más conocidos. ¿Cómo olvidar la muralla china, la única obra de arquitectura que se ve desde el espacio exterior?. La derrocación de las murallas indica el inicio de la modernidad con la edificación de los ensanches y el inicio de la especulación urbanística.
Estos tres elementos más otros de menor importancia como el mercado (y por supuesto el comercio), el circo (los espacios de ocio en general), las termas (servicios), etc. configuran la ciudad como elemento vertebrador de la trascendencia. Las primeras ciudades son míticas (muy anteriores al nacimiento del logos cinco siglos a. de c.). No podemos por tanto dar explicaciones razonables de su nacimiento y primeros milenios. Las ciudades se reedifican sobre las ruinas de las anteriores en un intento de mostrar su trascendencia (Troya, Jericó) frente al paso del tiempo. Pronto adquieren su clásica fisonomía de calles (accesos) y edificios formando manzanas aunque Çatal Huyuk en Turquía nos recuerda que no siempre fue así. La edad media europea centró la ciudad (y la vida entera) en los templos románicos y góticos, marcando indeleblemente la fisonomía de las ciudades.
El capitalismo tomará la arquitectura como rehén no solo para especular sino también para modelar el zoning característico del urbanismo del SXX: la segmentación de la ciudad en zonas de clase. El dinero como equivalente universal de valor trasciende cualquier otro valor convirtiéndose en la base del consumismo (el consumo como pulsión) y la especulación (el dinero como materia prima). El capitalismo -que toma la economía como base política- establece la especulación con la vivienda (urbanización, construcción y gestión) como una de sus bases. El capitalismo con la existencia de las grandes corporaciones establece multitud de nuevos tipos de arquitectura desde la industrial a las oficinas, pasando por las sedes corporativas. Los rascacielos se convierten en el símbolo del capitalismo y del progreso, trascendiendo no solo la dimensión exclusivamente socio-económica del capitalismo sino también de la trascendencia de la barbarie y el atraso.
La generalización de los impuestos y del estado del bienestar convierten a la Administración en un gestor privilegiado de arquitectura: museos, centros culturales, polideportivos, escuelas, asistencia (sanitaria, geriátrica), infraestructuras de comunicaciones (estaciones, vías, puentes, torres de comunicaciones, puertos, aeropuertos…), mercados, oficinas, equipamientos en general, etc. No otra cosa que la trascendencia impulsa todas estas manifestaciones: el estado como símbolo y garante de la democracia (y de la dictadura, si a mano viene), de la sociedad al fin. Los políticos constructores pueden seguir las estela de los reyes constructores dejando un legado mucho más tangible que sus escasos logros políticos. Desgraciadamente todas estas obras se han convertido en una fuente inagotable de despilfarro con el que se desangra a los ciudadanos con impuestos, exclusivamente por motivos electoralistas, convirtiendo a los ciudadanos, de rebote, en pedigüeños profesionales. Cada pueblo quiere tener su AVE, su autopista, su centro de arte, cultural, polideportivo, cívico, etc.
La ciudad-jardin de Howard supone una revolución urbanística en la que los suburbios de las grandes ciudades se aproximan al campo desvaneciendo la dicotomía campo-ciudad que había caracterizado durante milenios a las ciudades. Como consecuencia aparecen los centros comerciales (de ocio y consumo). Pero también aparecen los suburbios industriales, las ciudades dormitorio, en los que se hacina la mano de obra. Aparece el chabolismo (alojamientos de autoconstrucción realizadas con materiales reciclados). El fenómeno del turismo de masas urbaniza las costas primeros y los parajes pintorescos de interior después. Se produce el acceso de las clases populares a la propiedad de la vivienda lo que la convierte en un bien transmisible, forma de trascendencia inédita. Las instalaciones industriales se agrupan formando los polígonos, configurando un zoning cada vez más especializado. El automóvil, ese oscuro objeto de deseo, articula el territorio y la ciudad.
Por definición la ciudad y la arquitectura no tienen fecha de caducidad, está hechas para durar indefinidamente. Pero si eso es así para los edificios históricos, los materiales efímeros y de baja calidad nos enfrentan a la caducidad de la arquitectura habitacional. Las actuales revisiones de los edificios darán paso a su obsolescencia programada con las consiguientes dificultades dimanadas de la multipropiedad (propiedad vertical). La trascendencia toca a su fin. La acumulación de basuras, desechos y contaminación, la desaparición del automóvil (previa su electrificación y automatización), la autogestión de la energía renovable, el urbanismo de ciudad-región, la desindustrialización, la robotización (drones incluidos), las megaurbes y la urbanitización de la población, etc. marcarán el futuro de la arquitectura y el urbanismo. Y probablemente el fin de la trascendencia.
El desgarrado. Enero 2020.