Vivimos en una sociedad de alcohólicos aunque nadie se reconozca a sí mismo como tal. Bien es verdad que en los bares es lo que naturalmente abunda y por lo tanto es más fácil encontrar alcohólicos que boletaires (buscadores de setas). Los alcohólicos no son borrachos -entendiendo estos por aquellos que beben hasta acceder al el estado de inocencia. Los alcohólicos bebemos de acuerdo a un plan que nos tiene que permitir acabar el día con cierta dignidad. La bebida más habitual es la cerveza que permite beber mucho antes de caer. Naturalmente a veces las cosas se tuercen, porque no es una ciencia exacta y perdemos los papeles. Existen diversas modalidades de alcohólicos, tranquilos, nerviosos, taciturnos, alegres, broncas, plácidos. Cada cual tiene su sesgo. De la misma manera, los hay que que olvidan todo lo ocurrido mientras actúan y los hay que lo recuerdan. En general el tono es jocoso y el principal cometido es reír. Un tema de conversación recurrente son las recomendaciones de los médicos, a los que se tilda de talibanes obsesionados con prohibir: beber, comer, fumar, joder, relaxing cup of café con leche. Practican una medicina que se confunde con la moral y muchos ni siquiera lo esconden. Dan por sentado que es una cuestión de degradación moral y no una cuestión genética, de economía síquica de placer o de tristeza depresiva, de imposición social. Al alcohólico no se le trata como a un enfermo o adicto sino como a un depravado. Y esa postura -aunque moralmente irreprochable- puede resultar contraproducente. De ese talibanismo participan las mujeres (no alcohólicas) que están con la campaña antialcohol siempre en marcha. En su favor hay que decir que sufren en primera persona las consecuencias del alcoholismo. No discutiré la mucha o poca razón que les asiste pero no me parece ni que funcione ni que sea la actitud adecuada. Los enfermos necesitan tratamiento y no precisamente de depravados.