Si algo le dolió al capitalismo fue tener que renunciar a la explotación de las mujeres y de los niños, pero encontró la manera de reintroducir su explotación, bajo otras formas. Esa forma de explotación no la inventó el capitalismo. Pertenece a la dominación hombre/mujeres y niños, de todos los tiempos. El 90% de la comida rural existente en África, el 60-80% en Asia y el 40% en América latina es producida por las mujeres (Haraway 2018, 52). El primer capitalismo no hizo sino seguir esa tónica y esclavizar a mujeres y niños en las nuevas fábricas. Los logros sindicales consiguieron la jornada de ocho horas y la prohibición del trabajo de los niños, pero el trabajo industrial de las mujeres había llegado para quedarse. Ese trabajo fuera de casa, el doble sueldo imprescindible para un consumo redoblado, no vino acompañado de un menor trabajo en el hogar y el exclusivo trabajo reproductivo, lo que condenó a la mujer al pluriempleo. Lo de la jornada de ocho horas se quedó en agua de borrajas. Los niños siguen trabajando en el campo, en la cultura y en los deportes.